(150) La Cruz gloriosa –XIV. La devoción a la Cruz. 10
–¿Y eso de alegrarse en el sufrimiento no será un poco morboso?
–Está mandado: «alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Y en la vida se suceden las alegrías y las penas. Luego debemos alegrarnos también en las penas. ¿Falla el silogismo por algún lado?
Santa Rosa de Lima (+1617)
Nació en Lima el año 1586. Como Santa Catalina de Siena, se hizo terciaria dominica y vivió siempre en su casa familiar. Se dedicó a una vida de oración y penitencia, y llegó a una altísima contemplación. Es Patrona de América, y la primera santa canonizada en aquel continente. Al doctor Castillo, su médico y confidente, le escribe:
«El divino Salvador, con inmensa majestad, me dijo: “que todos sepan que la tribulación va seguida de la gracia; que todos se convenzan que sin el peso de la aflicción no se puede llegar a la cima de la gracia; que todos comprendan que la medida de los carismas aumenta en proporción con el incremento de las fatigas. Guárdense los hombres de pecar y de equivocarse: ésta es la única escala del paraíso, y sin la cruz no se encuentra el camino de subir al cielo”.
«Apenas escuché estas palabras, experimenté un fuerte impulso de ir en medio de las plazas, a gritar muy fuerte a toda persona de cualquier edad, sexo o condición: “Escuchad, pueblos, escuchad todos. Por mandato del Señor, con las mismas palabras de su boca, os exhorto. No podemos alcanzar la gracia, si no soportamos la aflicción; es necesario unir trabajos y fatigas para alcanzar la íntima participación en la naturaleza divina, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta felicidad del espíritu”.
«El mismo ímpetu me transportaba a predicar la hermosura de la gracia divina; me sentía oprimir por la ansiedad y tenía que llorar y sollozar. Pensaba que mi alma ya no podría contenerse en la cárcel del cuerpo, y más bien, rotas sus ataduras, libre y sola y con mayor agilidad, recorrer el mundo, diciendo: “¡Ojalá todos los mortales conocieran el gran valor de la divina gracia, su belleza, su nobleza, su infinito precio, lo inmenso de los tesoros que alberga, cuántas riquezas, gozos y deleites! Sin duda alguna, se entregarían, con suma diligencia, a la búsqueda de las penas y aflicciones. Por doquiera en el mundo, antepondrían a la fortuna las molestias, las enfermedades y los padecimientos, incomparable tesoro de la gracia. Tal es la retribución y el fruto final de la paciencia. Nadie se quejaría de sus cruces y sufrimientos, si conociera cuál es la balanza con que los hombres han de ser medidos”».
(De los Escritos de Santa Rosa de Lima: > LH 23 agosto).
San Luis María Grignion de Montfort (+1717)
Nacido en Francia, cerca de Rennes (1673), ordenado sacerdote (1700), terciario dominico, se dedicó a la predicación de misiones populares. Fue expulsado de varias diócesis por las Autoridades pastorales filo-jansenistas. Escribió varios libros excelentes, el más conocido el «Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen», perdido y publicado mucho después de su muerte (1843). Su «Carta a los Amigos de la Cruz», dirigida a una hermandad, así llamada, que él había fundado al finalizar una Misión, es una preciosa síntesis teológica y espiritual sobre el misterio de la Cruz en Cristo y en los cristianos.
«Os llamáis Amigos de la Cruz ¡Qué nombre tan grande!» (3)… «Un Amigo de la Cruz es un rey omnipotente, es un héroe que triunfa sobre el demonio, el mundo y la carne en sus tres concupiscencias [1Jn 2,16] Al amar las humillaciones, espanta el orgullo de Satanás. Al amar la pobreza, vence la avaricia del mundo. Al amar el dolor, mata la sensualidad de la carne» (4).
«Acordáos, mis queridos cofrades, de que nuestro buen Jesús os está mirando ahora, y os dice a cada uno en particular: “Ya ves que casi toda la gente me abandona en el camino real de la Cruz… Y hasta las propios miembros míos, que he animado con mi espíritu, me han abandonado y despreciado, haciéndose enemigos de mi Cruz [Flp 3,18]. ¿También vosotros queréis marcharos? [Jn 6,67]. ¿También vosotros queréis abandonarme, huyendo de mi Cruz, como los mundanos, que son en esto verdaderos anticristos? [1Jn 2,18]. ¿Es que queréis vosotros, para conformaros con el siglo presente [Rm 12,2], despreciar la pobreza de mi Cruz, para correr tras las riquezas; evitar el dolor de mi Cruz, y buscar los placeres; odiar las humillaciones de mi Cruz, para ambicionar los honores?» (11).
