XXVIII. Predestinación, reprobación y salvación
Muerte, postrimerías e indiferentismo
Podría considerarse indiscutible que, en nuestros días, no son muchas las personas que se plantean en serio el gran problema de la salvación eterna. Escribía Jaime Balmes, en un artículo titulado El indiferentismo, hace más de siglo y medio, que, por una parte: «Dios, el hombre, la eternidad son cosas de que no podemos desentendernos sin rayar en la demencia, sin negarnos a nosotros mismos, sin abdicar nuestra inclinación vehemente, irresistible, que nos fuerza a vivir ansiosos de nuestra propia suerte, que nos impele a investigar lo que somos, de dónde salimos y adónde vamos»[1].
Por otra, que: «Es indudable que dentro un número muy reducido de años no viviremos aquí; para nosotros estarán ya resueltos prácticamente los formidables problemas de nuestro destino; o la nada o el fallo de un supremo juez».
Sin embargo, nota seguidamente el pensador español que: «Verdad tan pavorosa como cierta, como indeclinable; en vano nos esforzarnos en olvidarla, en vano nos substraemos a su memoria, en vano intentamos atenuar con fútiles reflexiones todo lo que encierra de terrible, de espantoso; no hay medio: o la nada o el fallo de un supremo Juez. Cavílese cuanto se quiera; imagínense subterfugios, la verdad está ahí; no hay camino para eludirla; supuesto que existimos, nos es forzoso someternos a esta necesidad. Vendrá el día en que nuestro cuerpo se disolverá, vendrá un momento en que se dirá: “Ya expiró”, y entonces, en aquel instante mismo, se realizará para nosotros uno de los extremos de la formidable alternativa (…) Espanto causa el fijar la consideración sobre aquel formidable trance; los cabellos se erizan, la sangre se hiela en el corazón. ¿Y no es esto lo que acontece a muchos indiferentes al mirar cercano el momento fatal?»[2].
No es posible quedar indiferente ante el problema de la muerte y la eternidad. «El indiferentismo aplicado a la conducta es insensato, pero erigido en sistema es absurdo; porque si es el colmo de la insensatez el marchar con los ojos vendados hacia un porvenir que no se conoce, es el mayor de los absurdos el sustentar que semejante proceder sea razonable»[3].
Poco tiempo después, escribía Balmes en El criterio, sobre el «insensato discurrir de los indiferentes» a estas cuestiones: «La vida es breve, la muerte cierta; de aquí a pocos años el hombre que disfruta de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá por experiencia lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los destinos de la otra vida. Si no creo, mi incredulidad, mis dudas, mis invectivas, mis sátiras, mi indiferencia, mi orgullo insensato no destruyen la realidad de los hechos; si existe otro mundo donde se reservan premios al bueno y castigos al malo, no dejará ciertamente de existir porque a mí me plazca el negarlo, y, además, esta caprichosa negativa no mejorará el destino que, según las leyes eternas, me haya de caber».
Si no quiero ser como «el más insensato de los hombres» hay que pensar en ello, porque: «Cuando suene la última hora será preciso morir y encontrarme con la nada o con la eternidad. Este negocio es exclusivamente mío, tan mío como si yo existiera solo en el mundo; nadie morirá por mí, nadie se pondrá en mi lugar en la otra vida privándome del bien o librándome del mal»
La actitud del indiferente, por ser un «insensato», se puede comparar a la siguiente situación: «Un viajero encuentra en su camino un río caudaloso; le es preciso atravesarle, ignora si hay algún peligro en este o aquel vado, y está oyendo que muchos que se hallan como él a la orilla ponderan la profundidad del agua en determinados lugares y la imposibilidad de salvarse el temerario que a tantearlos se atreviese. El insensato dice: “¿Qué me importan a mí esas cuestiones?”, y se arroja al río sin mirar por donde»»[4]. Así se comporta el indiferente ante la gran cuestión de la vida.
Importancia de la salvación
San Alfonso María de Ligorio, en su conocida obra Preparación para la muerte, que en ningún sentido ha perdido actualidad, expone la importancia del problema de la salvación para los que no son indiferentes al mismo teóricamente, pero si en la práctica, porque parecen olvidarlo. «El negocio de la eterna salvación es, sin duda, para nosotros el más importante, y, con todo, es el que más a menudo olvidan los cristianos. No hay diligencia que no se practique ni tiempo que no se aproveche para obtener algún cargo, o ganar un pleito, o concertar un matrimonio… ¡Cuántos consejos, cuántas precauciones se toman! ¡No se come, no se duerme!…Y para alcanzar la salvación eterna, ¿qué se hace y cómo se vive?».
Se lamenta que, ya en su tiempo: «Nada suele hacerse; antes bien, todo lo que se hace es para perderla, y la mayoría de los cristianos viven como si la muerte, el juicio, el infierno, la gloria y la eternidad no fuesen verdades de fe, sino fabulosas invenciones poéticas. ¡Cuánta aflicción si se pierde un pleito o se estropea la cosecha, y cuánto cuidado para reparar el daño!… Si se extravía un caballo o un perro doméstico, ¡qué de afanes para encontrarlos! Pero muchos pierden la gracia de Dios, y, sin embargo, ¡duermen, se ríen y huelgan!».
Sobre este grave olvido comenta seguidamente: «¡Rara cosa, por cierto! No hay quien se avergüence de que le llamen negligente en los asuntos del mundo, y a nadie, por lo común, causa rubor el olvidar el gran negocio de la salvación, que más que todo importa. Llaman ellos mismos sabios a los Santos porque atendieron exclusivamente a salvarse, y ellos atienden a todas las cosas de la tierra, y nada a sus almas. Más vosotros
dice San Pablo–, vosotros, hermanos míos, pensad sólo en el magno asunto de vuestra salvación, que es el de más alta importancia (Cf. 1Tes 4, 10). Persuadámonos, pues, de que la salud y felicidad eterna es para nosotros el negocio más importante, el negocio único, el negocio irreparablesi nos engañamos en él. Es, sin disputa, el negocio más importante. Porque es el de mayor consecuencia, puesto que se trata del alma, y perdiéndose el alma, todo se pierde. “Debemos estimar el alma –dice San Juan Crisóstomo– como el más precioso de todos los bienes” (In epist. I ad Cor., homilia III, n. 5)»[5].
Para confirmarlo, añade: «Bástenos saber que Dios entregó a su propio Hijo a la muerte para salvar nuestras almas (Cf. Jn 3, 16). El Verbo Eterno no vaciló en comprarlas con su propia Sangre (Cf. 1Co. 6, 20). De tal suerte, dice un Santo Padre, que “no parece sino que el hombre vale tanto cuanto vale Dios. Por eso dice Nuestro Señor Jesucristo (Mt 16, 26): ¿Qué cosa podrá dar a cambio por su alma? (Ps Agustín, Liber de diligendo Deo, c. VI)”. Si el alma, pues, vale tan alto precio, ¿por cuál bien del mundo podrá cambiarla el hombre perdiéndola? Razón tenía San Felipe Neri al llamar loco al hombre que no atiende a salvar su alma».
