XXIII. La libertad humana y el pecado
La persistencia de la libertad
En una reciente obra sobre la libertad del hombre y la ciencia divina, el dominico Sebastián Fuster escribía: «El concilio de Trento, siguiendo ya una larga historia, habla de la coexistencia de la gracia divina y de la libertad humana, pero sin explicar cómo obra Dios en el hombre de forma que éste sea en verdad libre, ni cómo debe entenderse la libertad humana para no anular la eficacia de la iniciativa divina»[1].
Para confirmarlo cita el capítulo V del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento y el canon IV del mismo documento. En el primero se dice que los hombres por la justificación que proviene de Dios: «se disponen por su gracia excitante y auxiliante para convertirse a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia. De tal modo que tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje absolutamente de obrar alguna cosa, al recibir aquella inspiración, puesto que puede también desecharla; ni puede, sin embargo, moverse sin la gracia divina hacia la justificación delante de Dios por sola su libre voluntad; por lo cual, cuando se dice en las Sagradas Escrituras: “Convertíos a Mí, y Yo me volveré a vosotros” (Za 1, 3), se nos advierte nuestra libertad; y cuando respondemos: “Conviértenos a ti, Señor, y seremos convertidos” (Lm 5, 21), confesamos que somos prevenidos por la gracia de Dios»[2].
Por su libertad, la voluntad humana puede aceptar o rechazar la gracia de Dios, que nunca le quita libertad, incluso al regenerarla para que reciba sus gracias. Así se reitera en el segundo texto conciliar citado: «Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y excitado por Dios, nada coopera asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare a lograr la gracia de la justificación; y que no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra, y solo concurre como sujeto pasivo; sea excomulgado»[3].
En definitiva, como concluye el profesor Fuster: «El hombre es libre, tanto en la línea del mal como en la del bien. Soberanamente libre»[4].
El entendimiento y la libertad
El hombre sólo desea el bien, porque su voluntad únicamente quiere el bien. Santo Tomás lo argumenta de esta forma: «La voluntad es un apetito racional, y todo apetito solamente desea el bien. La razón es que el apetito se identifica con la inclinación de todo ser hacia algo que se le asemeja y le conviene. Más como cosa, en cuanto es ente o substancia, es buena, se sigue necesariamente que toda inclinación tiende hacia el bien»[5].
No sólo la voluntad o apetito intelectual se inclina al bien, sino también el apetito natural o sin conocimiento e igualmente el apetito sensible. «Siendo toda inclinación consecuencia de una forma, el apetito natural corresponde a una forma existente en la naturaleza, mientras que el apetito sensitivo y el intelectual o racional, que es la voluntad, siguen a una forma existente en la aprehensión. Y lo mismo que el apetito natural tiende al bien real, los segundos tienden al bien en cuanto conocido. Para que la voluntad, pues, tienda a un objeto no se requiere que éste sea bueno en la realidad, sino basta que sea aprendido como bueno»[6]. Por ello, la voluntad puede querer el mal, pero como bien aparente.
La voluntad no puede querer nada que no se muestre como bueno. De ahí que requiere el conocimiento intelectual que le manifieste el bien, real o aparente o supuesto. Como consecuencia, la actividad libre, por pertenecer a la voluntad, está posibilitada por el conocimiento racional.
En otro lugar, explica Santo Tomás, al tratar la cuestión del libre albedrío, que: «Al apetito, si no hay algo que lo impida, le sigue el movimiento u operación. Por eso, si el juicio de la facultad cognoscitiva no está en el poder de alguien, sino que le viene impuesto de otra parte, tampoco estará en su poder el apetito ni, en consecuencia, el movimiento o la operación. Por su parte, el juicio está en poder del que juzga en cuanto que es capaz de juzgar su propio juicio, ya que sólo podemos juzgar lo que está a nuestro alcance. Ahora bien, juzgar el juicio propio es exclusivo de la razón, la cual reflexiona sobre su acto y conoce las relaciones de las cosas sobre las que juzga y de las cuales se vale para juzgar. De ahí que la raíz de la libertad esté en la misma razón»[7].
