30.12.09

(53) Dionisio Borobio –eucaristía

–¿Al menos respetará la presencia real eucarística, no?
–No, hijo, no. La explica de modo inconciliable con la doctrina de la Iglesia.

Comento ahora el libro de Dionisio Borobio, Eucaristía, publicado en la BAC, en la colección de manuales de teología Sapientia Fidei, nº 23, Madrid 2000, 425 páginas, promovida por la Conferencia Episcopal Española. Yo denuncié esta obra –y creo que también otros antes y después–, en la Comisión Episcopal de la Doctrina de la Fe primero, en la Congregación romana correspondiente después, y finalmente en el Arzobispado de Madrid, pero sin resultado alguno.

El profesor Dionisio Borobio nace en Soria el año 1938. Formado en el Seminario de Bilbao, es sacerdote diocesano de Bilbao desde su ordenación en 1965.

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27.12.09

(52) Olegario González de Cardedal –y II. cristología

–Después de lo que me dijo en el anterior post, ya no me atrevo ni a hablar.
–Mejor así. El Señor le hará pasar de un silencio penitente a un hablar prudente.

Continúo comentando la Cristología del profesor Olegario González de Cardedal, publicada en la BAC, en la colección de manuales de teología Sapientia Fidei, nº 24, Madrid 2001, 601 págs.

La perversión del lenguaje teológico causa graves daños a la fe. Ese terrorismo verbal –la humanidad de Jesús se hace «fantasmagórica» sin la persona humana; la muerte de Cristo «no la quiso Dios», no era «inherente a su misión», pues no es Dios «un Dios violento y masoquista», etc.– indica una teología de calidad intelectual y verbal sumamente precaria. Es una «teología» que oscurece esa ratio fide illustrata, que ha de investigar y expresar, con mucha paz y exactitud, los grandes misterios de la fe. Como hemos visto, González de Cardedal lamenta que «en los últimos tiempos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la soteriología cristiana» al hablar de sacrificio, expiación, etc.; pero no advierte que es él quien, por sí mismo o por la presentación del pensamiento de otros, produce en buena parte esa perversión sin pretenderla.

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24.12.09

(51) Olegario González de Cardedal –I. cristología

–¿Y ahora contra quién se va a meter?
–Por favor, modere un poco más sus expresiones, porque de lo contrario, con perdón, voy a tener que eliminarlo. Del blog, se entiende. Y me daría pena.

Hay en la Iglesia una disidencia moderada en realidad no tan moderada, según veremos–, que con cierta frecuencia una parte de la Autoridad apostólica tolera, y que incluso en algunos casos promueve, lo que resulta todavía más llamativo. Pensando únicamente en la salud del pueblo católico, creo que esa disidencia debe ser denunciada con fuerza y claridad. En cierto modo, por su aparente respetabilidad, es más peligrosa que la disidencia abierta, la de un González Faus, Torres-Queiruga, Castillo, Tamayo, Forcano, Marciano Vidal, Sobrino y otros, por citar solo autores españoles. Algunos de éstos, incluso, han sido objeto en la Iglesia de reprobaciones públicas. Comienzo, pues, mi análisis crítico sobre algunas obras no reprobadas de dudosa o errónea teología.

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17.12.09

(50) Indigenismo teológico desviado –y III. un libro sobre Guadalupe

–¿Y ha habido por parte de la Autoridad apostólica alguna reprobación de este libro?
–Que yo sepa, no. Eso es lo más grave.

Sacrificios humanos espantosos y diabólicos. –Espantosos. El capitán Andrés Tapia, visitando con un compañero el interior del teocali de Tenochtitlán, se espanta al ver innumerables palos, cada uno con calaveras ensartadas por las sienes. Contando las hileras de palos y multiplicando, calcularon «haber 136.000 cabezas»: un mundo de calaveras innumerable y aterrador (Relación… sobre la conquista de México). El museo de Camboya después de Pol Pot. –Diabólicos. Ya recordé la enseñanza de Cristo: el diablo, padre de la mentira, ataca al hombre principalmente con el arma sutil del engaño; y es homicida desde el principio (Jn 8,43-44). Es ésta la verdad que iluminó la interpretación que dieron los misioneros a los espantosos homicidios rituales que conocieron en el mundo azteca. Así, por ejemplo, el bendito fraile, misionero y antropólogo, padre Bernardino de Sahagún, tras escuchar a tantos informantes indios durante medio siglo, comenta espantado:

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14.12.09

(49) Indigenismo teológico desviado –II. un libro sobre Guadalupe

–¿Y qué hacemos, padrecito, con las enormidades que nos dicen estos expertos?
–Ignorarlas, m’hijito, ignorarlas. No darles crédito. Y rezar mucho.

