XXXVII. La perfección del hombre primitivo
La concupiscencia
En el hombre primitivo, o el hombre en el estado de inocencia o de justicia originaria, la sujeción de su mente a Dios, efecto de la gracia divina, le permitía disfrutar del don preternatural del dominio perfecto de toda la naturaleza. De esta primera sujeción, se seguían otras dos, la de todas sus facultades a la superior de la mente y la del cuerpo al alma espiritual. Al sometimiento de las facultades inferiores humanas a la razón humana, le seguía un segundo don preternatural, también dado a la naturaleza específica del primer hombre, el llamado de integridad o dominio interior.
El don preternatural de integridad le permitía al hombre que la sujeción sobrenatural de su mente a Dios no encontrase en su naturaleza humana ningún obstáculo. Con este don concedido por Dios, todas las otras facultades inferiores –la voluntad, los sentidos externos, los sentidos internos y la apetición– obedecían a la facultad superior de la razón. Por la integridad, ningún acto se daba en las facultades inferiores que no siguiese el orden de la razón.
La llamada «concupiscencia», o el deseo del bien sensible, siempre estaba sujeta totalmente a la razón. La concupiscencia nunca era desordenada o contraria, tal como quedó en el estado de naturaleza caída. Lo que se entiende generalmente por «concupiscencia», el deseo desordenado, no se daba en el hombre en el estado de inocencia. Por la gracia y el don de integridad gozaba de la perfecta inmunidad de la concupiscencia, en el sentido corriente de deseo desordenado.
La existencia de esta situación humana queda confirmada por una vía negativa, la de su pérdida por el primer pecado del hombre. El Concilio Vaticano II se ocupó del pecado original al declarar: «Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido (insipiens) corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador (cf. Rom 1, 21-25)».
Este pecado personal del hombre primitivo guarda relación con la falta de armonía interna y externa del hombre, porque: «Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al “príncipe de este mundo” (cf. Jn 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud»[1].
Por ello, se explica más adelante que: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo»[2].
Ya se había indicado al tratar de la constitución del ser humano, que el hombre: «herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón»[3].
Todo ello hace que su «semejanza divina (esté) deformada por el primer pecado»[4]. Además, se produce una especie de circulo del pecado entre la sociedad y la persona humana, porque: «las circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia»[5].
Dramática situación
En este mismo texto conciliar no sólo se presta atención al don de integridad y a la consecuencia de su pérdida, sino también a que: «el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (cf. Jn 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud». Indica asimismo la necesidad de su conocimiento, porque: « A la luz de esta Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última explicación»[6].
El afán de plenitud, que lo es a la «unión con Dios»[7], a la que se siente llamado el hombre, y al mismo el mal que experimenta y que no puede vencer, muestran que: « Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación»[8].
También en el nuevo Catecismo, que califica este estado actual de «situación dramática»[9], se indica que: «La doctrina sobre el pecado original —vinculada a la de la Redención de Cristo— proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo». El conocimiento de los efectos destructivos del pecado no sólo impide la comprensión plena del hombre, sino también tiene graves consecuencias prácticas, porque: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (cf. Centesimus Annus 25) y de las costumbres»[10].
En el lugar citado de la encíclica Centesimus annus de Juan Pablo II, de 1991, se lee: «Por otra parte, el hombre creado para la libertad lleva dentro de sí la herida del pecado original que lo empuja continuamente hacia el mal y hace que necesite la redención. Esta doctrina no sólo es parte integrante de la revelación cristiana, sino que tiene también un gran valor hermenéutico en cuanto ayuda a comprender la realidad humana. El hombre tiende hacia el bien, pero es también capaz del mal; puede trascender su interés inmediato y, sin embargo, permanece vinculado a él. El orden social será tanto más sólido cuanto más tenga en cuenta este hecho y no oponga el interés individual al de la sociedad en su conjunto, sino que busque más bien los modos de su fructuosa coordinación»[11].
Al igual que en la constitución conciliar Gaudium et spes, se dice en el nuevo Catecismo que: « Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de san Juan: “el pecado del mundo” (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (cf. Reconciliatio et paenitentia, 16)»[12].
Es muy importante tener en cuenta lo que se dice en el párrafo citado de la exhortación apostólica Reconciliatio et paenietentia de 1984, citada: «El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad. Este hombre puede estar condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos; así como puede estar sujeto también a tendencias, taras y costumbres unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre».
Advierte seguidamente Juan Pablo II que: «No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades externas —las estructuras, los sistemas, los demás— el pecado de los individuos. Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan —aunque sea de modo tan negativo y desastroso— también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa»[13].
La vida vegetativa del primer hombre
En el Catecismo se indican también los efectos del primer pecado. «La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera desobediencia. Adán y Eva pierden inmediatamente la gracia de la santidad original (cf. Rm 3,23). Tienen miedo del Dios (cf.Gn 3, 9-10) de quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus prerrogativas (cf.Gn 3, 5)»[14].
Otra consecuencia es la sujeción de las facultades inferiores a las propias del espíritu y con ello la aparición de concupiscencias o deseos desordenados. «La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3, 7)»[15].