La libertad no depende únicamente de la voluntad, como propiedad suya, sino también del intelecto o razón. La raíz de la libertad es doble, en cuanto que: «La raíz de la libertad está en la voluntad como en sujeto propio; más, como en su causa, reside en la razón. La voluntad puede tender libremente a diversos objetos, porque la razón puede formar diversos conceptos del bien. De ahí que los filósofos definieran el libre albedrío “el libre juicio de la razón”, como para indicar que la razón es la causa de la libertad»[8].
Sobre esta tesis, escribía León XIII: «El juicio recto y el sentido común de todos los hombres, voz segura de la Naturaleza, reconoce esta libertad solamente en los seres que tienen inteligencia o razón; y es esta libertad la que hace al hombre responsable de todos sus actos. No podía ser de otro modo. Porque mientras los animales obedecen solamente a sus sentidos y bajo el impulso exclusivo de la naturaleza buscan lo que les es útil y huyen lo que les es perjudicial, el hombre tiene a la razón como guía en todas y en cada una de las acciones de su vida»[9].
Se concluye, por ello, que: «afirmar que el alma humana está libre de todo elemento mortal y dotada de la facultad de pensar, equivale a establecer la libertad natural sobre su más sólido fundamento»[10].
Santo Tomás empieza la cuestión del libro albedrío demostrando su existencia en el ser humano con la siguiente observación: «El hombre posee libre albedrío; de lo contrario, serían inútiles los consejos, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los castigos».
Lo explica seguidamente situándolo en la escala de los entes: «Hay seres que obran sin juicio previo alguno: v. gr., una piedra que cae y cuantos seres carecen de conocimiento. Otros obran con un juicio previo, pero no libre, así los animales. La oveja que ve venir al lobo, juzga que debe huir de él; pero con un juicio natural y no libre, puesto que no juzga por comparación, sino por instinto natural. De igual manera son todos los juicios de los animales. El hombre, en cambio, obra con juicio, puesto que por su facultad cognoscitiva juzga sobre lo que debe evitar o procurarse; y como este juicio no proviene del instinto natural ante un caso práctico concreto, sino de una comparación hecha por la razón, síguese que obra con un juicio libre, pudiendo decidirse por distintas cosas».
A continuación, Santo Tomás da la siguiente argumentación para demostrar que el juicio racional y libre, propio del hombre, distinto del juicio natural e instintivo, que se da en los animales, es necesario para que la voluntad humana sea libre: «Cuando se trata de lo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias como se comprueba en los silogismos dialécticos (probables) y en las argumentaciones de la retórica (persuasivas y estéticas). Ahora bien, las acciones particulares son contingentes, y, por tanto, el juicio de la razón sobre ellas puede seguir direcciones diversas, no estando determinado en una sola dirección. Luego, es necesario que el hombre posea libre albedrío, por lo mismo que es racional»[11].
A la inversa, se advierte que, en la escala de los entes, siempre en los grados del entendimiento hay libertad, aunque también en grados proporcionales. «Sólo aquello que tiene entendimiento puede obrar en virtud de un juicio libre, en cuanto que conoce la razón universal del bien por la cual puede juzgar que esto o aquello es bueno. Por consiguiente, dondequiera que haya entendimiento, hay libre albedrío»[12].
Por este motivo, en la Instrucción «Sobre libertad cristiana y liberación» se concluye: «el hombre se hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto —prescindiendo de otras fuerzas— guía su voluntad. La liberación en vistas de un conocimiento de la verdad, que es la única que dirige la voluntad, es condición necesaria para una libertad digna de este nombre»[13].
El intelectualismo socrático
El descubrimiento de la necesidad del conocimiento del bien, para la actuación voluntaria libre y responsable, llevó a Sócrates a concebir la virtud como sabiduría y el vicio como ignorancia y a inferir que basta saber lo que es bueno para hacerlo.