Continúo transcribiendo algunos textos del libro El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego, escrito por tres eminentes historiadores, ya citados. Y sigo señalando en cursiva los errores más graves.

La heroica y excelsa religiosidad azteca fue reconocida y premiada por el Evangelio. Cuando Juan Diego recibe la maravillosa aparición de la Virgen de Guadalupe,

«en ese instante captó que no existía oposición ninguna entre su religión y cultura ancestrales y su fe cristiana, antes culminación entre su antigua fe, la de “los antiguos, nuestros antepasados, nuestros abuelos” y lo que como cristiano está recibiendo en ese momento… Aquí Juan Diego capta en seguida lo que luego le dirá la Virgen Santísima: que no hay contradicción, antes culminación, entre su antigua fe» y el cristianismo (176, nota).

De este modo prodigioso, el acontecimiento guadalupano, con la Virgen mestiza, aparecida en la morada de la antigua diosa Coatlícue Tonatzin, en la misma cuna de Huitzilopochtli, venía a significar para los indios una «plena aceptación de su heroico pasado y aliento y esperanza de un condigno futuro» (192). Podían, pues, seguir con la Regla de Vida de sus antepasados «¡y no cambiándola, sino dándole plenitud! (Mt 5,17)» (195).

Nunca en la historia de la humanidad hubo un pueblo tan fiel a Dios como el azteca. Antes de las preciosas apariciones de la Virgen de Guadalupe el desconcierto de aquellos indios era absoluto cuando los misioneros les hablaban de su venerada religión como de un culto falso, abominable y diabólico. «Sin embargo, aunque ya no pensemos así y estemos seguros de que tales héroes del pensamiento y cumplimiento religioso se salvaron todos [así lo dicen los tres autores], todavía podemos preguntarnos: ¿Cómo es posible que, aunque no haya sido sino a nivel temporal, haya podido Dios corresponder a la máxima fidelidad que en toda la historia le ha tenido pueblo alguno, bien que a través del error, entregándolo [en la conquista y evangelización del XVI] a la muerte, a la destrucción y a la esclavitud?» (163).

Esta angustiosa pregunta solamente es respondida de forma convincente en el maravilloso acontecimiento de Guadalupe. Al evangelizar a los mexicanos, Dios premia su absoluta entrega y fidelidad religiosas: «Ometéotl tomó la iniciativa de venir Él al indio, reconocer y magnificar su fidelidad heroica y ofrecerle premiársela con las más apoteótica de las coronas: ¡Convidarle a ser hijo de su propia Madre!» (164).

El ayate de Juan Diego es el testimonio más fidedigno de la perfecta continuidad entre la religiosidad azteca y la cristiana. La imagen de la Virgen de Guadalupe aparecida en la tilma (poncho) de Juan Diego, se nos dice en este libro, era para los indios un códice pictográfico portador de una mensaje nuevo y maravilloso (189ss). Pero «hubieron de pasar más de cuatro siglos para que cayéramos en la cuenta de eso, de que la imagen de la Señora del Cielo era un mensaje, un “Códice” indígena» (194). «Quizá nunca podamos “traducir” todo ese “Evangelio pictográfico” que de inmediato ganó a la Fe al Anáhuac entero» (195).

La tarea de traducir el lenguaje pictográfico del milagroso ayate de Juan Diego es ciertamente una tarea muy difícil, pero nuestros tres autores, ayudándose de expertos, la intentan animosamente. Y la traducción de la tilma no la ofrecen como una hipótesis, sino como un dato cierto, cientifico, indiscutible. Veamos: ¿qué significaba realmente para los indios la imagen bellísima de la Virgen de Guadalupe? Abrevio mucho:

El manto lleva a los indios a pensar en Huitzilopochtli. Las estrellas, el cielo azul oscuro y estrellado es… otro de los atributos de Ometéotl (cf. 197)… El toque más indio del cuadro es el ángel que sostiene a la Señora, que para un europeo no significaría más que un querubín decorativo, mofletudo y sonrosado; pero «si hacemos el intento de observarlo con mente india… lo primero espontáneamente que asociaríamos con su calidad de ser emplumado sería, por supuesto, a la “Serpiente Emplumada”, a Quetzalcóatl» (198-199). La túnica rosada de la Virgen era el color de Huitzilopochtli… Que el ángel sea un joven de adusta expresión de anciano «hace evocar a Telpochtli: “El Mancebo”, una de las advocaciones nada menos que de Tezcatlipoca, el más “diabólico” de los dioses mexicanos y enemigo de Quetzalcóatl. Y es imposible rehusar su identificación, puesto que», etc. (200).