La inmunidad del hombre primitivo a la concupiscencia desordenada no suponía que no sintiese la concupiscencia o los deseos hacia lo necesario para conservar la vida individual y para propagar la especie humana. Explica Santo Tomás que, a diferencia de los ángeles y hombres glorificados, Adán y Eva tenían que comer para conservar la vida, y poder procrear. Se lee en el Génesis: «De todo árbol que hay en el paraíso puedes comer»[16]. La razón es porque: «El hombre en el estado de inocencia tenía vida vegetativa, que requeriría alimentos. Sin embargo, después de la resurrección su vida será espiritual y no los necesitará. Para demostrarlo, hay que tener presente que el alma racional es alma y espíritu»[17]. El espíritu del hombre es también alma, porque, por misma naturaleza, necesita animar o informar a un cuerpo[18].
El alma humana es una substancia simple, que posee un ser propio, y, por ello, es un espíritu, pero, a diferencia de otros espíritus, por su inferior grado de perfección, necesita unirse al cuerpo para realizar sus operaciones propias espirituales –entender y querer libremente – y para ello realiza también las funciones de las almas sensitivas y vegetativas, se comporta como forma vital del cuerpo.
Por consiguiente, del espíritu del hombre: «Se dice que es alma por lo que tiene de común con la de los animales: dar vida al cuerpo. Por eso se dice en la Escritura: “fue hecho el hombre ser animado” (Gn 2, 7). Esto es, con cuerpo dotado de vida. Pero es también espíritu por lo que tiene de propio y no común con los demás animales, esto es, su potencia intelectiva inmaterial».
En el estado de inocencia el cuerpo humano por tener vida vegetativa, que le confería el espíritu, necesitaba alimentos. «En el primer estado, el alma racional comunicaba al cuerpo lo que le era común; así, el cuerpo es llamado animal, esto es, en cuanto que tiene la vida por el alma. El primer principio de vida en los seres inferiores es el alma vegetativa,a la que le compete alimentarse, engendrar y desarrollarse. Por lo tanto, estas cosas se daban en el hombre en el primer estado».
En estado final glorioso de la naturaleza humana, ya en la otra vida, el cuerpo quedará todavía más sujeto al espíritu porque: «En el último estado, después de la resurrección, el alma hará que redunde en el cuerpo lo que le es peculiar como espíritu: la inmortalidad en todos; y en los buenos, cuyos cuerpos serán llamados espirituales, la impasibilidad, la gloria y la virtud (cf. 1 Cor 15, 44). Después de la resurrección, por lo tanto, los hombres no necesitarán alimentarse; pero en el estado de inocencia, sí lo necesitaban»[19]. El espíritu en los bienaventurados redundará o rebosará lo que es propio de todo espíritu, la inmortalidad y tanto en buenos como en malos. Además, en los cuerpos de los buenos resultará la impasibilidad, la sutileza, la agilidad y la claridad[20]-
La transmisión de la naturaleza humana
También sostiene Santo Tomás que, en el estado de inocencia, los hombres tendrían hijos a los que transmitirían su naturaleza humana. Así se infiere del mandato de «Creced y multiplicaros; llenad la tierra»[21]. Explica que: «Nada de lo que respeta a la perfección de la naturaleza del hombre faltaba en aquel estado. Y como al igual que a la perfección del universo contribuyen los diversos grados de cosas, así también la diversidad de sexos acrecienta la perfección de la naturaleza humana. Luego en el estado de inocencia nacerían ambos sexos»[22].
En el estado de inocencia, habría generación, y: «la prole sería engendrada con vida animal y, por consiguiente, con posibilidad de alimentarse y engendrar. Luego convenía que todos engendrasen y no sólo los primeros padres»[23].
Otra razón más importante es que la generación es sí misma es una gran perfección. Afirma explícitamente que: «En el estado de inocencia habría generación que multiplicas los hombres, pues, de lo contrario, el pecado del hombre hubiera sido muy necesario, como medio de alcanzar un gran bien».
El motivo es porque, por un parte: «El hombre según su naturaleza es algo intermedio entre lo corruptible y lo incorruptible, puesto que su alma es naturalmente incorruptible, y el cuerpo corruptible»[24].
Estasituación, en que se encuentra el hombre por su alma humana espiritual, en una obra anterior, la Suma contra los gentiles, la expresa el Aquinate con esta imagen neoplatónica: «El alma humana es como horizonte y confín de lo corpóreo e incorpóreo»[25].
El término «horizonte» significa que, como la línea del horizonte, en que se ve juntarse lo superior con lo inferior, el cielo con la tierra, en el hombre se une el espíritu incorruptible con el cuerpo, su sujeto, que es corruptible. El de «confín» significa que el hombre es el fin o extremo de dos mundos. En lo superior al hombre, está el mundo inmortal de lo espiritual. En la inferior, se encuentra el universo corpóreo, que es mortal. El alma del hombre es así medianera entre lo espiritual y lo material.
En la argumentación de la Suma teológica, añade Santo Tomás, que, por otra parte, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que: «El fin de la naturaleza opera de distinto modo en lo corruptible y en lo incorruptible» y, por tanto, en lo corpóreo y en lo incorpóreo o espiritual.
En segundo lugar, que: «A lo que la naturaleza tiende siempre y continuamente es algo esencial a ella. Pero a lo que sólo tiende durante determinado tiempo no es algo primario en la naturaleza, sino subordinado a otro, pues, en caso contrario, su desaparición supondría la desaparición de la intención de la naturaleza».