La insensatez del olvido de la salvación del alma se patentiza con el siguiente ejemplo: «Si hubiese en la tierra hombres mortales y hombres inmortales, y aquéllos viesen que los segundos se aplicaban afanosamente a las cosas del mundo, buscando honores, riquezas y placeres terrenales, sin duda les dirían: “¡Cuán locos sois! Pudierais adquirir bienes eternos, y no pensáis más que en esas cosas míseras y deleznables, y por ellas os condenaréis a dolor perdurable en la otra vida!… ¡Dejadlas, pues, que en esos bienes sólo deben pensar los desventurados que, como nosotros, saben que todo se les acaba con la muerte!…” ¡Pero no es así, que todos somos inmortales!…¿Cómo habrá, por tanto, quien por los miserables placeres de la tierra pierda su alma?… ¿Cómo puede ser –dice Salviano– que los cristianos crean en el juicio, en el infierno y en la eternidad y vivan sin temor?»[6].
La importancia de la salvación es primordial y singular. «La eterna salvación, no sólo es el más importante, sino el único negocio que tenemos en esta vida(Cf. Lc 10, 42). San Bernardo lamenta la ceguedad de los cristianos que, calificando de juegos pueriles a ciertos pasatiempos de la niñez, llaman negocios a asuntos mundanos (Cf. S. Bernardo, De consideratione, l. III, c. I). Mayores locuras son las necias puerilidades de los hombres. “¿Qué aprovecha al hombre –dice el Señor (Mt 16, 26)– si ganare todo el mundo y perdiere su alma?”. Si tú te salvas, hermano mío, nada importa que en el mundo hayas sido pobre, afligido y despreciado. Salvándote se acabarán los males y serás dichoso por toda la eternidad. Mas si te engañas y te condenas, ¿de qué te servirá en el infierno haber disfrutado de cuantos placeres hay en la tierra, y haber sido rico y respetado? Perdida el alma, todo se pierde: honores, divertimentos y riquezas»[7].
Pasa a continuación a recordar que tendrá que rendir cuentas del olvido de su alma ante el tribunal divino. «¿Qué responderás a Jesucristo en el día del juicio? Si un rey enviase a una gran ciudad un embajador para tratar de algún gran negocio, y ese enviado, en vez de dedicarse allí al asunto de que ha sido encargado, sólo pensara en banquetes, comedias y espectáculos, y por ello la negociación fracasara, ¿qué cuenta podría dar luego al rey? Pues,¡oh Dios mío!, ¿qué cuenta habrá de dar al Señor en el día del juicio quien puesto en este mundo, no para divertirse, ni enriquecerse, ni alcanzar honras, sino para salvar el alma, a todo, menos a su alma, hubiere atendido?»
Se descuida el pensar en este juicio, porque: «Sólo en lo presente piensan los mundanos, no en lo futuro. Hablando en Roma una vez San Felipe Neri con un joven de talento, llamado Francisco Nazzera, le dijo así: “Tú, hijo mío, tendrás brillante fortuna: serás buen abogado; prelado después; luego, quizá Cardenal, y tal vez Pontífice; pero ¿y después?, ¿y después?” “Vamos –díjole al fin–, piensa en estas últimas palabras”. Fuese Francisco a casa, y meditando en aquellas palabras: “¿y después?”, “¿y después?”, abandonó los negocios terrenos, apartóse del mundo y entró en la misma Congregación de San Felipe Neri, para no ocuparse más que en servir a Dios. Tal es el único negocio, porque sólo un alma tenemos»[8].
Expone a continuación otra anécdota histórica. «Requirió cierto príncipe a Benedicto XII para que le concediese una gracia que no podía, sin pecado, ser otorgada. Y el Papa respondió al embajador: “Decid a vuestro príncipe que si yo tuviese dos almas, podría perder una por él y reservarme la otra para mí; pero como no tengo más que una, no quiero perderla”. San Francisco Javier decía que no hay en el mundo más que un solo bien y un solo mal. El único bien, salvarse; condenarse, el único mal. La misma verdad exponía a sus monjas Santa Teresa, diciéndolas: “Hermanas mías, hay un alma y una eternidad”; esto es: hay unalma, y perdida ésta, todo se pierde; hay una eternidad, y el alma una vez perdida, para siempre lo está”. Por eso rogaba David a Dios, y decía (Sal. 26, 4): “Una sola cosa, Señor, os pido”: salvad mi alma y nada más quiero»[9].
Concluye con la siguiente cita y comentario: «“Con temor y con temblor obrad vuestra salvación” (Fil. 2, 12). Quien no tiembla ni teme perderse, no se salvará. De suerte que, para salvarse, menester es trabajar y hacerse violencia (Mt 11, 12). Para alcanzar la salvación, preciso es que, en la hora de la muerte, aparezca nuestra vida semejante a la de Nuestro Señor Jesucristo (Rm 8, 29). Y para ello debemos esforzarnos en huir de las ocasiones de pecar, y además valernos de los medios necesarios para obtener la salvación. “No se dará el reino a los vagabundos –dice San Bernardo–, sino a los que hubieren dignamente trabajado en el servicio de Dios” (Ps. Bernardo, Liber de modo bene vivendi, n. 121). Todos querrían salvarse sin trabajo alguno. “El demonio –dice San Agustín- trabaja sin reposo para perdernos” (San Agustín., Enarrat. in Ps. LXV, n. 24) ¿Y tú, tratándose de tu bien o de tu mal perdurable, tanto te descuidas?»[10].
Vasos de ira y vasos de misericordia
La salvación eterna depende de la divina predestinación. Los que no se salvan han sido reprobados o excluidos por Dios de la salvación eterna por morir en pecado grave o mortal, que Dios ha permitido, y por esta culpa se merece el castigo de la condenación. Ciertamente Dios podría impedir la obstinación del pecador en sus pecados.
Sobre la razón por la que elige concretamente a unos y no a otros, es un misterio, del que no se puede decir nada más. Santo Tomás declara, por ello, que, para el hombre, la única respuesta que puede dar es que la elección de la predestinación está en la voluntad de Dios. En la Epístola a los romanos, después de afirmar San Pablo que no hay injusticia en Dios en la predestinación de unos y reprobación de otros, y expresar la objeción de la queja ante esta libre decisión de Dios, rechaza esta última como absurda, al decir. «¡Oh hombre¡ ¿Quién eres tú para altercar con Dios? ¿Acaso el vaso de barro dirá al que lo modeló: “por qué me hiciste así?».