Santo Tomás le reprocha que sólo tuviera en cuenta en el hombre el entendimiento. Por ello: «Sócrates enseñó que la ciencia nunca puede ser superada por la pasión. De donde concluía que todas las virtudes son ciencia, y todos los pecados ignorancia. Algo decía la verdad, porque, como la voluntad tiende al bien, real o al menos aparente, si eso que no es verdadero bien no se presentase como bueno a la razón, la voluntad no tendería al mal; es decir, no buscaría el mal si no existiera ignorancia o error en la razón»[14]
El hombre con su razón puede descubrir el bien de las criaturas y también su limitación. Se explica en la encíclica sobre la libertad de León XIII que: «La razón, a la vista de los bienes de este mundo, juzga de todos y de cada uno de ellos que lo mismo pueden existir que no existir; y concluyendo, por esto mismo, que ninguno de los referidos bienes es absolutamente necesario, la razón da a la voluntad el poder de elegir lo que ésta quiera. Ahora bien: el hombre puede juzgar de la contingencia de estos bienes que hemos citado, porque tiene un alma de naturaleza simple, espiritual, capaz de pensar; un alma que, por su propia entidad, no proviene de las cosas corporales ni depende de éstas en su conservación, sino que, creada inmediatamente por Dios y muy superior a la común condición de los cuerpos, tiene un modo propio de vida y un modo no menos propio de obrar; esto es lo que explica que el hombre, con el conocimiento intelectual de las inmutables y necesarias esencias del bien y de la verdad, descubra con certeza que estos bienes particulares no son en modo alguno bienes necesario»[15].
La libertad, por ser propiedad de la voluntad, que sigue a la razón, al igual que la voluntad, tiene por objeto un bien racional, un bien acorde con la razón. «No obstante, como la razón y la voluntad son facultades imperfectas, puede suceder, y sucede muchas veces, que la razón proponga a la voluntad un objeto que, siendo en realidad malo, presenta una engañosa apariencia de bien, y que a él se aplique la voluntad. Pero así como la posibilidad de errar y el error de hecho es un defecto que arguye un entendimiento imperfecto, así también adherirse a un bien engañoso y fingido, aun siendo indicio de libre albedrío, como la enfermedad es señal de la vida, constituye, sin embargo, un defecto de la libertad. De modo parecido, la voluntad, por el solo hecho de su dependencia de la razón, cuando apetece un objeto que se aparta de la recta razón, incurre en el defecto radical de corromper y abusar de la libertad»[16].
En el intelectualismo moral hay «algo de verdad», en cuanto que se sostiene la necesidad de la razón, ya que se afirma que para hacer el bien debe conocerse. «Pero nos consta por experiencia que muchos obran lo contrario de lo que saben (…) Luego Sócrates no dijo toda la verdad, sino que conviene distinguir con el Filósofo (Ética, VII, c. 2, n. 1)».
Siguiendo a Aristóteles, en este lugar indicado, precisa el Aquinate: «Como para obrar bien el hombre se gobierna por un doble conocimiento, universal y particular, basta que falte cualquiera de ellos para que falle la rectitud de la voluntad y de la obra»[17].
En el primer artículo de la cuestión anterior de la de este pasaje, Santo Tomás había escrito: «La razón es directiva de los actos humanos por una doble ciencia: por una ciencia universal y por una particular. En efecto, razonando sobre lo que debe hacer, forma un silogismo, cuya conclusión es un juicio, elección u operación. Y como las acciones son singulares, la conclusión del silogismo práctico es también singular».
Además, según las leyes del silogismo: «Para sacar una proposición singular de otra universal hay que tomar como medio alguna proposición singular. Por ejemplo, el hombre tiene prohibido el parricidio, porque sabe que no se puede matar al padre, y se da cuenta de que éste es su padre. Cualquiera de esas ignorancias puede ser causa del acto de parricidio: la ignorancia del principio universal, que es cierta regla de la razón y la ignorancia de esa circunstancia singular»[18]. Puede llegarse a una conclusión mala, por ignorarse la premisa mayor, universal, o la premisa menor, singular.
Este último caso se da por las pasiones, si no están sujetas a la recta razón. Explica en el artículo siguiente que: «El que está dominado por la pasión no considera en particular lo que en universal ya conoce, porque la pasión impide considerarlo».
El impedimento del conocimiento de la premisa menor, particular o singular, puede ser de tres modos. El primero por «distracción»[19], porque, como ya había indicado: «Cuando el movimiento del apetito sensitivo se hace más fuerte por una pasión, es necesario que o disminuya o totalmente desaparezca el movimiento propio del apetito racional que es la voluntad»[20].