Si se aplican estas dos tesis a las distintas clases de seres, respecto a los fines de sus naturalezas, se obtiene, primero: «En los seres corruptibles tan sólo la especie perdura siempre y continuamente, en éstos el bien de la especie –a cuya conservación se ordena la generación– es el fin principal de la naturaleza».
Segundo que: «Por el contrario, las substancias incorruptibles permanecen siempre específica e individualmente, por lo cual en ellos la conservación de los individuos constituye el fin principal de la naturaleza»[26].
Los dos fines se dan en el hombre, porque es un compuesto de espíritu, que hace de alma, y un cuerpo, que lo recibe. Cada espíritu humano, como todo espíritu, es individual. El espíritu o alma humana, en cuanto substancia inmaterial, es individual, o única y singular, para cada hombre. Sin embargo, el espíritu humano, por ser alma, o forma que da la vida, del cuerpo, es como toda forma de lo corpóreo,un principio especificador.
El alma expresa la especie del hombre. Es este sentido, se comporta igual que las formas sensitivas, vegetativas y de los entes inertes, que hacen que los animales, plantas y entes inanimados pertenezcan una determinada especie. Además, que, por ellas, en su individualidad material, posean características comunes específicas, propias de toda la especie a la que pertenecen.
Sin embargo, el alma de cada hombre es individual por ser un espíritu, una substancia inmaterial subsistente, un alma que tiene ser propio, un ser espiritual, que da el ser al cuerpo, y, con ello, causa de su formalidad y de su existencia. El alma humana, substancia simple espiritual, forma asimismo del cuerpo, se diferencia de las otras formas, de las substancias compuestas o corpóreas, que también informan su cuerpo, porque tiene un ser propio, es una forma que tiene su ser.
Las otras formas que se unen a la materia, para constituir los compuestos vivos, como las plantas y los animales, y que se denominan entonces almas, o para componer los entes inertes, compuestos de forma y materia, no tienen ser propio, sino que el ser es de todo el compuesto, y así lo comparten con el otro constitutivo. En cambio, la propietaria inmediata del ser del compuesto substancial corpóreo, que constituye al hombre, es su alma espiritual, forma del cuerpo[27].
Por ello, a diferencia de las otras formas, que en sí mismas siempre son comunes, toda alma humana ya es individual. En este sentido, puede decirse que no es una especie, sino un individuo de la especie alma humana.
De todo ello, se sigue, como concluye el Aquinate, que: «Al hombre le corresponde la generación en su parte corporal corruptible de por sí. Y por parte del alma, que es incorruptible, corresponde a su naturaleza –o mejor, al autor de la naturaleza, único creador de las almas– el intento de multiplicar los individuos. Por ello, estableció la generación aun en el estado de inocencia para multiplicar el género humano»[28].
Los actos de la generación
Santo Tomás no sólo no considera un mal la generación, sino tampoco ninguno de los actos rectamente dirigidos a ella. Recuerda que: «algunos antiguos doctores, atendiendo a la fealdad de concupiscencia que importa este acto en el actual estado dijeron que en el estado de inocencia no habría generación por unión carnal. Y así, San Gregorio Niseno dice, en De hominis opificis, c. 17, que en el paraíso el género humano se multiplicaría sin unión del hombre y la mujer, como los ángeles se multiplicaron por creación de Dios». Para explicar la creación con la distinción de sexos: «añade que Dios creó hombre y mujer en el primer estado previendo el pecado y el modo de generación que después de él habría de darse».
El Aquinate no acepta nada de esta explicación, porque nota que «se dice sin razón». Hay que tener en cuenta que: «Lo que es natural en el hombre ni se le añade ni se le retira por el pecado», y la generación es propio de la naturaleza humana. «El engendrar por unión carnal es propio de la naturaleza animal del hombre, como lo es de los demás animales perfectos. Y esto muestran los miembros naturales destinados a ello, que no hay por qué afirmar que no tuviesen su función propia antes del pecado, como la tenían los demás miembros».
La interpretación de estos autores no es razonable, porque no advirtieron que: «en la unión carnal en el estado actual hay dos cosas. Una, propia, que es la unión de hombre y mujer para engendrar (…) Lo otro que se puede considerar es la fealdad de una concupiscencia inmoderada, que no existiría en el estado de inocencia por estar allí sometidas las facultades inferiores a las superiores. Por lo cual dice San Agustín: “Lejos de nosotros sospechar que no pudieran engendrar sus hijos sin intervención libidinosa. Pero esos miembros, como los demás, se movían sometidos en todo a la voluntad, sin ardor, sin provocación, sino con el alma y el cuerpo en calma» (Ciudad de Dios, 14, 26)»[29].
Se podría objetar que: «por las vehemencia del deleite de la unión carnal, el hombre se asemeja a las bestias, por eso se alaba la continencia. Y el hombre es comparado a los animales por el pecado, tal como se dice en el Sal 48, 21: “El hombre, cuando estaba en la opulencia, no entendió, ha sido comparado a las bestias insensatas, y se ha hecho semejante a ellas”. Luego, antes del pecado no habría habido unión carnal entre el varón y la hembra»[30].