La respuesta a la solución no es con una doctrina, sino con una recusación de la misma objeción. Sobre ella, escribe Santo Tomás, en su Comentario a la Espístola a los romanos: ««En lo cual se da a entender que el hombre no debe escrutar la razón de los juicios divinos con el deseo de comprender las cosas que excedan a la razón humana. “No busques cosas más altas que tú, no escudriñes cosas que exceden tus fuerzas” (Eccli 3, 32)»[11]
Añade San Pablo la comparación del alfarero y del barro, que sirve para recordar que Dios dispone libremente de sus dones como quiere. Se pregunta: «¿O no tiene potestad el alfarero para hacer de la misma masa un vaso para usos nobles y otro para usos viles?»[12].
Santo Tomás, en el mismo lugar, comenta: «Si un artesano hace de humilde material un vaso bello y propio para nobles usos, totalmente se debe atribuir esto a la bondad del artesano, por ejemplo, si de barro hace bandejas y jarros propios de una noble mesa. Más si de humilde material, por ejemplo de barro, hace un vaso propio para los más humildes usos, por ejemplo de cocina o de empleos semejantes, no podría el vaso lamentarse si tuviere entendimiento. Porque podría lamentarse si de un material precioso preexistente al trabajo del artesano, por ejemplo, de oro o de piedras preciosas, hiciera un vaso destinado a usos viles».
El primer término de la comparación se adapta muy bien al hombre en su relación con Dios, su creador, porque: «la humana naturaleza está hecha de humilde material, como se dice: “Formó, pues, el Señor Dios al hombre del barro de la tierra”, pero mayor vileza tiene por la corrupción del pecado que por un solo hombre entró en este mundo. Por lo cual con razón se compara al hombre con el barro en Job (30, 19): “Soy reputado como lodo, y asemejado al polvo y a la ceniza”. Por lo cual cualquier bien que tenga el hombre se le debe atribuir a la divina bondad como a principal agente»[13].
Cita seguidamente este pasaje del profeta Isaías: «Ahora, Señor, nuestro padre eres tu y nosotros el barro; tu nuestro hacedor, todos nosotros obras de tus manos»[14]. Y concluye, por una parte: «Así es que si no eleva Dios a un hombre a lo mejor sino que dejándolo en su flaqueza lo escoge para el ínfimo destino, no le infiere ninguna injusticia de modo que pueda quejarse de Dios».
Por otra, que: «El vaso de barro no puede decirle al alfarero “¿Por qué me has hecho así?” Porque el alfarero tiene libre facultad de hacer con el barro cualquier obra que le plazca (…) Y de manera semejante, Dios tiene libre facultad de hacer de la misma materia corrompida del género humano, como de vil barro, sin hacerle injusticia a nadie, a unos hombres dispuestos para la gloria y a otros abandonados para la miseria»[15].
El pasaje de San Pablo dedicado a la justicia y a la misericordia de Dios, termina con los siguientes versículos «Pues bien, si Dios queriendo mostrar su ira y hacer manifiesto su poder, sufrió con mucha paciencia los vasos de ira dispuestos para la perdición, a fin de mostrar las riquezas de su gloria sobre los vasos de misericordia que preparó para gloria, que somos nosotros, a quienes llamó no sólo de los judíos, sino también de los gentiles…»[16].
Explica Santo Tomás que la expresión «queriendo mostrar su ira» significa queriendo mostrar: «la justicia vindicativa», porque: «no se habla de la ira en Dios según la agitación o emoción del afecto sino conforme al cumplimiento de la vindicta (castigo justo)».
La frase que sigue «hacer manifiesto su poder» se agrega, porque, nota el Aquinate que: «contra los malos Dios no sólo de la ira usa, esto es del castigo, castigando a los a El sujetos, sino también de su poder sujetándolo todo a Sí mismo. “En virtud del poder con que también puede sujetar a sí todas las cosas” (Filip 3, 21). “Y vieron a los egipcios muertos a la orilla del mar y la mano poderosa que el Señor había descargado contra ellos” (Ex 14, 31)».
Se sigue de todo ello que: «El destino de los malos para el cual echa Dios mano sobre ellos es la ira, o sea, la pena. Y por eso los llama vasos de ira, o sea, instrumentos de la justicia, que Dios utiliza para mostrar su ira, esto es, la justicia vindicativa “Eramos por naturaleza hijos de ira” (Ef 2, 3)»[17].
Precisa que, sin embargo: «la acción que Dios ejerce respecto de ellos no es para disponerlos al mal, porque ellos mismos de suyo están dispuestos para el mal por la corrupción del primer pecado. Por lo cual dice San Pablo “vasos dispuestos para la perdición”, esto es, que en sí mismos tienen disposición para el eterno castigo. “Viendo, pues, Dios que era grande la malicia de los hombres en la tierra, y que todos los pensamientos de su corazón se dirigían al mal continuamente” (Gen 6, 5), esto, es que en sí mismos tienen disposición para el eterno castigo»[18].
Añade Santo Tomás que: «Lo único que Dios hizo respecto a ellos fue permitirles hacer cuanto quisieran. Por lo cual claramente dice San Pablo “sufrió”. Y esta su paciencia demuestra que no descarga su castigo al instante. Por lo cual agrega: “con mucha paciencia”. “El Altísimo aunque paciente, da lo merecido” (Eccli 5, 4)».
En cuanto a la predestinación, de la que se ocupa San Pablo en el versículo siguiente, advierte Santo Tomás que indica primero su finalidad al decir “a fin de mostrar las riquezas de su gloria”, «porque el fin de la elección de los buenos y de tenerles misericordia es manifestar en ellos la abundancia de su bondad, apartándolos del mal y atrayéndolos a la rectitud y conduciéndolos finalmente a la gloria».
También nota el Aquinate que: «A los buenos les llama vasos de misericordia porque de ellos echa mano Dios como de instrumentos para manifestar su misericordia», porque: «Dios no sólo los sostiene como si de suyo fueran aptos para el bien sino que los prepara y dispone llamándolos a la gloria»[19].
Las cuestiones sobre el número de los que se salvan
Nadie puede tener certeza completa, infalible y absoluta que obtendrá de Dios el don de la perseverancia final y con ella la salvación. Es una verdad que pertenece a la fe. Así fue definida en el Concilio de Trento: ««Nadie tampoco, mientras exista en esta vida mortal, debe juzgar sobre el profundo misterio de la predestinación divina de manera tal, que crea con certeza ser él, seguramente, del número de los predestinados; como si fuese verdad que el justo, o no puede pecar más, o si pecare deba prometerse el arrepentimiento seguro, porque sin especial revelación no se puede saber lo que Dios ha elegido para sí»[20].
