X. La Iniciativa y la cooperación de la gracia
División de las gracias
A diferencia de la gracia santificante, que es de una sola especie indivisible, las gracias actuales son muchas y pueden especificarse de muchas maneras. Ambas, sin embargo, se pueden dividir en gracia operante y gracia cooperante. La división no afecta a la no especificación de las gracias santificantes, ni añade nuevas especies a las de las gracias actuales. La razón, indica Santo Tomás en el Tratado de la gracia de la Suma teológica, es que: «gracia operante y gracia cooperante son la misma gracia, pero distinta en cuanto a sus efectos»[1].
La división afecta a los dos géneros de gracia, santificante y actual. «En ambos casos la gracia se divide adecuadamente en operante y cooperante», porque «la gracia puede entenderse de dos maneras. O es un auxilio divino que nos mueve a querer y obrar el bien (gracia actual), o es un don habitual que Dios infunde en nosotros (gracia santificante). Y en ambos sentidos la gracia puede ser dividida en operante y cooperante».
La gracia actual operante
Con respecto al movimiento de querer y obrar, a que mueve la gracia actual, explica el Aquinate que: «la operación, en efecto, no debe ser atribuida al móvil, sino al motor. Por consiguiente, cuando se trata de un efecto en orden al cual nuestra mente no mueve, sino sólo es movida, la operación se atribuye a Dios, que es el único motor, y así tenemos la “gracia operante”»[2].
Cuando en la producción de un efecto, intervienen dos causas, una que es el motor y la otra el móvil, en cuanto movida por la causa-motor, dicho efecto se atribuye sólo a la primera, porque la otra ha sido sólo un instrumento de ella. Así ocurre con la gracia actual en cuanto que actúa como motor sobre la libertad humana, de manera que el alma no se mueve a sí misma, sino que es movida exclusivamente por Dios. La gracia divina actual es así y se llama operante.
A lo que mueve la gracia operante no es al bien en general o en abstracto, al que ya tiende la voluntad de modo natural y necesario, e igualmente sin ser ella motor, porque, es movida por la moción natural suficiente de Dios. En cambio, la gracia operante mueve a la voluntad a querer un bien en concreto, a Dios tal como se ha revelado.
Había explicado el Aquinate, al estudiar la voluntad, que: «Dios mueve la voluntad del hombre, como motor universal, al objeto universal de ella que es el bien. Sin esta moción universal el hombre nada puede querer. Mas el hombre se determina por la razón a querer este o aquel bien particular, real o aparente; empero, a veces Dios mueve de un modo especial a algunos a querer un objeto determinado, que es bueno; como a los que mueve por gracia»[3].
Después de la moción natural al bien general o en abstracto, en la que la voluntad sólo es movida, pero sin que el motor altere su naturaleza libre, la misma voluntad pasa a ser ella misma motor por medio de la razón, que concibe, examina y delibera, y puede ya elegir un bien concreto y los medios para conseguirlo. En este último acto, que se ha iniciado con una moción suficiente, puede haberse elegido bien o mal, tanto en el fin concreto como en los medios.
Nota también santo Tomás, en este último texto citado, que Dios puede mover a la voluntad con una moción sobrenatural, como es la gracia, a que quiera al bien concreto real y verdadero, al Dios de la fe, salvación del hombre. Después, con la misma gracia, la voluntad pueda querer racional y electivamente los medios que conduzcan a Él.
Siempre lo ha enseñado así la Iglesia. En la profesión de fe del papa San León IX, a principios del primer milenio, se lee: «Creo y profeso que la gracia de Dios previene y sigue al hombre, de tal modo, sin embargo, que no niego el libre albedrío a la criatura racional»[4].