Los dioses mexicanos son, pues, los padrinos presentadores de la Virgen y del Evangelio para el pueblo. Fijémonos por último, siguen diciendo los tres autores, en esas alas, que son también puñales rojos y blancos, y advertimos que

«se trata de Itzpapálotl: “La Mariposa de Obsidiana”, deidad del sacrificio y de la penitencia, cuya misión era subir hasta los dioses los corazones y el chalchíhuatl humanos que se les ofrendaban. O sea que la máxima expresión de la piedad indígena, que los frailes denostaban como nada más que crímenes y oprobio, ¡figura aquí también [en la tilma sagrada de San Juan Diego] como introductora de la Reina del Cielo!» (200). «No era, pues, poca la audacia de ese misterioso y genial Tlacuilo [escriba] al poner a los principales dioses mexicanos como padrinos de la Madre de Ometéotl. San Pablo hubiera estado de acuerdo, conforme a lo que dijo a los atenienses… Mas esa apertura de criterio se había perdido en la Iglesia, hasta que no la rescató el Vaticano II» (201).

«Reuniendo, pues, todos esos cabos sueltos y “traduciendo” el mensaje completo, nos encontramos con algo casi imposible de admitir, pero aún más imposible de negar […] Que su antigua religión había sido buena, que había nacido de Dios y los había elevado a merecer su amor y su premio, que era lo que ahora precisamente recibían, promoviéndolos a algo sin comparación superior: “¡Bien, siervo bueno y fiel!, en lo poco fuiste fiel, a lo mucho te elevaré: ¡Entra en el gozo de tu Señor!” (Mt 25,21)» (201-202). «¡Y eso había sucedido! Eso les decía la imagen de la Señora del Cielo, y eso había sido mérito de ellos y de sus antepasados, por su fidelidad absoluta, aún a través de máscaras y sueños» (203).

Hasta aquí los textos de nuestros tres autores.
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Las semillas del Verbo preceden al Evangelio en la historia religiosa de los pueblos. Esto lo supo la Iglesia desde el principio. San Pedro dice de Dios que, «en cualquier nación, todo el que lo teme y practica la justicia es agradable a él» (Hch 10,35). Y como afirmaba Juan Pablo II en una catequesis (9-IX-1998), «la doctrina de la Iglesia, recordando la antigua enseñanza de los Padres, no rechaza nada de cuanto en las diversas religiones hay de verdadero y noble. Sabe que son “las semillas del Verbo”, “las semillas de la verdad”, presentes y operantes en todos los pueblos, como reflejos de la luz de Cristo, que “ilumina a todo hombre”» (Jn 1,9; cf. Vat. II, Ad gentes 11; Lumen gentium 17).

Causa admiración profunda comprobar, por ejemplo, que el salmo bíblico 103 contempla a Dios en la creación de un modo casi idéntico a aquel himno al Dios-Sol del tiempo del faraón Akenaton (s. XIV a.Cto.). Es sorprendente que Aristóteles (s.IV a.Cto.) alcance a ver a Dios como el Ser supremo, único, eterno, espiritual, transcendente, omnipotente, acto puro, causa y motor inmóvil de todo el universo, vivificador de todos los vivientes… Son intuiciones religiosas o filosóficas de asombrosa pureza y altura. También nos maravillan en el mundo religioso de México algunas creencias sobre Dios, ciertas oraciones bellísimas, no pocos aspectos de la educación moral, familiar y social (Iraburu, Hechos de los apóstoles de América 75-77).

Pero afirmar que la religiosidad azteca alcanza «las máximas alturas a que ha podido llegar la mente humana en su reflexión sobre Dios» es, más que una exageración enorme, una enorme falsedad. Un Dios que necesita continuamente el sacrificio de miles y miles de hombres, para sostener con sangre humana la vida y el orden cósmico, queda muy por debajo del «dios» de Aristóteles y de tantos otros «dioses» paganos.

También es inadmisible decir que el pensamiento azteca sobre Dios «podría equipararse –y superar– al pensamiento europeo de su época», pues éste que traían y predicaban los misioneros del XVI no era otro que el de nuestro Señor Jesucristo, el de Juan y Pablo, el de Agustín, Bernardo, Tomás y Francisco de Asís, el del concilio de Trento, el del Catecismo de San Pío V. No puede decirse, pues, de los aztecas que «su idea de Dios era tan o más cristiana que la de sus evangelizadores». Y también nos parece un grueso error afirmar que el monismo múltiple del Dios mexicano «contradice tanto y tan poco al principio monoteístico como la Trinidad cristiana». Todos éstos son excesos verbales y doctrinales inadmisibles.