La explicación teológica, tal como expone Royo Marín, es la siguiente: «La predestinación es completamente gratuita y depende en absoluto del libre beneplácito de Dios, que nadie puede conocer si el mismo Dios no se lo revela»[21]. Nota Santo Tomás que no sería beneficioso tal conocimiento, porque: «Aunque por privilegio especial sea revelada a alguien su predestinación, no es, sin embargo, conveniente que se revele a todos, porque en tal caso los no predestinados se desesperarían, y la seguridad engendraría negligencia en los predestinados»[22].
Indica el tomista Francisco Muñiz, al referir esta cuestión que: «Hay, sin embargo, varias y diversas señales por las cuales el hombre puede conjeturar, con más o menos probabilidad, que está incluido en el número de los elegidos para la vida eterna. Los teólogos suelen señalar las siguientes: 1) llevar con paciencia y resignación las penalidades y trabajos de esta vida; 2) gustar de oír la palabra de Dios; 3) amar a los enemigos; 4) ser humilde; 5) agradecer sinceramente los beneficios recibidos de la gracia; 6) tener una firme esperanza de la vida eterna, fundada en la infinita misericordia del Señor; 7) profesar especial devoción a la Virgen Santísima»[23]. Cuantas más se reúnan, más seguridad moral proporcional, y el poseerlas todas la dan plena. Hay que orar, por tanto, para recibirlas.
En cuanto al problema del «número de los elegidos» y más concretamente si el número de los elegidos será mayor o menor que el de los réprobos, Santo Tomás dice lo siguiente: «Respecto a cual sea el número de los hombres predestinados dicen unos que se salvaran tantos cuantos fueron los ángeles que cayeron; otros tantos como ángeles perseveraron, y otros, en fin, que se salvarán tantos hombres cuantos ángeles cayeron, y, además, tantos cuantos sean los ángeles creados. Pero lo mejor es decir que “sólo de Dios es conocido el número de los elegidos que han de ser colocados en la felicidad suprema” (Missa pro Vivis et Defunctis de S. Agustín)»[24].
Santo Tomás no da ninguna respuesta, porque no parece que puede darse con alguna seguridad. Sin embargo, en la misma cuestión que contesta de este modo sobre el número de los predestinados, en una respuesta a una objeción a que no está predestinado por Dios el número de los que se salvarán, parece dar una respuesta «rigorista» o que sean más los que se condenan. Argumenta: «El bien proporcionado al estado común de la naturaleza se halla en los más y la falta de este bien, en los menos». En cambio: «El bien que sobrepasa al estado común de la naturaleza se halla en los menos, y su falta, en los más». Así, por ejemplo: «Vemos que son los más los hombres dotados de inteligencia suficiente para el manejo de su vida, y que los que carecen de ella, llamados tontos o idiotas, son muchos menos; pero los que alcanzan a tener un conocimiento profundo de las cosas inteligibles son en proporción poquísimos»[25].
Esta regla está apuntada en la objeción al afirmarse que: «en las obras de la naturaleza lo más frecuente es el bien, y el defecto y el mal son la excepción», y desde la que se infiere que «serán más los que se salvan que los que se condenan»[26]. Sin embargo, se considera que esta conclusión es «contraria» al pasaje evangélico, en el que se dice que: «Ancho y espacioso es el camino que conduce a la perdición y son muchos los que entran por él; estrecha es la puerta y angosta la senda que conduce a la vida y son pocos los que la hallan»[27]. De esta oposición se concluye: «Luego no está predestinado por Dios el número de los que se han de salvar»[28].
Santo Tomás sin entrar en la interpretación rigorista del texto evangélico, simplemente acepta la regla y su aplicación sobrenatural y así queda afirmada su tesis de que el «el número de los predestinados es cierto» y «no sólo formal, sino también materialmente»[29]. Este es el sentido de las palabras, con las que continúa su respuesta: «Como la bienaventuranza eterna, que consiste en la visión de Dios, está por encima del estado común de la naturaleza, y sobre todo en cuanto está privada de la gracia por la corrupción del pecado original, los que se salvan son los menos»[30]. Santo Tomás, como indica en el cuerpo de este artículo no quiere tratar la cuestión de sí son muchos o pocos los que se salvan.
La esperanza
El misterio de la predestinación y de la reprobación, tal como se ha expuesto, aunque es algo que parece pavoroso, no lleva al hombre a la desesperanza. Bossuet, expresando la doctrina de Santo Tomás, trató esta tremenda cuestión, al ocuparse de la oración de Jesucristo, Redentor universal de la humanidad.
Después de referirse al pasaje evangélico de la resurrección de Lázaro[31], se ocupa sobre los efectos de la oración de Cristo, y escribe: «Cualquier cosa que quisiera pedir a Dios, aunque fuese la resurrección de un muerto de cuatro días, ya entrado en putrefacción, Jesús está completamente seguro de obtenerlo. Y para demostrar la eficacia de su oración, él empieza dando gracias de haber sido escuchado»[32].
También recuerda que cuando San Pedro quiso defenderlo frente a los que fueron a prenderle en el huerto de los Olivos, El mismo dijo que hubiera podido contar con doce legiones de ángeles, si lo hubiera pedido[33], ya que «su padre habría hecho lo que Él hubiera querido, Él es siempre escuchado sea lo que fuere lo que pide»[34].
Con su estilo oratorio se pregunta Bossuet: «¿Creeremos nosotros que él sea menos poderoso y menos escuchado cuando pide a su Padre lo que depende de nuestro libre albedrío? Él no lo pediría si no supiese que esto también está en poder de su Padre y que no le será rehusado, como cualquiera otra cosa. Y es que por esto que cuando dice: “Simón, Simón, yo he rogado por ti a fin de que tu fe no desfallezca” (Lc 22, 31-32), nadie puede dudar que su oración haya tenido su efecto a su tiempo»[35].
Añade el escritor francés que puede concluirse: «Todos aquellos por quienes Él ha pedido tales efectos, los obtendrán; ellos tendrán, digo yo, la fe, la perseverancia en el bien y la completa liberación del mal, si Jesucristo lo pide para ellos».
Incluso puede decirse que: «Si Él hubiera rogado de otra manera por el mundo, por el que dice Él que no ruega, el mundo ya no sería más mundo, sino que se santificaría. Todos aquellos, pues, por quienes Él ha dicho: “santificadlos en verdad” serán realmente santificados. Y no podemos negar la bondad conmovedora de su corazón para todos los hombres, ni los medios que les ha preparado para su salvación eterna, en su providencia general. “Pues no quiere que persona alguna perezca y aguarda a todos los pecadores a penitencia” (2 P, 3, 9)».