Casi quinientos años antes, se había establecido en el II Concilio de Orange, que: «Si alguno porfía que Dios espera nuestra voluntad para limpiarnos del pecado, y no confiesa que aun el querer ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo, resiste al mismo Espíritu Santo, que por Salomón dice: “es preparada la voluntad por el Señor” (Pr, 8, 85), y al Apóstol que saludablemente predica: “Dios es el que obra en nosotros el querer y el acabar, según su beneplácito” (Phil. 2, 13)»[5]. Y siempre, como se afirmó explícitamente en otro concilio posterior: «Tenemos libre albedrío para el bien, prevenido y ayudado de la gracia; y tenemos libre albedrío para el mal, abandonado por la gracia»[6],
En definitiva, como se declaró, ya a mediados del siglo XVI, en el concilio de Trento, por la gracia de Dios los hombres: «son llamados sin que exista mérito alguno en ellos; de suerte que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, por la gracia de Él, que excita y que ayuda, se disponen para su conversión»[7].
La gracia actual cooperante
En el artículo de la Suma, en donde Santo Tomás divide la gracia en operante y cooperante, después de explicar el primer efecto de la gracia producido únicamente por Dios como motor, añade que, en cambio: «si se trata de un efecto respecto del cual la mente mueve y es movida, la operación se atribuye no sólo a Dios, sino también al alma. Y en este caso tenemos la “gracia cooperante”».
Un efecto, en el que intervienen dos causas y ambas como motores, se atribuye a las dos. Así sucede con la gracia actual en cuanto que es motor sobre la libertad, pero esta última, además de ser movida por ella, es también motor. El efecto entonces es atribuido a la gracia y a la libertad. La gracia es así gracia actual cooperante. Con la gracia cooperante, por tanto, el alma es movida por Dios pero también se mueve a sí misma
Precisa seguidamente Santo Tomás que: «En nosotros hay un doble acto. El primero es el interior de la voluntad. En él la voluntad es movida y Dios es quien mueve, sobre todo cuando la voluntad comienza a querer el bien después de haber querido el mal. Y puesto que Dios es quien mueve la mente humana para impulsarla a este acto, la gracia se llama en este caso operante».
El primero acto de la voluntad es interior, o acto elícito, como el querer o el elegir. Bajo la gracia actual operante, la voluntad movida por ella, no se mueve por sí misma, pone el acto voluntario, que continúa siendo libre, aunque en este caso ha sido un acto indeliberado o no determinado por una deliberación precedente.
Un segundo acto es el imperado por la voluntad y, por tanto, con un efecto exterior a la misma. De manera que: «el otro acto es el exterior. Como éste se debe al imperio de la voluntad (…) es claro que en este caso la operación debe atribuirse a la voluntad. Pero, como aun aquí Dios nos ayuda, ya interiormente, confirmando la voluntad para que pase al acto, ya exteriormente, asegurando su poder de ejecución, la gracia en cuestión se llama cooperante»[8].
La gracia cooperante de Dios, con esta doble acción sobre la voluntad en el acto de querer y en el de actuar, moviendo a las otras potencias a sus propias operaciones, versa, por tanto, sobre actos libres deliberados.
La cooperación no es, por consiguiente, como una ayuda de la propia acción humana a la moción o gracia de Dios, sino la de ésta a la acción humana. Por ello, podría parecer que no deba llamarse a la gracia actual de Dios gracia cooperante. Sin embargo, se da una verdadera cooperación, porque: «se puede hablar de cooperación no sólo cuando un agente secundario colabora con el agente principal, sino también cuando se le ayuda a otro a alcanzar un fin que se ha propuesto. Y con la gracia operante Dios ayuda al hombre a querer el bien, de donde una vez adoptado este fin es cuando la gracia coopera con nosotros»[9].
Gracia habitual operante y cooperante
En cuanto al hábito sobrenatural, en que consiste la gracia santificante, explica, por último, el Aquinate, en el artículo sobre la división de la gracia en operante y cooperante, que: «Si se entiende la gracia como don habitual, entonces es también doble su efecto, como el de cualquier otra forma: primero, el ser; segundo, la operación. Así como la operación del calor es hacer cálida la cosa y calentar el ambiente. De igual manera, la gracia habitual, en cuanto sana o justifica el alma o la hace grata a Dios, se llama gracia operante; en cuanto que es principio de la obra meritoria, que también procede del libre albedrío, se llama cooperante»[10].