En la respuesta, Santo Tomás, reconoce, como es innegable, que: «Los animales carecen de razón. Y el hombre se asemeja en la unión carnal a las bestias en que no puede moderar el deleite del acto ni el ardor de la concupiscencia»
Sin embargo, tal moderación no significa disminución ni supresión del placer. «En el estado de inocencia no habría nada que no estuviese moderado según la recta razón, lo cual no quiere decir, como afirman algunos que no hubiese deleite sensible, pues la intensidad de éste es tanto mayor cuanto lo es la condición natural y sensibilidad corporal, sino que el apetito no produciría de un modo tan desordenado el deleite. Esto estaría regulado por la razón, la cual no le disminuye, pero impide que ese deleite esté informado inmoderamente por el apetito».
En el estado de inocencia, afirma, por tanto, Santo Tomás que no sólo se hubiese dado la unión esponsal en el matrimonio, sino que también el deleite que la acompañaba hubiera sido mayor, que en el estado de la naturaleza caída, en que es inmoderado o desenfrenado. Aclara seguidamente que: «Entiendo, por “inmoderado” lo que esta fuera de los límites de la razón. Por ejemplo, el sobrio no percibe un deleite menor que el goloso al tomar moderadamente la comida; pero su concupiscencia no se detiene en este deleite. Y esto indican las palabras de San Agustín, quien no excluye los deleites en el estado de inocencia, pero si el ardor de la sensualidad y el desasosiego del ánimo»[31].
Como consecuencia, la continencia, a la que se refiere la objeción, no era necesaria en el estado de inocencia, con el don de integridad, ya que es la virtud que hace que la voluntad ejerza «la resistencia a las concupiscencias desordenadas que en el hombre son más vehementes»[32]. Por ello, concluye Santo Tomás: «la continencia en el estado de inocencia no sería virtud, pues, si ahora se la alaba, no es por su abstinencia, sino por librarse de la sensualidad desordenada. Pero entonces la propagación se hacía sin deseo desordenado»[33].
La generación, imagen de Dios
El reconocimiento de la bondad de la generación, se advierte también en la afirmación de Santo Tomás de que es un bien que posee el hombre, del que carece el ángel, y que le hace igualmente imagen de Dios. La hace al tratar la cuestión de si el ángel, criatura puramente espiritual –y que no necesita del cuerpo para utilizarlo instrumentalmente para entender y querer, como ocurre, en cambio, con el espíritu humano–, es más imagen de Dios que el hombre, compuesto de espíritu y cuerpo material.
Para responder a esta cuestión, comienza con la siguiente indicación: «Podemos hablar de imagen de Dios en un doble sentido. Primeramente, en cuanto a aquello en lo que se considera ante todo la razón de imagen, a saber: la naturaleza intelectual. Así considerada, la imagen de Dios se da más en el ángel que en el hombre, porque en el primero es más perfecta la naturaleza intelectual». La superioridad de las facultades espirituales del ángel se debe a la suprema participación de su entidad en el ser, que le hace más semejante a Dios, ser por esencia.
Indica a continuación el Aquinate que: «En segundo lugar, puede considerarse la imagen de Dios en el hombre en su elemento secundario, es decir, en cuanto que en el hombre se da cierta imitación de Dios ya que es hombre de hombre como Dios de Dios». En el ángel no hay generación de la que proceda, y, en este sentido, no es imagen de Dios, que genera eternamente al Verbo, generación que establece las relaciones de paternidad y de filiación
No obstante, advierte finalmente: «Esto no cuenta para la razón de imagen divina en el hombre sino presupuesta la primera imitación por la naturaleza intelectual, ya que, de lo contrario, también los brutos serían a imagen de Dios»[34]. En el hombre, por su naturaleza intelectual la misma generación es superior a la meramente animal.
La impasibilidad
En el estado de inocencia, era muy conveniente el don de integridad, que perfeccionaba la segunda sujeción de las tres sujeciones en el estado de inocencia –de su mente inmediatamente a Dios, como su fin sobrenatural, de las potencias inferiores a la superior de la razón y la del cuerpo al alma–, porque, según el Aquinate: «Aquello que se ordena al fin se dispone según la necesidad del fin. El fin al que el hombre está ordenado está más allá de la facultad de la naturaleza creada, a saber, la bienaventuranza que consiste en la visión de Dios, pues esto solo es connatural a Dios. Por eso convino que la naturaleza humana fuese instituida de tal manera que no sólo tuviera aquello que se le debía según los principios naturales, sino también algo más por lo que llegase fácilmente al fin. Y ya que no podía unirse al último fin por amor, ni llegar a tenerlo sino por su parte más alta, que es la mente y el intelecto o razón, en la cual está impresa la imagen de Dios, por eso, para que aquella parte tendiese a Dios, le fueron sujetas las potencias inferiores, de modo que nada pudiese ocurrir a ellas que retuviese e impidiese a la mente el camino hacia Dios».
También para esta perfecta sujeción, que facilitara la vida de la gracia, además del don de integridad, convenía otro don preternatural de la impasibilidad, tal como explica seguidamente el Aquinate: «Por el mismo motivo, el cuerpo fue dispuesto de modo que ninguna pasión pudiese darse en él por la cual se impidiese la contemplación de la mente». Ello era posible el don de la impasibilidad.