El segundo modo, es «por contrariedad, ya que las más de las veces la pasión nos inclina a algo que está en contrariedad, con lo que sabemos».
Por último, de un tercer modo: «Por ciertos trastornos corporales que sujetan de algún modo a la razón para que no ponga libremente su acto propio, como hacen, por ejemplo, el sueño y la embriaguez, impidiendo el uso de la razón. Y que esto suceda en las pasiones, es claro; pues, en ocasiones, al intensificarse mucho éstas, el hombre pierde totalmente el uso de la razón; muchos se han vuelto locos por exceso de amor o de odio».
Por estos tres modos: «la pasión arrastra a la razón a juzgar en casos particulares contra la ciencia universal que posee»[21]. Ello explica que con su libre albedrío el hombre elija mal.
En el acto de la libertad humana está el mal, cuando elige el pecado, «lo que es malo, como peca, por ejemplo, el hombre cuando elige el adulterio, que es malo de por sí, y estos pecados provienen siempre de algún error o ignorancia, ya que de no tenerlo no se elegiría lo malo como si fuese bueno. El adúltero, ciertamente, yerra en cada caso concreto, eligiendo el deleite de un acto desordenado como si fuese un bien, que de momento debe procurarse movido por la pasión o por el hábito, aunque, en general, no se engañe y piense correctamente en esta materia»[22].
La tercera premisa
En la cuestión disputada dedicada al mal, precisa Santo Tomás sobre esta mala elección del libre albedrío: «Siendo el acto de pecado y de virtud según la elección; siendo la elección un apetito que supone una previa deliberación, y siendo la deliberación una cierta indagación es necesario que en cualquier acto de virtud o de pecado exista una cierta deducción casi silogística. Pero en todo caso el moderado elabora silogismo de una manera y el inmoderado de otra manera; de un manera el que vive la virtud de la continencia y de otra manera el incontinente».
Sobre la «deducción casi silogística» explica: «El moderado se mueve sólo según el juicio de la razón, por lo que se sirve de un silogismo de tres proposiciones, como el que se deduce del siguiente modo:
Ninguna fornicación debe cometerse.
Este acto es una fornicación.
Luego, este acto no debe hacerse».
Además de este silogismo de la primera figura (M-T; t-M; luego t-T) del modo EIO (Ferío), se refiere otro distinto del inmoderado, en el ejemplo también de la primera figura, pero de modo AII (Darii), porque añade el Aquinate: «En cambio, el inmoderado sigue totalmente a la concupiscencia, y, por ello se sirve de un silogismo de tres proposiciones como el que deduce así:
Todo lo placentero debe hacerse.
Este acto es placentero.
Luego, este acto debe hacerse».
En los dos razonamientos, nota seguidamente el Aquinate, actúa una tercera premisa implícita. En el primero, relacionada con las virtudes de la templanza –que modera la inclinación al placer sensible- o de la continencia –que fortalece la resistencia a los deseos desordenados muy vehementes-. En el segundo, con otra distinta relacionada con la pasión. «Tanto el continente como el incontinente se mueven de dos modos: según la razón, para evitar el pecado, en uno y según la concupiscencia para cometerlo, en el otro; en el continente vence el juicio de la razón, más en el incontinente vence el movimiento de la concupiscencia. Por lo que ambos se sirven de un silogismo de cuatro proposiciones, pero para llegar a conclusiones contrarias».
El hombre que obra el bien, añade esta tercera premisa: «Ningún mal debe cometerse”. Y esto lo propone según un juicio de razón; pero versa según un movimiento de la concupiscencia, tratándose del corazón de aquel para quien todo lo placentero debe seguirse; pero debido a que en ello vence el juicio de la razón, asume y concluye bajo el primero: “Esto es pecado”, “luego no debe hacerse”».
Con estas terceras premisas, los razonamientos se convierten de dos silogismos encadenados:
Ningún pecado debe cometerse.
La fornicación es un pecado.
Luego, ninguna fornicación debe hacerse.
Este acto es una fornicación.
Luego, este acto no debe hacerse.
En la deliberación del virtuoso se ha añadido una premisa más universal, que es la mayor del primer silogismo –en el ejemplo EAE (Celárent)– desde ella se obtiene la conclusión.