Si alguno quiere venirse conmigo, cargue con su cruz… Esta frase «se refiere al reducido número de los elegidos [Mt 20,16], que quieren configurarse a Jesucristo crucificado, llevando su cruz. Es un número tan pequeño, que si lo conociéramos, quedaríamos pasmados de dolor. Es tan pequeño que apenas si hay uno por cada diez mil» (14).
«Os gloriáis con toda razón de ser hijos de Dios. Gloriáos, pues, también de los azotes que este Padre bondadoso os ha dado y os dará más adelante, pues él castiga a todos sus hijos [Prov 3,11-12; Heb 12,5-8; Ap 3,19]. Si no fuérais del número de sus hijos amados, seríais del número de los condenados, como dice San Agustín: “quien no llora en este mundo, como peregrino y extranjero, no puede alegrarse en el otro como ciudadano del cielo”…
«Amigos de la Cruz, discípulos de un Dios crucificado: el misterio de la Cruz es un misterio ignorado por los gentiles, rechazado por los judíos (1Cor 1,23), y despreciado por los herejes y los malos católicos. Pero es el gran misterio que habéis de aprender en la práctica en la escuela de Jesucristo, y que solamente en su escuela podréis aprender» (25).
«Sois miembros de Jesucristo. ¡Qué honor, pero qué necesidad hay en ello de sufrir! Si la Cabeza está coronada de espinas ¿estarán los miembros coronados de rosas? Si la Cabeza es escarnecida y ensuciada por el barro camino del Calvario ¿se verán los miembros cubiertos de perfumes sobre un trono?… No, no, mis queridos Compañeros de la Cruz, no os engañéis: esos cristianos que veis por todas partes, vestidos a la moda, altivos y engreídos hasta el exceso, no son verdaderos discípulos de Jesús crucificado. Y si pensárais de otro modo, ofenderíais a esa Cabeza coronada de espinas y a la verdad del Evangelio. ¡Ay Dios mío, cuántas caricaturas de cristianos, que pretenden ser miembros del Salvador, son sus más alevosos perseguidores!» (27).
«Mirad, Amigos de la Cruz, mirad delante de vosotros una inmensa nube de testigos [Heb 12,1], que demuestran sin palabras lo que os estoy diciendo» (30)… «Mirad a tantos apóstoles y mártires teñidos con su propia sangre; a tantas vírgenes y confesores empobrecidos, humillados, expulsados, despreciados, clamando a una con San Pablo: mirad a nuestro buen “Jesús, el autor y consumador de la fe” [Heb 12,2], que en él y en su cruz profesamos. Él tuvo que padecer para entrar por su cruz en la gloria [Lc 24,26]. Mirad, junto a Jesús, una espada afilada que penetra hasta el fondo del corazón tierno e inocente de María [Lc 2,35]» (31). «Después de todo esto ¿quién de nosotros podrá eximirse de llevar su cruz?» (31).
«Llevad vuestra cruz alegremente: encontraréis en ella una fuerza victoriosa a la que ningún enemigo vuestro podrá resistir [Lc 21,15], y gozaréis de una dulzura inmensa, con la que nada puede compararse. Sí, hermanos míos, sabed que el verdadero paraíso terrestre está en “sufrir algo por Jesucristo” [Hch 5,41]… Imaginad todas las mayores alegrías que puedan darse en esta tierra: pues bien, todas están contenidas y sobrepasadas por la alegría de una persona crucificada, que sabe sufrir bien» (34).
«Alegraos, pues, y saltad de gozo cuando Dios os regale con alguna buena cruz, porque, sin daros cuenta, recibís lo más grande que hay en el cielo y en el mismo Dios. ¡Regalo grandioso de Dios es la cruz!» (35). San Juan Crisóstomo decía: «Si así me fuera dado, yo dejaría el cielo con mucho gusto para padecer por el Dios del cielo» (37).