Al producirse la ruptura de la primera sujeción, tal como le tenía la razón del hombre a Dios, su bien, se rompieron las otras dos sujeciones, y con ello se perdieron también los dones preternaturales. Todo ello, llevó a la servidumbre y esclavitud del mal. Concluye así Santo Tomás, refiriéndose a todos estos dones que la naturaleza humana había recibido. «Y puesto que todas estas cosas se daban en el hombre en orden al fin introducido, el desorden respecto del fin por el pecado, todas estas cosas dejaron de estar presentes en la naturaleza humana y el hombre fue dejado sólo con aquellos bienes que le seguían por los principios naturales»[35].
Era preciso este otro don interno para que nada interior, ni corporal o anímico o espiritual, ni tampoco algo exterior, perturbara la paz del hombre, para que pudiera disfrutar de su unión con Dios. Con la impasibilidad, nada podía alterar su felicidad natural del alma y del cuerpo. Estaba siempre libre de todo sufrimiento interior y de cualquier dolor corporal.
Las pasiones del hombre primitivo
Con la imposibilidad de padecer, el hombre dejaba de ser pasible, de ser sujeto de pasiones. No obstante, para una adecuada comprensión de este don, debe tenerse en cuenta, como explica Santo Tomás, que: «La pasión se toma en un doble sentido. Uno, que es elpropio, padecer es ser alterado en una disposición natural. La pasión es efecto de una acción, y los seres naturales contrarios son mutuamente activos y pasivos, pues unos alteran a los otros en sus disposiciones naturales». Pasión es así el opuesto estado del sujeto al del que ejecuta una acción sobre él.
En otro sentido, que es más general: «la pasión es cualquier mutación, incluso la que perfecciona la naturaleza. En este sentido, sentir y entender son una cierta pasión». Todo cambio en un sujeto, incluso a los que tiende su naturaleza, es una pasión. El don de impasibilidad no removía las pasiones en este sentido y, por ello, no implicaba la inmovilidad absoluta. Por tanto: «en este segundo sentido, el hombre, en el primer estado, era pasible en su alma y en su cuerpo».
En cambio, si que la impasibilidad removía toda pasión en el primer sentido y, por tanto, cualquier perturbación que «padece» un sujeto, como, por ejemplo, el dolor, producido por lesiones o enfermedades. El hombre primitivo: «en el primer sentido de pasión era impasible en el alma y en cuerpo, como también era inmortal; por lo cual hubiera podido librarse de toda pasión, incluso de la muerte, si se hubiera mantenido sin pecado»[36].
Con la impasibilidad, por consiguiente, no quedaban suprimidas las pasiones, en un sentido más concreto, de estados afectivos, o lo que se llaman sentimientos. Afirma Santo Tomás que de los tres elementos que las constituyen –las modificaciones corporales, el conocimiento, que desencadena el proceso, y el apetito o tendencia, el principal es este último. Por ello: «Las pasiones del alma residen en el apetito sensitivo, cuyo objeto es el bien y el mal. Por eso unas pasiones del alma, como el amor y el gozo, se ordenan al bien; y otras, como el temor y el dolor, al mal»[37].
La pasiones, que siguen de la mera tendencia o del apetito concupiscible, en relación de búsqueda del bien, pueden ser: amor– del bien en es sí mismo o con abstracción de ausencia o presencia del bien–; deseo –respecto de un bien ausente–; y gozo –respecto de un presente o poseído–. En relación a la huída del mal: odio – del mal en es sí mismo o con abstracción de ausencia o presencia del mal–, aversión –respecto de un mal ausente–, y tristeza –respecto de un mal presente o poseído-.
Las pasiones de la tendencia a lo arduo o difícil, o del apetito irascible, en relación a la búsqueda del bien difícil ausente, pueden ser: esperanza ––tendencia respecto de un bien ausente difícil, que se cree posible da alcanzar–; desesperanza – repugnancia ante un bien ausente difícil, que se cree imposible alcanzar–. En relación al mal ausente difícil de vencer: audacia –tendencia a luchar con el mal inminente, que se cree vencible–; temor –repugnancia o alejamiento porque se cree invencible-. En relación al mal difícil presente: la ira –con tendencia a superarlo[38].
Esta misma clasificación da San Francisco de Sales en su Tratado del amor a Dios. Escribe que «La concupiscencia, o apetito sensitivo, tiene doce movimientos, (…) y, como quiera que, por lo regular, turban el alma y agitan el cuerpo, en cuanto turban el alma, se llaman perturbaciones, y, en cuanto inquietan el cuerpo, se llaman pasiones, según explica San Agustín (La ciudad de Dios, XIV, 8). Todos los hombres miran el bien o el mal; al bien para conseguirlo, y el mal para evitarlo».
Agrupa la pasiones no según el apetito concupiscible o del irascible, sino según la atracción al bien o según repulsión al mal: «El bien, considerado en sí según su natural bondad, da origen al amor, primera y principal pasión; si se le mira como ausente, provoca el deseo; si, siendo solamente deseado, se le considera asequible, nace la esperanza; si se le cree imposible de lograr se siente, desesperación; mas al poseerlo como bien presente, produce el gozo»,
Además de estas cinco pasiones, provocadas por la atracción al bien, hay siete más debidas a la repulsión por el mal, porque: «Por el contrario, apenas conocemos el mal, lo aborrecemos (odio); si esta ausente, huimos de él (aversión); si pensamos que no lo podemos evitar, lo tememos (temor); si juzgamos que lo podremos vencer, nos animamos y excitamos (audacia); más si lo sentimos como presente, nos entristecemos (tristeza), y pronto la ira y la indignación acuden para rechazarlo, o al menos, para vengarse; si esto no se puede, se acentúa la tristeza (que sería por su objeto distinta de la anterior); si se consigue rechazarlo, o por lo menos vengarse, se siente hartura y deleite (por la posesión del bien presente, después de vencido el obstáculo), que es el registro del triunfo, pues así como la posesión del bien regocija el corazón, la victoria contra el mal enardece el valor»[39].