La gracia habitual como cualidad es una forma accidental, pero por ser una forma se sigue de ella un doble efecto, el ser y el obrar. La forma da el ser[11], o hace que su sujeto sea receptor de un ser participado según la medida del mismo sujeto, y, como consecuencia, ordena al sujeto y también le capacita, a un tipo de operación. Así, por ejemplo, la cualidad del calor confiere al sujeto el ser o estar caliente y consiguientemente con este nuevo ser puede calentar a otros entes de su entorno.
De manera semejante, la gracia habitual da un ser divino al alma y en este sentido fundamental la gracia habitual es operante. La misma gracia, en cuanto que es el principio eficiente del acto meritorio, efecto subsiguiente y en el que interviene ya la libertad, puede decirse que es gracia habitual cooperante, puesto que en el sujeto no se encuentra la mera potencia pasiva obediencial, la capacidad para recibir una acción que está por encima de los límites de su naturaleza[12], como en la gracia operante.
Explicación de San Agustín
Al explicar, con la distinción de gracia operante y cooperante, el papel de la gracia actual en la voluntad, Santo Tomás asume la doctrina de la gracia agustiniana. Cita estas palabras de San Agustín, que sintetizan muy bien lo expuesto sobre tal distinción: «Cooperando Dios en nosotros perfecciona lo que obrando comenzó. En verdad comienza Él a obrar para que nosotros queramos y cuando ya queremos, con nosotros coopera para perfeccionar la obra»[13].
Después de esta cita el Aquinate, comenta: «Las operaciones de Dios por las que nos mueve al bien pertenecen a la gracia. Luego, adecuadamente se divide la gracia en operante y cooperante»[14].
Todavía, para confirmar su división, Santo Tomás menciona lo que escribe San Agustín después de las palabras citadas: «Por consiguiente, para que nosotros queramos, sin nosotros a obrar comienza, y cuando ya queremos y de grado obramos, con nosotros coopera para que acabemos la obra»[15]. Añade seguidamente el Aquinate: «Por lo tanto, si se entiende por gracia la moción gratuita de Dios con que nos mueve al bien meritorio, debidamente se divide la gracia en operante y cooperante»[16].
Igualmente cita la conocida frase de San Agustín: «Quien te hizo sin ti, no te justificará sin ti»[17]. Añadía su autor seguidamente: «Por lo tanto, creó sin que lo supiera el interesado, pero no justifica sin que lo quiera él. Con todo, Él es quien justifica para que no sea justicia tuya; para no volver a lo que para ti es daño, perjuicio, estiércol, hállate en Él desprovisto de justicia propia»[18].
El Aquinate comenta, en el mismo sentido, esta renombrada locución de San Agustín explicando que: «Dios no nos justifica sin nosotros, porque con un movimiento del libre albedrío, al ser justificados nos adherimos a la justicia que El nos infunde. Sin embargo, ese movimiento no es causa de la gracia, sino su efecto. Toda la operación pertenece, pues, a la gracia»[19].
La acción divina en la voluntad humana
También, con respecto a la fe, había escrito San Agustín: «Creer en Dios y vivir en el temor de Dios no es obra “del que uno quiera o del que uno corra” (Rom 9, 16), porque no quiere decir que no debamos querer o correr, sino que Él obra en nosotros el querer y el correr»[20].