Debe tenerse también en cuenta su providencia especial. «Pero, por grande que sea la mirada que él tiene puesta sobre todo el mundo, él tiene una particular mirada de preferencia sobre un número, que le es conocido. Todos los que el mira de esta manera lloran sus pecados y, a su tiempo, se convierten. Y es por esto que, cuando el puso su mirada sobre San Pedro, mirada de tanta ternura y favor, él se deshizo en lágrimas. Y esto fue el efecto de la plegaria que Jesucristo había dicho por la estabilidad de su fe. Pues era preciso, en primer lugar, reavivarla, y a su tiempo reforzarla para que durara hasta el fin»[36].
Es lo que ocurre con los predestinados. «Lo mismo podemos decir que aquellos que su Padre le ha dado de manera especial, pues es de ellos que dice: “Todo lo que mi Padre me ha dado viene a mí; y yo no rehúso al que viene; porque yo he venido al mundo no para hacer mi voluntad, sino para hacer la voluntad de mi Padre; y la voluntad de mi Padre es que yo no pierda ninguno de los que me ha dado, sino que yo los resucite en el último día” (Cf. Jn 6, 37-40)»[37].
Si esta es la situación del hombre ante la predestinación divina, se imponen estas preguntas: «¿Y por qué será que hayamos de entrar en estas sublimes verdades? ¿Será para turbarnos, para alarmarnos, para entregarnos al desespero y para agitarnos en nosotros mismos, diciéndonos, seré yo de los elegidos o no lo seré?».
La respuesta que se puede dar, siguiendo también a Santo Tomás, es otra. «Lejos de nosotros tan funesto pensamiento, que nos haría penetrar en los secretos juicios de Dios, escudriñar, por así decirlo, en su seno y sondear el abismo profundísimo de sus decretos eternos. El intento de nuestro Salvador es que contemplando esta mirada secreta que Él tiene para aquellos que Él sabe, y que el Padre se los ha dado con especial selección, y reconociendo, al mismo tiempo, que Él los sabe conducir a su salvación eterna por los medios, que no han de faltar, aprendamos, en primer lugar, a suplicarle, y a unirnos a su oración, y a decir con Él: “Líbranos, Señor, de todo mal” (Mt 6, 13): o, como dice la Iglesia: “No permitáis nunca, Señor, que nosotros seamos separados de vos; si nuestra voluntad quiere apartarse, no lo permitáis”. Tenedla de vuestra mano, cambiadla y llevadla a vos».
El abandono a la misericordia
Ante el misterio pavoroso de la predestinación sólo queda la oración confiada. «Esta es, pues, la primera cosa que Jesucristo nos quiere enseñar; pero no es, en manera alguna que nos turbemos, inquiriendo el secreto de la predestinación, sino que roguemos. Y a fin de que lo hagamos como es preciso, hay una segunda cosa que nos quiere enseñar también, y ésta es que nos abandonemos a su bondad».
Este abandono no lleva a la seguridad o a la desesperación, que engendran ambas la negligencia. Con palabras de Bossuet: «Tal abandono no implica pero no que no sea preciso trabajar, o que sea permitido abandonarnos, contra la voluntad de Dios, a la presunción o a pensamientos temerarios; pero sí es preciso que, obrando con toda la fuerza de nuestro corazón, sobre todo nos abandonemos a Dios sólo, por el tiempo y para la eternidad»[38].
El mismo Bossuet expresa este abandono confiado en Dios en esta oración, que añade seguidamente: «¡Salvador mío! Yo me abandono a vos; yo os suplico que me miréis con esta mirada especial, como vos lo hacéis, y que no sea yo del número de los desventurados a quien vos odiaréis y ellos os odiarán para siempre. Es cosa horrible sólo pensarlo. Dios mío, libradme de un tan grande mal; yo pongo en vuestras manos mi libertad enferma y vacilante y no quiero tener puesta mi confianza sino en vos»[39].
El misterio de la predestinación no da motivos para la inquietud o el miedo si se tiene en cuenta que quien nos salva es Dios. Si la esperanza estuviera en el hombre, que no se dirige bien a sí mismo, sí que habría razón para el temor. Como concluye Bossuet: «El hombre soberbio teme no hacer su salvación incierta si no la tiene en su mano; pero se engaña miserablemente ¿Puedo yo apoyarme sobre mi mismo? ¡Oh Dios mío! Yo sé muy bien que mi voluntad se me escapa con frecuencia, y si vos quisierais hacerme responsable a mí solo de mi suerte, yo rehusaría un poder tan temible para mi flaqueza. Que no se diga, pues, que esta doctrina de gracia y de preferencia ponga las almas buenas en trance de desesperación».
Incluso la confianza en Dios puede entenderse como una señal de predestinación. «Pues qué, ¿será posible estar más seguros si nos apoyamos en nosotros mismos y nos entregamos a nuestra propia inconstancia? En manera alguna, Dios mío, yo no lo quiero así. Yo no puedo tener otra seguridad sino abandonándome a vos. Y yo la encuentro más perfecta todavía, pues que aquellos a quienes vos dais esta confianza de abandonarse de hecho totalmente a vos, reciben, en este dulce instinto de acudir a vos, la mejor señal que pueda haber sobre la tierra de vuestra bondad. Aumentad, pues, en mí este deseo; y haced entrar por este medio, en mi corazón, esta bienaventurada esperanza de hallarme al fin en el número de vuestros escogidos»[40].
Además, en la predestinación no hay una reprobación, como acto positivo de Dios, por la que rechace a un hombre de modo anterior a sus pecados, excluyéndolo de la bienaventuranza como si no le otorgará un beneficio, que por lo demás no es a nadie debido. Lo reprueba sólo cuando el hombre pecador no quiere volver a Dios y se obstina en su pecado. Sin embargo, la reprobación entonces es negativa, en cuanto que su acto es el de permitir que haya hombres que pequen voluntaria y libremente y reciban, por consiguiente su justo castigo.
La predestinación a la gloria, por ser enteramente gratuita y misericordiosa, la hace Dios antes de prever los méritos de los que se salvarán. En cambio, la reprobación divina o exclusión negativa de Dios es después de previstos los pecados de los condenados.
Dios podría excluir del beneficio de la gloria a los hombres, porque se trata e un don totalmente gratuito y no debido a nadie. Sin embargo, ha revelado que quiere la salvación universal, «quiere que todos los hombre se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»[41]. La voluntad salvífica universal excluye, por ello, la exclusión positiva de ningún hombre.
La reprobación positiva ha sido rechazada por el magisterio de la Iglesia. Así, por ejemplo, en el concilio de Quiesrsy se declaró: «Dios omnipotente creó recto al hombre, sin pecado, con libre albedrío y lo puso en el paraíso, y quiso que permaneciera en la santidad de la justicia. El hombre, usando mal de su libre albedrío, pecó y cayó, y se convirtió en “masa de perdición” de todo el género humano. Pero Dios, bueno y justo, eligió, según su presciencia, de la misma masa de perdición a los que por su gracia predestinó a la vida (Rom 8, 29 ss; Eph 1, 11) y predestinó para ellos la vida eterna; a los demás, empero, que por juicio de justicia dejó en la masa de perdición, supo por su presciencia que habían de perecer, pero no los predestinó a que perecieran; pero, por ser justo, les predestinó una pena eterna. Y por eso decimos que sólo hay una predestinación de Dios, que pertenece o al don de la gracia o a la retribución de la justicia»[42].