«Aprovecháos de los pequeños sufrimientos aún más que de los grandes… Si se diera el caso de que pudiéramos elegir nuestras cruces, optemos por las más pequeñas y deslucidas, frente a otras más grandes y llamativas… No desperdiciéis ni la menor partícula de la verdadera Cruz, aunque solo sea la picadura de un mosquito de un alfiler, la dificultad de un vecino, la pequeña injuria de un desprecio, la pérdida mínima de un dinero, un ligero malestar de ánimo, un cansancio pasajero del cuerpo, un dolorcillo de uno de vuestros miembros, etc. Sacad provecho de todo, como el que atiende su comercio, y así como él se hace rico ganando centavo a centavo en su mostrador, así muy pronto vosotros vendréis a ser ricos según Dios. A la menor contrariedad que os sobrevenga, decid: “¡Bendito sea Dios, gracias, Dios mío!” (49).
«Cuando se os pide que améis la cruz no se os está hablando de un amor sensible, que es imposible a la naturaleza» (50)… «Dios no os exige que améis la cruz con la voluntad de la carne [Jn 1,13]» (51). «Existe otro amor de la cima del alma, como dicen los maestros de la vida espiritual. Por él, sin sentir alegría alguna en los sentidos, sin captar en el alma ningún placer razonable, sin embargo, se ama y se gusta, a la luz de la pura fe, la cruz que se lleva» (53).
«Mirad las llagas y los dolores de Jesús crucificado… Cuando os veáis atacados por la pobreza, la abyección, el dolor, la tentación y las otras cruces, armaos con el pensamiento de Jesucristo crucificado, que será para vosotros escudo, coraza, casca y espada de doble filo [Ef 6,11-18]. En él hallaréis la solución de todas las dificultades y la victoria sobre cualquier enemigo» (57).
«Jamás os quejéis voluntariamente, murmurando de las criaturas de las que Dios se sirve para afligiros» (59). «Nunca recibáis una cruz sin besarla humildemente con agradecimiento» (60). «Si queréis haceros dignos de las cruces que os vendrán sin vuestra participación, y que son las mejores, procuráos algunas cruces voluntarias, con el consejo de un buen director» (61).
San Juan Eudes (+1680)
Ingresa en el Oratorio del cardenal de Bérulle, del que sale para fundar la Congregación de Jesús y María (1643), especialmente dedicada a los seminarios y a las misiones populares.
«La Cruz, y todos los misterios que se realizaron en la vida de Jesús, han de realizarse en los miembros de Cristo, es decir, en cuantos vivimos la vida de Jesús. Debemos continuar y completar en nosotros los estados y misterios de la vida de Cristo, y suplicarle con frecuencia que los consume y complete en nosotros y en toda su Iglesia.
«Porque los misterios de Jesús no han llegado todavía a su total perfección y plenitud. Han llegado, ciertamente, a su perfección y plenitud en la persona de Jesús, pero no en nosotros, que somos sus miembros, ni en su Iglesia, que es su cuerpo místico. El Hijo de Dios quiere comunicar y extender en cierto modo y continuar sus misterios en nosotros y en toda su Iglesia, ya sea mediante las gracias que ha determinado otorgarnos, ya mediante los efectos que quiere producir en nosotros a través de estos misterios. En este sentido, quiere completarlos en nosotros.
«Por esto, san Pablo dice que Cristo halla su plenitud en la Iglesia y que todos nosotros contribuimos a su edificación y “a la medida de Cristo en su plenitud” [Ef 4,13],es decir, a aquella edad mística que él tiene en su cuerpo místico, y que no llegará a su plenitud hasta el día del juicio. El mismo apóstol dice, en otro lugar, que “él completa en su carne los dolores de Cristo” [Col 1,24].De este modo, el Hijo de Dios ha determinado consumar y completar en nosotros todos los estados y misterios de su vida….
«Quiere completar en nosotros el misterio de su pasión, muerte y resurrección, haciendo que suframos, muramos y resucitemos con él y en él. Finalmente, completará en nosotros su estado de vida gloriosa e inmortal, cuando haga que vivamos, con él y en él, una vida gloriosa y eterna en el cielo. Del mismo modo, quiere consumar y completar los demás estados y misterios de su vida en nosotros y en su Iglesia, haciendo que nosotros los compartamos y participemos de ellos, y que en nosotros sean continuados y prolongados.
«Según esto, los misterios de Cristo no estarán completos hasta el final de aquel tiempo que él ha destinado para la plena realización de sus misterios en nosotros y en la Iglesia, es decir, hasta el fin del mundo».
(Tratado sobre el reino de Jesús, parte 3, 4: > LH viernes, XXXIII semana).
José María Iraburu, sacerdote
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