El hombre que obra mal utiliza otra premisa, porque: «El inmoderado, en quien vence el movimiento de la concupiscencia, asume y concluye bajo lo segundo: “Esto es placentero”; “luego, debe hacerse” y tal es propiamente el que peca por debilidad. Y por esto es patente que aunque conozca de modo universal, con todo no conoce de modo universal; pues no lo asume según la razón, sino según la concupiscencia».[23]
El que se deja dominar por la pasión introduce esta tercera premisa: “Todo lo placentero debe hacerse”. Sin embargo no es universal como la anterior, porque no es de evidencia inmediata ni mediata. Si se toma como tal es por interés de la concupiscencia o deseo desordenado. La deducción que se haga desde esta premisa mayor no es válida, porque si se le da la forma de un juicio universal es para poder concluir, ya que de dos premisas particulares no se concluye una premisa.
El que elige el mal admite, por tanto, la veracidad del razonamiento basado en la tercera premisa del que hace el bien, «ningún pecado debe cometerse». Si puede concluir lo contrario, el que puede hacerse este acto que es pecado, es porque: «Quien tiene la ciencia universal se siente impedido por la pasión para hacer su aplicación y sacar las conclusiones, y acude a otro principio universal que la misma pasión le sugiere, y mediante ella concluye. Por eso dijo el Filósofo que el silogismo del incontinente tiene cuatro proposiciones: dos universales, una de razón –por ejemplo, que “la delectación hay que seguirla”-. La pasión impide que la razón siga y concluya a base de la primera, y, dominándola, le hace tomar y seguir la segunda», la otra tercera premisa «Todo lo placentero debe hacerse».
Sus razonamientos, por tanto, se convierten en los dos siguientes silogismos encadenados:
Todo lo placentero debe hacerse.
Ningún pecado debe cometerse.
La fornicación es pecado.
Luego, ninguna fornicación debe cometerse.
Este acto es una fornicación.
Este acto es placentero.
Luego, este acto debe hacerse.
La primera proposición, que tiene una forma universal, fundada en la pasión, y que fue desconocida por Sócrates, es la que lleva a la elección de un acto malo, que se le da forma buena. El pseudorazonamiento implica un conocimiento universal de la virtud, un saber ético y, sin embargo, contra la doctrina socrática, no concluye en el bien.
También el mal en el hombre es posible, porque además hay otro tipo de mal moral, que también supone un defecto del entendimiento, aunque no de ignorancia, como el causado por las pasiones, sino de inconsideración. «El otro modo de pecar por el libre albedrío consiste en hacer algo que de por sí es bueno, pero no con arreglo a la debida regla y medida, sino por parte de la elección, que no guarda el orden debido (…) Estos pecados no presuponen ignorancia, sino solamente falta de consideración de aquello que se debe considerar»[24]. Serían de este tipo los pecados de orden puramente espiritual, como la soberbia, «el deseo inmoderado de la propia excelencia», o de encumbramiento.
La «tristeza del siglo»
Siempre hay el peligro de que la voluntad se sienta atraída por los bienes aparentes. Santo Tomás recuerda al respecto la afirmación de San Pablo: «La tristeza del siglo causa la muerte»[25] y que es distinta de la «tristeza según Dios», que lleva al dolor y pesar por los propios pecados y los del «siglo», con todos los males y calamidades materiales y espirituales, que le acompañan[26].
En un escrito sobre la desesperación, Joseph Ratzinger, después de citar este pasaje del Aquinate, comenta que la expresión tristeza del mundo que engendra muerte, y que había sido tachada a veces, de pesimista, negra e infructuosa, en cambio, en la modernidad parecía misteriosa e incluso falsa, porque, por el contrario, se: «daba a entender que los hijos de este mundo fueran mucho más alegres que los creyentes, quienes, atormentados por escrúpulos de conciencia, parecían excluidos del sereno placer de la existencia, e incluso un poco envidiosos miraban hacia los no creyentes, a quienes parecía abierto, sin ningún tipo de reflexión o de miedo, el entero jardín paradisíaco de la felicidad terrena»[27].