Tampoco podemos creer que aquellos sacrificios humanos eran gratos a Dios. No estaban equivocados los misioneros, pensando que aquello solo podía ser engaño del demonio. Enseña Jesucristo a los judíos: «vosotros tenéis por padre al diablo, y queréis hacer los deseos de vuestro padre. Él es homicida desde el principio… Cuando dice mentiras, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,43-44). Los que se equivocan completamente son los historiadores y teólogos que exacerban el indigenismo llevándolo al extremo de graves errores.

No podemos menos de recordar aquí las descripciones alucinantes que de esos ritos sangrientos hacen los primeros misioneros de México. El franciscano Motolinía, que tanto quería a aquellos indios y a quienes entregó toda su vida, describe el navajón que abría el pecho de las víctimas, la extracción del corazón, los cuerpos rodando hacia abajo por las gradas del teocali, las comidas festivas de las carnes victimadas (canibalismo religioso), el desollamiento de los sacrificados, las danzas rituales de los que se revestían de sus pieles, sangre y más sangre por todos lados… (Historia de los Indios de Nueva España I,6). Y también los soldados de Cortés, como Bernal Díaz del Castillo, quedan horrorizados al ver tanta sangre en el teocali de Tenochtitlán –la gran pirámide truncada de la actual ciudad de México–, viendo todo «tan bañado y negro de costras de sangre, que todo hedía muy malamente» (Historia verdadera de la conquista de la Nueva España 92).

Los sacrificios humanos de los aztecas eran numerosísimos. El calendario litúrgico habitual de su religión exigía grandes matanzas de hombres cada año. El primer Obispo de México, fray Juan de Zumárraga, en carta de 1531 al Capítulo franciscano reunido en Tolosa, informa que los indios «tenían por costumbre en esta ciudad de México cada año sacrificar a sus ídolos más de 20.000 corazones humanos» (cf. fray Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana V,30). Fray Bernardino de Sahagún, franciscano, llegado a México en 1529, se dedicó durante medio siglo a conocer y a poner por escrito, con minuciosidad de antropólogo admirable, todas las cosas del mundo azteca, también las religiosas, informándose de cada una con la ayuda de sacerdotes y eruditos mexicanos, describe detalladamente el curso de los diversos sacrificios rituales en cada uno de los 18 meses del año, de 20 días cada uno.

En el mes 1º «mataban muchos niños»; en el 2º «mataban y desollaban muchos esclavos y cautivos»; en el 3º, «mataban muchos niños», y «se desnudaban los que traían vestidos los pellejos de los muertos, que habían desollado el mes pasado»; en el 4º, como venían haciendo desde el mes primero, seguían matando niños, «comprándolos a sus madres», hasta que venían las lluvias; en el 5º, «mataban un mancebo escogido»; en el 6º, «muchos cautivos y otros esclavos»…

Y así un mes tras otro. En el 10º «echaban en el fuego vivos muchos esclavos, atados de pies y manos; y antes que acabasen de morir los sacaban arrastrando del fuego, para sacar el corazón delante de la imagen de este dios»… En el 17º mataban una mujer, sacándole el corazón y decapitándola, y el que iba delante del areito [canto y danza], tomando la cabeza «por los cabellos con la mano derecha, llevábala colgando e iba bailando con los demás, y levantaba y bajaba la cabeza de la muerta a propósito del baile». En el 18º, en fin, «no mataban a nadie, pero el año del bisiesto que era de cuatro en cuatro años, mataban cautivos y esclavos». Los rituales concretos –vestidos, danzas, ceremoniales, modos de matar– estaban exactamente determinados para cada fiesta, así como las deidades que en cada solemnidad se honraban (Historia general de las cosas de la Nueva España, lib.II). Es de notar que no había ningún mes que reservara el supremo honor del sacrificio ritual a los nobles y ricos aztecas.

Por otra parte, con ocasión de acontecimientos notables, se multiplicaba grandemente la cifra de las víctimas ofrecidas. Por ejemplo, al inaugurarse el Calendario Azteca, esa notable piedra circular, se sacrificaron 700 víctimas. Y en la inauguración del gran teocali de Tenochtitlán, solo un poco antes de la llegada de los españoles, unas 20.000 personas fueron sacrificadas, según narra el Códice Telleriano. Da otra cifra el noble mestizo Alva Ixtlilxochitl, pues estima en su crónica que fueron más de 100.000 las víctimas ofrecidas a lo largo del año (Historia de la nación chichimeca cp. 60).

Continuaré, si Dios quiere.

José María Iraburu, sacerdote

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