San Agustín había dado una explicación de la predestinación positiva a la gracia y a la gloria y de la reprobación negativa al castigo del pecado. En su polémica con el pelagiano Juliano de Eclana, pregunta: «¿Por qué Isaac habría sido borrado de su pueblo sí no hubiese sido circuncidado al octavo día de su nacimiento y no hubiese recibido el signo del bautismo de Cristo? (…) Isaac, nacido en perfecta inocencia, no era culpable de ningún pecado personal aunque hubiera nacido de padres adúlteros ¿Qué culpa tenía, pues, para ser borrado de su pueblo si no fuera circuncidado al octavo día?»[43].
Isaac no tenía pecados personales, pero si el pecado en su naturaleza humana, «¿No ves, en fin, que el precepto dado por Dios al primer hombre era de posible y fácil cumplimiento; y que fue por esta violación y desprecio de este mandato de un solo hombre, como en masa común de origen, por lo que arrastró con su pecado a todo el género humano, y de ahí viene el “duro yugo que pesa sobre los hijos de Adán desde el día en que salen del vientre de su madre, hasta el día de su entierro en la madre de todos” (Eccli 40, 1). Y como de esta generación maldita de Adán nadie se ve libre si no renace en Cristo, por eso Isaac habría perecido de no recibir el signo de esta regeneración; y con plena justicia, pues, habría salido de esta vida, en la que entró condenado por su nacimiento carnal, sin el signo de la regeneración».
El relato bíblico del precepto de la circuncisión le permite concluir: «Dios es bueno y justo; puede salvar a algunos porque es bueno, sin que lo hayan merecido; pero a nadie puede condenar sin motivo, porque es justo»[44].
No hay semejanza entre la predestinación y la reprobación. La predestinación es la causa de la salvación con la gracia y después de la bienaventuranza de los predestinados. En cambio, la reprobación no causa la perdición o condenación de los réprobos, porque no es la causante de su culpa. Únicamente es la causante del castigo, que sigue a su elección por el mal. De manera que: «La reprobación, en cuanto causa, no obra lo mismo que la predestinación. La predestinación es causa de lo que los predestinados esperan en la vida futura, o sea de la gloria, y de lo que reciben en la presente, que es la gracia. Pero la reprobación no es causa de lo que tienen en la vida presente, que es la culpa, y, en cambio, es causa de lo que se aplicará en lo futuro, esto es, del castigo eterno. Pero la culpa proviene del libre albedrío del que es reprobado y abandonado por la gracia, y, por tanto, se cumplen las palabras del profeta: “De ti, Israel, viene tu perdición” (Os 13, 9)»[45].
Dios a unos predestina antes de prever los méritos de estos predestinados y a los otros antes de prever sus deméritos o pecados nos lo condena, sino que únicamente antes de su previsión los permite. Sin embargo, esta permisión no es una condenación por los pecados, de los que todavía puede el pecador arrepentirse. La condenación viene después de la previsión y como castigo a su obstinación en los mismos.
Eudaldo Forment
[1] JAIME BALMES, El indiferentismo, en Obras completas, Madrid, BAC, 1949, 8 vols., vol. V, pp. 131-139, p. 132.
[2] Ibíd., p. 133.
[3] Ibíd., p. 134.
[4] IDEM, El Criterio, en Obras completas, op. cit., vol. III, pp. 537-755, p. 689.
[5] S. Alfonso Maria de Liguori, Apparecchio alla Morte cioè Considerazioni sulle Massime Eterne, testo critico, Introduzione e note a cura di Oreste Gregorio CSSR, Roma, Edizioni di storia e letteratura, 1965, Considerazione XII, punto I, pp.11-112.
[6] Ibid., Considerazione XII, Punto I, p. 112.
[7] Ibid., Considerazione XII, Punto II, pp. 113-114.
[8] Ibid., Considerazione XII, Punto II, p. 114.
[9] Ibid., Considerazione XII, Punto II, p. 114-115.
[10] Ibid., Considerazione XII, Punto II, p. 115.
[11] SANTO TOMÁS, Comentario a la Espistola a los romanos, c. 9, lect. 4.
[12] Rm 9, 21.
[13] SANTO TOMÁS, Comentario a la Espistola a los romanos, c. 9, lect. 4.
[14] Is 64, 8.
[15] SANTO TOMÁS, Comentario a la Espistola a los romanos, c. 9, lect. 4.
[16] Rm 9, 22-24.
[17] SANTO TOMÁS, Comentario a la Espistola a los romanos, c. 9, lect. 4.
[18] Ibíd. En el versículo del Génesis se dice seguidamente: «en todo tiempo, se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra».
[19] SANTO TOMÁS, Comentario a la Espistola a los romanos, c. 9, lect. 4.
[20] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la justificación, c. XII. «Si alguno dijere que el hombre regenerado y justificado está obligado a creer de fe que él es ciertamente del número de los predestinados, sea excomulgado» (Can. XV). «Si alguno dijese con absoluta e infalible certeza que ha de tener ciertamente hasta el fin el gran don de la perseverancia, sin saberlo por especial revelación, sea excomulgado» (Can. XVI).
[21] ANTONIO ROYO MARÍN, ¿Se salvan todos? Estudio teológico sobre la voluntad salvífica universal de Dios, Madrid, BAC, 1995, p. 69.
[22] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 23, a. 1, ad 4.
[23] F. P. MUÑIZ, Introducción a la cuestión 23, en SANTO TOMÁS, Suma Teológica, , edición bilingüe, Madrid, BAC, 1947, vol. I, pp. 777-792, p. 792.
[24] SANTO TOMÁS, Suma teológica, q. 23, a. 7, in c.
[25] Ibíd., I, q. 23, a. 7, ad 3.
[26] Ibíd., I, q. 23, a. 7, ob. 3.
[27] Mt 7, 13-14.
[28] Ibíd., I, q. 23, a. 7, ob. 3.
[29] Ibíd., I, q. 23, a. 7, in c.
[30] Ibíd., I, q. 23, a. 7, ad 3. Con la mención de la misericordia divina, termina de este modo la respuesta: «Y, sin embargo, en esto se descubre la inmensidad de la misericordia divina, que eleva a algunos a un género de salvación de que muchos se ven privados según el curso ordinario y la inclinación de la naturaleza».
[31] Jn 11, 41-42.
[32] Jacques-Benigne Bossuet, Oeuvres complètes de Bossuet, op. cit., vol. VI, Meditations; La Cène, Seconde partie, pp. 643-678, LXXII, Effet secret de la prière de Notre-Segneur, Jesus-Christ toujours exaucé, predestinations des Saints, p.672.