A muchos cristianos de la modernidad les atraía la «alegría del mundo», la que proporcionaban los bienes terrenos. «Se quería ser libre de pesados límites, allí donde no sólo un árbol, sino casi todos los árboles del jardín parecían prohibidos. Parecía que sólo había libertad de alegría para los no creyentes». De manera que: «el yugo de Cristo no parecía, en verdad “ligero”». Por el contrario, se sentía: «como demasiado pesado, por lo menos como les venía propuesto por la Iglesia»[28].
La elección de los bienes aparentes lleva a la negación del verdadero bien. Por ello, implica: «la huida de Dios, el deseo de estar sólo consigo mismo y con la propia finitud, de no ser molestado por la cercanía de Dios»[29]. Nota seguidamente Ratzinger: «En la historia de Israel, como la cuentan los libros Sagrados, encontramos con bastante frecuencia este intento: Israel encuentra su elección demasiado pesada, andando continuamente junto a Dios. Se prefiere volver a Egipto, a la normalidad, y ser como todos los otros. Esta rebelión de la pereza humana contra la grandeza de la elección es una imagen de la sublevación contra Dios, que vuelve cíclicamente en la historia y cualifica, de modo particular, precisamente a nuestra época»[30].
Cree Ratzinger, que al final de la modernidad, el hombre ha descubierto la falsedad de la alegría del mundo. «Las alegrías prohibidas pierden su esplendor en el momento en que ya no están prohibidas. Esas alegrías debían y deben ser radicalizadas y aumentadas cada vez más, apareciendo finalmente insípidas, porque todas ellas son limitadas, mientras que la llama del hambre de lo Infinito siempre permanece encendida».
Experimenta así la «tristeza del siglo» y también su consecuencia. «La raíz más profunda de esta tristeza es la falta de una gran esperanza y la imposibilidad de alcanzar el gran amor. Todo lo que se puede esperar ya se conoce y todo amor desemboca en la desilusión por la finitud de un mundo, cuyos enormes subtítulos no son sino una mísera cobertura de una desesperación abismal. Y así la verdad de que la tristeza del mundo conduce a la muerte es cada vez más real»[31].
A la desesperación le acompaña: «una falta de magnanimitas (animo grande), de una incapacidad en creer en la propia grandeza de la vocación humana, la que pensó Dios para nosotros. El hombre no tiene confianza en su propia grandeza, quiere ser “más realista”». Con esta especie de «pseudo-humildad»: «El hombre no quiere creer que Dios se ocupe de él, que le conozca, le ame, le mire, le esté cercano»[32].
Concluye Ratzinger, que: «Con este intento de quitarse de encima la obligación de elegir, el hombre no se rebela contra cualquier cosa. Si para él este ser amado por Dios está demasiado lleno de pretensiones, se convierte en una molestia indeseada, entonces se subleva contra su propia esencia»[33].
La tristeza del mundo lleva así a la muerte del hombre. Es innegable que: «Hoy existe un extraño odio del hombre contra su propia grandeza. El hombre se ve a sí mismo como el enemigo de la vida, del equilibrio de la creación; se ve como el gran perturbador de la paz de la naturaleza, aquel que hubiera sido mejor que no hubiese existido, la criatura que ha salido mal. Su liberación y la del mundo consistiría en el destruirse a sí mismo y al mundo, en el hecho de eliminar el espíritu, de hacer desaparecer lo específico del ser humano, de forma que la naturaleza retorne a su inconsciente perfección, a su propio ritmo y a su propia sabiduría del morir y transformarse»[34]
En la modernidad, «al inicio de este camino estaba el orgullo de “ser como Dios”. Era preciso desembarazarse del vigilante Dios para ser libres; hacerse Dios proyectado en el cielo y dominar como Dios sobre toda la creación»[35].
Podría confirmar esta observación de Ratzinger lo escrito, en 1881, por el obispo tomista Torras y Bages: «Al hombre no hay nada que tanto le halague como usurpar los derechos de Dios, sentarse en su trono; la historia de los hombres políticos de toda clase de gobierno lo patentiza y la de los filósofos lo pone más claro que el sol. La independencia de la razón, la ilimitación del derecho, la destrucción de la obligación y el querer sujetar a los otros e imponerles leyes, es común entre los primeros, que pretenden gobernar y no ser gobernados, y entre los segundos, que por lo regular no quieren ir en pos de los maestros y ellos se erigen en maestros de los demás»[36].