Se apoya, por tanto, en estas palabras citadas de San Pablo, que pertenecen al versículo siguiente: «En consecuencia, no está (la justificación) en el que uno quiera o del que uno corra sino en Dios que se compadece»[21] . Dios da su gracias sin que la voluntad o las obras humanas se la arranquen. No obstante, una vez recibida la gracia de Dios, puede el hombre, ayudado por la misma gracia, merecer delante de Dios
El que sea Dios que obra en el hombre su querer y su obrar, San Agustín lo había confirmado un poco antes al indicar: «Está escrito “El Señor dirige los pasos del hombre y éste quiere su camino” (Sal 36, 23). No se dice: “y lo aprenderá", o: “seguirá su camino,” o “lo recorrerá” o algo similar, por lo que pueda decirse que el hombre ya quiere, por lo que la gracia de Dios, con que dirige los pasos del hombre es otorgada por Dios, para que conozca su camino, la siga como norma y la recorra, el hombre la preceda con su voluntad y méritos a esta gracia de Dios en virtud la propia voluntad precedente. Sin embargo, la escritura, en cambio, dice: “El Señor dirige los pasos del hombre y éste quiere su camino”, para hacernos comprender que la misma buena voluntad con que empezamos a querer creer -¿qué es el camino de Dios, si no la recta fe? -es un don de aquel que, desde el principio, dirige nuestros pasos para que después queramos. La Sagrada Escritura no dice: “El Señor dirige los pasos del hombre, porque éste ha querido su camino”, sino que dice: sus pasos son dirigidos y el hombre querrá. Los pasos, por tanto, no son dirigidos por el hecho que el hombre ha querido, sino que querrá por el hecho que son dirigidos»[22].
También, en este sentido, comentando el versículo del Salmo: «Si el Señor no edifica la casa en vano trabajan los que la edifican»[23], escribe San Agustín: «Es el Señor el que edifica, el que exhorta el que infunde temor, el que abre el entendimiento y el que dirige a la fe vuestro sentir. Como trabajadores trabajamos también nosotros, pero “si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen»[24].
Regeneración de la voluntad humana
San Agustín no considera que sea algo extraño o sorprendente que Dios cambie la voluntad humana. «Suficientemente poderoso es Dios para doblegar las voluntades del mal al bien y a las inclinadas al mal convertirlas y dirigirlas por caminos de su agrado (…) no en balde se le dice: “no nos dejes caer en la tentación”. Pues a quien no se le deja caer en la tentación, ciertamente no se le deja caer en la tentación de su mala voluntad, y si no se le deja caer en esta, en ninguna se le deja caer»[25].
La voluntad humana no está fuera de su poder. «A la voluntad de Dios, que “ha hecho en el cielo y en la tierra cuanto ha querido” (Sal. 134, 6) y que “hizo también las cosas futuras” (Is, 45, 11), no pueden contrastarle las voluntades humanas para impedirle hacer lo que se propone, pues de las mismas voluntades humanas, cuando le place, hace lo que quiere (…) por tener poderosísima facultad para mover los corazones humanos a donde le pluguiera»[26].
Dios siempre obra en el interior de los corazones o voluntades de manera justa. «Imprime el Omnipotente en el corazón de los hombres un movimiento de sus propias voluntades, de manera que por ellos hace cuanto quiere quien jamás supo querer injusticia»[27].
En la Sagrada Escritura se descubre que: «Dios obra en el corazón de los hombres con el fin de inclinar las voluntades humanas donde El quisiere, ya con misericordia hacia el bien, ya de acuerdo con sus méritos hacia el mal, en virtud siempre de su designio a veces claro, otras oculto, pero sin remisión justo»[28].
Hay que tener presente que: «“En Dios no hay injusticia” (Rom 9, 14). Y por eso, cuando se lee en los libros sagrados que Dios seduce a los hombres o que endurece o embota sus corazones, estad seguros que sus méritos malos han sido la causa de todo cuanto padecen, y por cierto con razón; y no se puede incurrir nunca en aquello que reprueban los Proverbios de Salomón: “La necedad del hombre tuerce sus caminos y luego echa la culpa a Dios” (Pr 19, 3). La gracia, en cambio, no se da según los méritos, puesto que en caso contrario la gracia ya no sería gracia. Llamase de hecho gracia porque gratis se da»[29].