[33] Mt, 25, 53.
[34] Jacques-Benigne Bossuet, La Cène, Seconde partie, op. cit., p.672.
[35] Ibíd., pp. 672-673.
[36] Ibíd., p. 673.
[37] Ibíd., pp. 673-674.
[38] Ibíd., p. 674.
[39] Ibid., pp. 674-765.
[40] Ibíd., p. 675.
[41] 1 Tm 2, 3-4.
[42] Concilio de Quiersy, cap. 1, Denzinger 316.
[43] San Agustín, Réplica a Juliano, III, 18, 34.
[44] Ibíd., III, 18, 35.
[45] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 23, a. 3, ad 2.
9 comentarios
Es "negativa" si se la distingue de la condenación eterna como pena por el pecado, la cual es la reprobación "positiva".
Así, la reprobación "negativa" es la no elección de algunos para la salvación eterna (Contenson), o la permisión de sus pecados de modo tal que finalmente se condenan (Billuart, Garrigou Lagrange).
La reprobación positiva es la condenación eterna como pena por el pecado.
La reprobación es "antecedente" si se entiende como anterior a la previsión divina de las culpas, y "consecuente" si se entiende como posterior a esa previsión divina de las culpas.
Esta es la terminología que usan los teólogos al tratar estas cuestiones.
Sobre esta base, la herejía calvinista es la "reprobación positiva antecedente": es decir, que Dios condene a alguien al infierno antes de la previsión de las culpas. Eso es lo que está rechazado por los Concilios de Quierzy y Trento.
En cambio, la reprobación positiva consecuente es enseñada por todas las escuelas católicas, como es lógico.
La reprobación negativa, por su parte, sólo puede ser "antecedente", pues no tendría sentido luego de la previsión divina de las culpas, ahí sólo cabe la reprobación positiva.
Esta reprobación negativa antecedente, o sea, no elección para la vida eterna o permisión del pecado de modo que se sigue de él la pérdida de la salvación eterna, anteriormente a la previsión divina de las culpas, es lo que aceptan los tomistas clásicos y también los congruistas como Suárez y Bellarmino, y rechazan los molinistas y los seguidores de Marín - Solá, como es Muñiz.
Saludos cordiales.
En el segundo caso, queda solamente la reprobación positiva o condenación por el pecado, y entonces, o se la hace antecedente, es decir, anterior a la previsión divina de las culpas, y se está en la herejía calvinista, o se la hace consecuente, es decir, posterior a la previsión divina de las culpas, y entonces, si se la hace la única existente, se está en el molinismo y también en la teoría de Marín – Solá y Muñiz; en cambio, si se la acompaña con la reprobación negativa antecedente, se está en el tomismo clásico y en el congruismo.
En el primer caso, o a esa reprobación negativa se la hace antecedente, o se la hace consecuente.
Lo segundo no parece tener mucho sentido: después de la previsión del pecado, sólo quedaría lugar para la condenación eterna como pena y castigo por el pecado, o sea, la reprobación positiva.
En el primer caso, o se la hace consistir en la no elección para la gloria, o se le hace consistir, de algún modo, en la permisión del pecado (Billuart, Garrigou Lagrange).
En el primer caso, a su vez, o se entiende esa no elección para la gloria como algo puramente negativo, un “no acto” de la Voluntad divina (Suárez), o como un acto positivo: la exclusión positiva de la gloria a título de bien indebido (Contenson).
Dice Billuart (Theologia iuxta mentem Divus Thomae, T. I, Dissert. X, art. IX):
“Motivum reprobationis negativae absolute sumptae non petitur ex demeritiis praevisis reprobi, sed ex divina bonitate. (…) Reprobatio negativa praecedit peccatum reprobi; est enim, ut diximus, voluntas permittendi ut aliqui peccent et peccando deficiant a gloria: ergo peccatum reprobi non potest esse ejus motivum”.
“El motivo de la reprobación negativa absolutamente considerada no se toma de las culpas previstas del réprobo, sino de la Bondad divina (…) La reprobación negativa precede al pecado del réprobo; pues es, como dijimos, la Voluntad de permitir que algunos pequen y que pecando pierdan la gloria: por tanto el pecado del réprobo no puede ser su motivo.”
Y Garrigou – Lagrange:
“El motivo de la reprobación negativa, tomado absolutamente o en general, no es la previsión de los deméritos de los reprobados, pues esta reprobación negativa no es más que la permisión divina de esos deméritos, y por lo tanto, lógicamente precede a la previsión de ellos en lugar de seguirla; sin esta permisión, esos deméritos no sucederían en el tiempo y no serían previstos desde toda la Eternidad. Es menester decir, según el texto de Santo Tomás que acabamos de citar (Ia, q. 23, a. 5, ad 3um) que el motivo de la reprobación negativa es que Dios ha querido manifestar su bondad no sólo bajo la forma de la misericordia sino también bajo la de la justicia, y que pertenece a la Providencia el permitir que ciertos seres defectibles se malogren, y que ciertos males sucedan, sin los cuales no existirían algunos bienes superiores.” (La predestinación de los Santos y la gracia, p. 250).
Estos textos muestran que para Billuart y Garrigou-Lagrange la reprobación negativa es antecedente, o sea, anterior a la previsión divina de las culpas.
Eso quiere decir que la reprobación negativa antecedente de Billuart y Garrigou-Lagrange no es una mera permisión del pecado, pues de hecho Dios permite el pecado también de los elegidos.
Es inevitable la referencia a la exclusión de la gloria: “voluntad de permitir que algunos pequen y pecado no alcancen la gloria”.
Y esto es anterior, según Billuart y Garrigou – Lagrange, a la previsión del pecado. Como la misma permisión del pecado lo es.
El asunto es que la tesis de Contenson parece por eso mismo más coherente. Porque si vamos a hablar de “reprobación negativa antecedente”, anterior a la previsión de las culpas, entonces no solamente la permisión del pecado tiene que ser anterior a la previsión divina de las culpas, pues ya vimos que también hay permisión del pecado de los elegidos, sino también ese “y pecando no alcancen la gloria”.
No vale decir que la negación de la gloria es posterior a la previsión de las culpas previamente permitidas, porque sin duda que en ella, y no en la mera permisión del pecado, cae el peso del término “reprobación”, y esa reprobación es la que tanto Billuart como Garrigou-Lagrange dicen que es anterior a la previsión divina de las culpas.
Y es claro que algo tiene que haber o no haber en la Voluntad divina consecuente respecto de la salvación eterna de los réprobos.
Al menos no tiene que haber la Voluntad positiva de llevarlos a la salvación eterna, y esa misma falta de Voluntad salvífica consecuente respecto de ellos tiene que ser voluntaria y libre en Dios.