Estas pasiones, tanto las que tienen por objeto el mal –odio, aversión, tristeza, audacia, temor, e ira–, como la renuncia al bien, como se da en la desesperación, eran desconocidas en el estado de inocencia. La razón es, como indica Santo Tomás, es porque: «como en el estado primitivo no había ni amenazaba ningún mal ni faltaba ningún bien cuya posesión pudiera desear entonces la voluntad recta, según dice San Agustín, en La ciudad de Dios (XIV, c. 10),las pasiones que se centran en el mal, como el temor, el dolor y otras semejantes, no se dieron en Adán; ni tampoco las que se centran en el bien no poseído y que se va a poseer, como un deseo ardiente»[40].
En cambio, la cuatro pasiones, clasificadas por san Francisco de Sales como las suscitadlas por un objeto bueno las poseía el hombre primitivo, porque no producían sufrimiento o dolor. De manera que: «Las pasiones que pueden referirse al bien presente, como el gozo y el amor, y las que se refieren a un bien futuro, como el deseo y la esperanza, tranquila, que no causan aflicción, se dieron en el estado de inocencia».
Sin embargo, precisa seguidamente que, en Adán, no se daba igual que en los hombres posteriores, ya afectados por el pecado. Se dieron en él de modo distinto a como se dan en el estado de naturaleza caída. «En nosotros, el apetito sensitivo, en el que residen todas las pasiones, no está totalmente sometido a la razón, por lo cual, a veces, las pasiones previenen el juicio de la razón o lo impiden, y, otras veces, le siguen, en cuanto que el apetito sensitivo obedece, en cierto modo, a la razón. En el estado de inocencia, en cambio, el apetito inferior estaba totalmente sometido a la razón; por eso no se daban más pasiones del alma que las procedentes a partir del juicio racional»[41].
Puede precisarse, por consiguiente que: «el alma era impasible en cuanto a las pasiones que impiden el ejercicio de la razón»[42]. Santo Tomás, contra los estoicos, siempre sostuvo la necesidad de las pasiones, aunque deben estar en todo caso regidas por la razón e incluso, cuando faltan la misma razón las causa, porque: «en quien obra rectamente, el juicio de la razón es causa no sólo del simple movimiento de la voluntad, sino incluso del movimiento del apetito sensitivo»[43], como es la pasión.
La insensibilidad
El Aquinate considera legítima y valora la sensibilidad, o el percibir y gustar los deleites que se experimentan en los actos naturales para la vida. Denomina insensibilidad a la renuncia del placer sin el motivo de una finalidad superior. Afirma que la insensibilidad es un vicio, que sería contrario a la virtud de la templanza.
Argumenta que: «Es vicioso todo lo que contraría al orden de la naturaleza. Es ella quien dispone las cosas de tal forma que en las operaciones necesarias a la vida del hombre se sienta placer, y es lógico que el hombre disfrute de ese placer en la medida requerida por la salud humana, tanto para la conservación del individuo como de la especie. Si alguien llegara a despreciar dicho placer hasta el extremo de desechar la parte exigida para la conservación de la naturaleza, pecaría, violando el orden de la naturaleza; cosa que pertenece al vicio de insensibilidad».
Añade el Aquinate que el vicio de la insensibilidad no se da en la renuncia voluntaria y necesaria para alcanzar un ideal más alto. De manera que, en el mismo orden natural: «Hay casos, sin embargo, en que la abstención de estos placeres es laudable y hasta necesaria en orden a la consecución de un fin, al modo como, para salvaguardar la salud corporal, hay quienes se privan de unos placeres de comida, bebida y actos conyugales. Otras veces es necesaria también la abstención para desempeñar bien un oficio, al modo como los atletas y soldados deben privarse de muchos placeres para cumplir su misión».
Algo parecido ocurre en la vida cristiana, porque: «En el orden espiritual, los penitentes, a fin de recuperar la salud del alma, utilizan la abstinencia de estos goces como dieta provechosísima; y quienes se consagran a la contemplación de las cosas divinas necesitan elevarse de dichos deleites de la carne»[44].
A la consideración de la insensibilidad como un vicio por defecto opuesto a la virtud cardinal de la templanza, que refrena o modera los placeres sensibles de acuerdo con la razón, todavía Santo Tomás presenta la siguiente dificultad: «Según dice Dionisio: “El bien del hombre consiste en vivir de acuerdo con la razón” (Los nombres divinos, IV, 32). El abstenerse de todos los placeres (…) contribuye en grado sumo a que el hombre viva de acuerdo con la razón (…) Por tanto, la insensibilidad, que rechaza todos los placeres (…) no es viciosa»[45].