Dios mueve interiormente a las voluntades para regenerarlas, pero sin cambiar su naturaleza voluntaria y libre. «La gracia de Dios no anula la humana voluntad, sino que de mala la hace buena y luego le ayuda». Esta doble acción de su gracia de conversión y ayuda en la voluntad no es única. «Dios no sólo hace buenas las malas voluntades y por el bien de actos honestos a la vida eterna las encamina, sino que el querer de los hombres en las manos de Dios está siempre»[30].
Confirma esta doctrina de la acción divina en la voluntad humana, la oración de petición de fe. «Si la fe sólo afectase a la libre voluntad y no fuera don de Dios, ¿a qué rogar por los que no quieren creer a fin de que crean? En vano haríamos esto si no creyésemos y con mucha razón, que Dios omnipotente puede volver a la fe aun las más perversas y contrarias voluntades (…) Si el Señor no pudiese librarnos de la dureza de corazón, no diría por el profeta: “Quitaré el corazón de piedra de su carne y les daré un corazón de carne» (Ez 36, 26)»[31].
Si la voluntad del hombre no necesitara la restauración por la gracia, no se diría que tiene su corazón o su alma de piedra o sin vida. «¿Podremos, pues, afirmar, sin desatino que en el hombre preceder debe el mérito de la buena voluntad para que en él sea cambiando el corazón de piedra, cuando éste significa voluntad pésima y absolutamente a Dios contraria? Donde precede la buena voluntad ya no hay corazón de piedra»[32].
La regeneración de la libertad
Todavía advierte San Agustín que de la afirmación bíblica «les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo»[33], podría inferirse: «la inutilidad del libre albedrío para los hombres»[34]. Sin embargo, en la Escritura también se dice: «Arrojad de sobre vosotros todas las iniquidades que cometéis y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de querer morir, casa de Israel? Que no quiero yo la muerte del que muere. Convertíos y vivid»[35].
Se pregunta, por ello, San Agustín: «¿Por qué nos manda. Si Él nos lo dará? ¿Por qué lo da, si el hombre lo ha de hacer, sino porque da lo que manda cuando ayuda a cumplir lo mandado? Siempre, por tanto, gozamos de libre voluntad; pero no siempre ésta es buena; porque o bien es libre de justicia, si al pecado sirve, o bien es libre de pecado, si sirve a la justicia y entonces es buena».
Por el contrario, añade: «La gracia de Dios siempre es buena y hace que tenga buena voluntad el hombre que antes la tenía mala. Por ella se logra que la misma buena voluntad que se inició aumente y crezca tanto, que llegue a poder cumplir los divinos preceptos, cuando con toda eficacia lo quiera»[36].
Si Dios puede, según su beneplácito mover, actuar y guiar la voluntad humana, cambiando sus afectos voluntarios, hay que pedirle esta premoción. «Como nuestra voluntad es por Dios preparada razón es que tanta voluntad le pidamos cuanta suficiente sea para que queriendo cumplamos. Cierto que queremos cuando queremos; pero aquél hace que queramos el bien, del que fue dicho: “La voluntad es preparada por el Señor” (Pr 8, 35, Set.), “El Señor dirige los pasos del hombre y éste quiere su camino” (Sal 36, 23) y “Dios (…) obra en vosotros el querer”(Flp 2, 13). Sin duda que nosotros obramos cuando obramos; pero Él hace que obremos al dar fuerzas eficacísimas a la voluntad, como lo dijo: “ haré que viváis según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis juicios” (Ez 36, 27). Cuando dice “haré que viváis” ¿qué otra cosa dice sino arrancaré de vosotros el corazón de piedra, por el que no obráis, y os daré el corazón de carne por el que obraréis? Y esto ¿quizá es otra cosa que os quitaré el corazón duro, que os impedía obrar, y os daré un corazón obediente, que os haga obra?»[37].