Frente a todo esto, se puede pensar que Dios permite el pecado de todos, y luego elige de entre ellos a los que quiere salvar, sin prever sus méritos, al contrario, habiendo previsto sus culpas, y deja de elegir a los que no quiere salvar, habiendo previsto sus culpas.
Es cierto que en este caso, la no elección viene precedida por la previsión de las culpas.
Pero entonces no es reprobación negativa antecedente, como sí dicen Billuart y Garrigou Lagrange que lo es. Precisamente porque no hacen consistir la reprobación negativa en la no elección posterior a las culpas permitidas, sino en la permisión misma.
La tesis que dice que Dios permite el pecado de todos y luego elige a unos sí y a otros no para la gloria, sin suponer la previsión de los méritos pero suponiendo la previsión de las culpas (de todos, excepto de Jesucristo y su Madre) está bastante cerca de la tesis de Marín – Solá y Muñiz, pero no es la tesis tomista clásica tal como la exponen, con las diferencias que hemos visto, Contenson, Billuart y Garrigou-Lagrange.
Pero esta tesis no puede sostener que la reprobación negativa es la permisión del pecado, porque entonces sería anterior y no posterior a la previsión de ese pecado, como bien señalan Billuart y Garrigou Lagrange.
Por el contrario, es claro que incluso en esa misma tesis el momento propiamente “reprobatorio” es aquel en el que Dios no elige para la vida eterna a algunos de aquellos cuyos pecados ya permitidos ha previsto.
Saludos cordiales.
¿Cree que la predestinación puede ser un tema que vuelva a ser predicado o seguirá siendo olvidado?
¿No cree que el molinismo ha ganado la batalla al tomismo en cuanto a la gracia?
Pedazo de artículo; la/s relectura/s me la/s dejo para mañana -y resto de la semana, porque es para volver a él muchas veces- porque llevo un día muy movido, estoy muy cansado y esto tiene mucha miga (de buena levadura). Enhorabuena y gracias Sr. Forment. También haré lectura reposada de la respuesta de @Néstor -para cuando llegué a ella, después del artículo, no podía procesar más datos ;) -.
Pero sí me gustaría aportar algo: Cuando nos ponemos en contra de Dios -cuando pecamos-, caemos un poquito. Cuando despreciamos su Gracia, caemos mucho. Dios Padre omnipotente y omnisciente es capaz de saber en qué momento cruzas la línea de 'no retorno' entrando en el 'horizonte de sucesos' que irremediablemente te llevará al agujero negro del infierno; aquella oscura región donde sistemáticamente rechazarás todas y cada una de las Gracias que Dios pueda enviarte -fe, arrepentimiento, sabiduría, ...-; y El lo sabe. Si Dios enviara más Gracias, al rechazarlas te hundirías más aún en el abismo, ergo... ¡Deja de enviarlas!
El podría sacarte de ese lugar pero: ¿Sería justo? ¿Por qué habría de hacerlo contigo y no con todos? ¿No tendría cómo único recurso anular tu voluntad y manejarte para lograrlo? ¿Haría eso Dios? Creo que por ahí están las respuestas.
Sólo Dios conoce que hay en el corazón de cada ser humano, creo que por aquí hay más respuestas a todo esto. Sólo El es capaz de sondearte y saber qué es lo que deseas realmente. Nosotros escogemos en libertad y tenemos dos opciones: Llegar al Cielo con la cabeza gacha y humillados, o entrar en el infierno con la cabeza bien alta y orgullosos (parece un absurdo esto último que digo pero esta es la Verdad para el que pueda contemplarla o asumirla).
Incluso estoy convencido de que la época y el lugar en que nos sitúa a cada uno de nosotros está íntimamente relacionado con facilitarnos la Salvación en función de lo que guardamos muy dentro del corazón -y que sólo El conoce-. Es posible que al que sepa perdido lo haga nacer entre riquezas, y al que quiera salvar lo llene de privaciones o sufrimientos... ¡Esto son cosas que me sobrepasan pero de alguna manera sé que son! Para mí el haber nacido en una familia cristiana, haber recibido una educación cristiana en mi infancia y poder (veremos hasta cuando) vivir en un país donde sin peligro y en libertad puedo acudir a una iglesia me hace darle millones de gracias a Dios porque para mí es una señal de que quiere mi salvación ¡Es pura Gracia! (otra cosa es que yo luego la logre o no; esto es otro tema). Y durante más de 20 años desprecié esa Gracia... ¡Dad gracias a Dios porque también es paciente! Tú puedes dejar de quererle pero El a ti no; tú puedes olvidarle pero El a ti no;...
Dios. incluso antes de ser concebido ya conoce que vas a hacer en tu vida, pero incluso al malvado y orgulloso, al inicuo y mentiroso, a aquél que sabe destinado al infierno por su orgullo, le permite la Vida ¿Por qué? Eso lo sabremos en su momento y todos diremos '¡Ah! Por supuesto, estaba clarísimo y es muy lógico'; mientras tanto sólo podemos hacer aproximaciones.
¿Por qué no crea Dios sólo a gente buena y santa? Bueno, ese es el ideal, pero eso no es lo que Dios quiere porque eso sería hacerse trampas jugando al solitario, pues... ¿Serían libres al ser creados de tal manera? 'DIOS QUIERE' QUE 'TÚ QUIERAS' SER BUENO Y SANTO, que sea tú voluntad llegar a la santidad y no la suya ¡Para eso te creo libre! Dios quiere que le ames, no obligarte a amarle anulando tu libertad.
Para llegar a una 'Creación perfecta' y deseada por Dios hay que pasar por todo esto, este es el secreto y misterio que se nos escapa en su grandeza y tamaño. Perfecta no sólo en cuanto a forma, fondo y contenido; sino también en cuanto ha sido voluntad de los 'residentes' habitar allí y en esas condiciones. ¡Paciencia! Esto no son más que los miedos, las dudas, los dolores y el sobrecogimiento que produce el alumbramiento definitivo del Nuevo Cielo y la Nueva Tierra donde reinará sobre nosotros Nuestro Señor Jesucristo por siempre bajo la atenta y amorosa mirada del Padre y en perfecta comunión con el Espíritu.
¡Fe y Paciencia! ¡Fe y Paciencia hermanos! Jesucristo danos Fe y paciencia todos los días un poquito más.
(Perdón porque me enrollo más que las persianas pero me ha dado en que pensar y eso es bueno).
Saludos y bendiciones
Dios podría haber decretado infaliblemente la salvación de todos los hombres y de todos los ángeles. Y se hubiesen salvado libremente todos, como de hecho se salvan libremente los que se salvan, siendo así que la predestinación divina es infalible.
Es claro que no quiso hacerlo.
Saludos cordiales.
Saludos cordiales.
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