El Aquinate no está de acuerdo que sea natural ni racional que el hombre se abstenga de tos los placeres, sino que debe usarlos según lo necesario. Para justificarlo, en su respuesta, recuerda la tesis antropológica de la necesidad del espíritu humano de unirse substancialmente al cuerpo, con todas sus facultades sensibles, para poder entender y querer. Por ello: «Las potencias sensibles son indispensables para el ejercicio de la inteligencia (…) y como esas potencias radican en órganos corporales, necesitamos sustentar el cuerpo a fin de que la razón realice sus actos respectivos. Y, dado que la sustentación del cuerpo se efectúa mediante operaciones deleitables, no es bueno para el hombre a abstenerse de todos los placeres».
El deleite, sin embargo, no siempre es igualmente imprescindible, porque: «el hombre no necesita hacer uso de todas las facultades corporales, siempre en la misma medida, para realizar todas las operaciones de la razón, le será necesario hacer uso de los placeres corporales en mayor o en menor medida».
De esta precisión se sigue que: «Es loable la actitud de aquello que se abstuvieron de muchos placeres para dedicarse a la contemplación y a transmitir a los demás el bien espiritual. Por el contrario, esta actitud no sería digna de alabanza en aquellos cuyo deber es dedicarse por oficio a las obras corporales, o por estado a la procreación»[46].
Inmunidad corporal
Si con la impasibilidad del hombre primitivo « el alma era impasible en cuanto a las pasiones que impiden el ejercicio de la razón», también «el cuerpo humano en estado de inocencia era impasible en cuanto a las pasiones que destruyen la disposición natural»[47]. No se veía afectado por ningún mal o enfermedad orgánica, que le hubiera producido dolor. Su inmunidad al mal interno era absoluta.
Aunque el cuerpo del hombre no podía ser afectado por elementos internos, por tener el don preternatural de la impasibilidad, tampoco eran obstáculo, para vivir la inmunidad a todo tipo de mal, los peligros externos, que podía tener dada su constitución corporal. El don de la impasibilidad no tenía que impedirlos, porque: «en parte la propia razón, que dicta qué cosas son nocivas, y en parte la divina Providencia, que la defendía de todo incidente que le pudiera sobrevenir, preservaban el cuerpo del hombre en el estado de inocencia de toda lesión de cualquier cuerpo duro»[48].
En la vida del hombre y en todas sus operaciones no había ningún desorden, ni en el alma ni en el cuerpo. Además todo lo podía realizar sin dificultad y sin trastorno alguno.
San Agustín describe así esta felicidad que disfrutaba el hombre en el estado de inocencia: «Vivía el hombre en el paraíso como quería, mientras quería lo que Dios había mandado. Vivía gozando de Dios, con cuyo bien era él bueno; vivía sin privación alguna, estando en su poder el vivir así siempre. Había alimento para que no tuviera hambre; había bebida para que no tuviera sed, y el árbol de la vida para que no le consumiera la vejez. Ninguna corrupción en el cuerpo, ni procedente del cuerpo, producía molestia alguna a sus sentidos. No había enfermedad interna ni accidente externo que temer. Era completa la salud en su carne y total la tranquilidad en el alma. Como en el paraíso no había ni ardor ni frío, así sus moradores estaban libres de cualquier molestia que causara a su buena voluntad el deseo o el temor. No había tristeza alguna ni alegría vana. Se le garantizaba el verdadero gozo en la perennidad de Dios, hacia el cual tendía su caridad, que brota del corazón limpio, de la conciencia honrada y de la fe sentida. Y existía también una sociedad sincera entre los esposos, garantizada por el amor honesto; la mente y el cuerpo llevaban una vida de mutua concordia, y el mandato se observaba sin esfuerzo. El hastío no llegaba a molestar al ocioso, ni causaba incomodidad la pesadez del sueño»[49].
Eudaldo Forment
[1] CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et spes, I, 13.
[2] Ibíd., III, 37.
[3]Ibíd., I, 14.
[4]Ibíd., II, 22.
[5] Ibíd., II, 25
[6] Ibíd., I, 13.
[7] Ibíd., I, 19.
[8] Ibíd., I, 13.
[9]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 409.
[10] Ibíd., n. 407.
[11] JUAN PABLO II, Centesimus annus, III, 25.
[12]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 408.
[13] JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Reconcilatio et Paenitentia , c. 1, 16.
[14]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 399.
[15] Ibíd., n. 400.
[16] Gen 2, 16.
[17] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 97, a. 3, in c.
[18] Cf. IDEM, Suma contra gentiles, II, c. 68.
[19] Ibíd., I, q. 97, a. 3, in c.
[20] CF. IDEM, Suma contra gentiles, IV, c. 86.
[21] Gen 1, 28.
[22] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 99, a. 2, in c.
[23] Ibíd., I, q. 99, a. 2, ad 3.
[24]Ibíd., I, q. 98, a. 1, in c.
[25] IDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 68.
[26] IDEM, Suma teológica, I, q. 98, a. 1, in c.
[27] IDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 68
[28] IDEM, Suma teológica, I, q. 98, a. 1, in c.
[29] Ibíd., I, q. 98, a. 2, in c.
[30] Ibíd., I, q. 98, a. 2, ob. 3.
[31] Ibíd., I, q. 98, a. 2, ad 3.
[32] Ibíd., II-II, q. 155,
[33]Ibíd., I, q. 98, a. 2, ad 3.
[34] Ibíd., I, q. 93, a. 3, in c.
[35] IDEM, Comentario a Libro de las Senetncias de Pedro Lombardo, In Sent. II, d. 30, q. 1, a. 1, in c.