Esta doctrina de San Agustín sobre la gracia actual operante y cooperante, que mantiene la libertad del hombre y al mismo tiempo la necesaria acción de la gracia, incluso para la salvación de la misma libertad, la presenta como respuesta a los errores de los que niegan la absoluta gratuidad de la gracia, como hacían en su época los semipelagianos, y los que afirman la gracia sin libertad, tal como después hizo la reforma protestante. En esta obra, la expone porque: «Hay algunos que tanto ponderan y defienden la libertad, que osan negar y pretenden hacer caso omiso de la divina gracia, que a Dios nos llama, que nos libra de los pecados y nos hace adquirir buenos méritos, por los que podemos llegar a la vida eterna. Pero porque hay otros que al defender la gracia de Dios niegan la libertad, o que cuando defienden la gracia creen negar el libre albedrío»[38].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás, Suma Teológica, I-Ii, q. 111, a. 2, ad. 4.
[2] Ibíd., I-Ii, q. 111, a. 2, in c.
[3] Ibíd., I-II, q. 9, a. 6, ad 3.
[4] Dz 348., Carta Congratulamur vehementer, 13 de abril de 1063.
[5] Dz 177, II Concilio de Orange, contra los semipelagianos, año 529.
[6] Dz 317, Concilio de Quiercy, año 853.
[7] Dz 797, Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, año 1547, c.. 5.
[8] Santo Tomás, Suma Teológica, I-Ii, q. 111, a. 2, in c.
[9] Ibíd., I-Ii, q. 111, a. 2, ad 3.
[10] Ibíd., I-Ii, q. 111, a. 2, in c.
[11] Cf. Ibíd., I, q. 76, a. 4, in c.
[12] Ibíd., I, q. 115, a. 2, ad 4.
[13] San Agustín, De la gracia y del libre albedrío, c. 17, n. 33.
[14] Santo Tomás, Suma teológica, I-Ii, q. 111, a. 2, sed. c.
[15] San Agustín, De la gracia y del libre albedrío, c. 17, n. 33. Antes San Agustín escribe:: «Dice el Apóstol: “Cierto estoy de que el que comenzó en vosotros la buena obra la llevará al cabo hasta el día de Cristo Jesús” (Filip 1, 6).
[16] Santo Tomás, Suma teológica I-Ii, q. 111, a. 2, in c.
[17] San Agustín, Sermón 169, 13.
[18] Ibíd. Cf. Santo Tomás, Suma teológica, I-Ii, q. 111, a. 2, ob. 2.
[19] Santo Tomás, I-Ii, q. 111, a. 2, ad 2.
[20] San Agustín, Epístolae, 217, 4, 12.
[21] Rom 9, 16.
[22] San Agustín, Epístolae, 217, 1, 3.
[23] Sal 126, 1.
[24] San Agustín, Enarrationes in psalmos, 126, n. 2
[25] ÍDEM, Del don de la perseverencia, 6, 12.
[26] ÍDEM, De la corrección de la gracia, c. 14., 45.
[27] ÍDEM, De la gracia y del libre albedrío, c. 21, 42.
[28] Ibíd., c. 22, 43.
[29] Ibíd.
[30] Ibíd., c. 20, 41.
[31] Ibíd., c. 14, 29. «Les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros, quitaré el corazón de piedra de su carne y les daré un corazón de carne» (Ez 36, 26).
[32] Ibíd. , c. 14, 29.
[33] Ez 36, 26.
[34] San Agustín, De la gracia y del libre albedrío, c. 15, 31.
[35] Ez 18, 31-32.
[36] San Agustín, De la gracia y del libre albedrío, c. 15, 31.
[37] Ibíd., c. 16, 32.
[38]Ibíd., c.1, 1.
1 comentario
A propósito, compré su libro ! A Vosotros, Jóvenes! Llevo leídas sólo unas páginas, y me gusta bastante. Se lo recomendaría a cualquier joven de nuestros días. Gracias.
los consejos de San Agustín y Santo Tomás a la juventud, que, como ha notado, son de una gran actualidad. Son dos grandes maestros también para los jóvenes. Muchas gracias por todo.
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