Concluye Ratzinger, con estas palabras cada vez mas actuales y evidentes: «Y así surgió una especie de espíritu y voluntad, que estaban y están en contra de la vida, y son dominio de la muerte. Y cuanto más se siente este estado, tanto más el inicial propósito se vuelve en su propio contrario y permanece prisionero del mismo punto de partida: el hombre que quería ser el único creador de sí mismo y subir a la grupa de la creación con una evolución mejor, por él pensada, acaba en la autonegación y en la autodestrucción. Se da cuenta de que sería mejor que no existiese»[37].
Eudaldo Forment
[1] SebastiÁn FUSTER, O.P., Presentación, en MATEO FEBRER, Libertad humana y previsión divina, Barcelona, Instituto de Teología y Humanismo, 1992, pp. 5-7, p. 5.
[2] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. V.
[3] Ibíd., can IV.
[4] SebastiÁn FUSTER, O.P., Presentación , p. 7
[5] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 8, a. 1, in c.
[6] Ibíd., I. 8, a. 1, in c.
[7] IDEM, Quaestiones disputatae. De veritate, q. 24, a. 2, in c.
[8] IDEM, Summa Theologiae, I-II, q. 17, a. 1, ad 2.
[9] LEÓN XIII, Carta encíclica Libertas praestantissimum, 3.
[10] Ibíd.,
[11] SANTO TOMÁS, Summa. Theologiae , I, q. 83, a. 1, in c.
[12] Ibíd., I, q. 50, a. 3, in c.
[13] Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción Libertatis conscientia, II, I, 26.
[14] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 77, a. 2, in c.
[15] LEÓN XIII, Carta encíclica Libertas praestantissimum, 3.
[16] Ibíd.
[17] SANTO TOMÁS, Summa Theologiae, I-II, q. 77, a. 2, in c.
[18] Ibíd., I-II, q. 76, a. 1, in c.
[19] Ibíd., I-II, q. 77, a. 2, in c.
[20] Ibíd., I-II, q. 77, a. 1, in c.
[21] Ibíd., I-II, q. 77, a. 2, in c.
[22] Ibíd., I, q. 63, a. 1, ad 4.
[23] IDEM, Quaestiones disputatae , De malo, q. 3, a. 9, ad 7.
[24] IDEM, Summa Theologiae, I, q. 63, a. 1, ad 4.
[25] 2 Cor 7, 10.
[26] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 35, a. 3, sed c.
[27] JOSEPH RATZINGER, Mirar a Cristo, Valencia, Edicep, 2005, pp. 75-76.
[28] Ibíd., p. 76.
[29] Ibíd., p. 78.
[30] Ibíd., pp. 78-79.
[31] Ibíd., pp. 76-77.
[32] Ibíd., p. 77.
[33] Ibíd., p. 79.
[34] Ibíd., pp, 77-78.
[35] Ibíd., p. 78.
[36] JOSEP TORRAS I BAGES, Influencia de la Devoción al Sagrado Corazón de Jesús en los tiempos modernos, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. V, pp. 1-47, p. 8.
[37] JOSEPH RATZINGER, Mirar a Cristo, op.cit., p. 78.
4 comentarios
1) Si haces esto conseguirás algo bueno: la sabiduría en el caso de nuestros Primeros Padres.
2) Si haces esto resultará inocuo: el divorcio, la promiscuidad...
Actualmente se dan los dos casos. "Si apruebas todos los tipos de conducta serás misericordioso" o bien "puedes hacer esto tranquilamente porque no es importante como la Iglesia te dice, si no que es inocuo: "mejor hijos de padres separados que de padres mal avenidos"; "Es legítimo, y a la larga beneficioso, buscar la felicidad (placer) a toda costa"
Yo creo que la Gracia actúa de inmediato en las conciencias rectas y, cuando esas conciencias rectas pecan saben que están pecando. El Demonio ha conseguido que caigan en la tentación pero no que se confundan. Y eso es importantísimo.
Oremos
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