[36] IDEM, Summa Theologiae, I, q. 97, a. 2, in c.
[37]Ibíd., I, q. 95, a. 2, in c.
[38] Cf. IDEM, Summa Theologiae, I-II, q. 23, a. 4.
[39] SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del amor de Dios, Madrid, BAC, 1995, I, 3, p. 65.
[40] Ibíd., I, q. 95, a. 2, in c.
[41] Ibíd., I, q. 95, a. 2, in c.
[42] Ibíd., I, q. 95, a, 2, ad 2.
[43] Ibíd., II-II, q. 158, a. 8, ad 3.
[44] Ibid., II-II, q. 142, a. 1, in c.
[45] Ibíd., II-II, q. 142, a. 1, ob. 3.
[46] Ibid., II-II, q. 142, a. 1,
[47] Ibíd., I, q. 95, a. 2, ad 2.
[48] Ibíd., I, q. 97, a. 2, ad 4.
[49]San Agustín, La ciudad de Dios, XIV, 26.
5 comentarios
Coherencia no le faltaba. El problema es que un disparate inicial, llevado coherentemente hasta sus últimas consecuencias, termina siendo no más que un disparatón.
La Revelación en cambio nos enseña que jamás el hombre logrará en este mundo llegar al estado de perfección del que gozaron nuestros primeros padres.
"Y por consiguiente, habrá que buscar otro camino, diciendo que todos los hombres que nacen de Adán pueden considerarse como un único hombre, en cuanto convienen en la naturaleza que reciben del primer hombre, al modo que en el derecho civil todos los que son de una comunidad se consideran como un cuerpo, y la comunidad entera como un hombre. Dice también Porfirio que, muchos hombres, por participación de la misma especie, son un solo hombre. Así pues, la multitud de hombres procedentes de Adán son como muchos miembros de un solo cuerpo. Mas el acto de un miembro corporal, v. gr., la mano, no es voluntario por la voluntad de la mano misma, sino por la voluntad del alma, que es la primera en mover los miembros. Por donde el homicidio que comete la mano, no se le imputaría a la mano como pecado si se considerara la mano en sí misma, en cuanto separada del cuerpo; sino que se le imputa en cuanto es parte del hombre, movida por el primer principio motor del hombre. Así, pues, el desorden que hay en este hombre nacido de Adán no es voluntario con la voluntad del mismo, sino con la del primer padre, que con la moción de la generación mueve a todos los que proceden de él por su origen, como la voluntad del alma mueve al acto a todos los miembros. De ahí que el pecado así derivado del primer padre a todos sus descendientes se llame original, como el pecado que se deriva del alma a los miembros del cuerpo se llama actual. Y así como el pecado actual, cometido por algún miembro, no es pecado de aquel miembro a no ser en cuanto dicho miembro es algo del mismo hombre, por lo que se llama pecado humano; así el pecado original no es un pecado de esta persona, a no ser en cuanto esta persona recibe la naturaleza del primer padre. Por donde también se llama pecado de la naturaleza, según aquello de Ef 2,3: Eramos por naturaleza hijos de ira."
"Se dice que el hijo no llevará el pecado del padre, porque no se le castiga por dicho pecado a no ser que sea partícipe de la culpa. Y así ocurre en nuestro caso: pues el hijo hereda la culpa del padre por generación; como (puede heredar) el pecado actual por imitación.
2. Aunque el alma no sea transmitida (por generación), ya que la virtualidad del semen no puede producir un alma racional, sin embargo, (el semen) coopera dispositivamente a la misma. De ahí que, por la virtualidad del semen, se transmita la naturaleza humana del padre al hijo y, simultáneamente con la naturaleza, la infección de la misma; puesto que el que nace se hace partícipe de la culpa del primer padre por recibir de él su naturaleza por una cierta moción, que es la generación. (I-IIae - Cuestión 81, a. 1)
"Según la fe católica, ha de mantenerse firmemente que todos los hombres, procedentes de Adán, con la sola excepción de Cristo, contraen por él (Adán) el pecado original; en otro caso no todos necesitarían de la redención, que nos viene por Cristo, lo cual es falso. La razón se puede inferir de lo que dijimos anteriormente: que la culpa original se transmite a los descendientes por el pecado del primer padre, así como por la voluntad del alma, mediante la moción de los miembros, se transmite el pecado actual a los miembros del cuerpo. Pues es evidente que el pecado actual se puede transmitir a todos los miembros que tienen la aptitud natural de ser movidos por la voluntad. Por consiguiente, también la culpa original se transmite a todos aquellos que reciben la moción de Adán por la generación." (I-IIae - Cuestión 81, a. 1).
Si mi conclusión es errada, por favor corrijanme.
Cuán diferente es la postura cristiana del hombre primitivo de teorías que pretenden hacernos proceder del mono. Y me pasé 25 años sin conocer a este hombre primitivo. No lo oí, nunca escuché hablar de él.
Gracias a la Gracia Increada y a su causa secundaria, el Dr. Eudaldo.
Por favor, simplemente pediría que especificaran materia y forma. Aunque tengo más o menos nociones una vez escuche que la forma del cuerpo es el alma. Obviamente, no se refiere al término geométrico de forma.
Que Dios Bendiga sus caminos al igual que al Padre.
Dejar un comentario