(165-2) Felicitaciones de Navidad
–Perdone, pero la imagen me parece de un tamaño demasiado desmesurado. Se ha pasado usted.
–Contesto. Incurre usted en manifiesta tautología, pues todo lo que es desmesurado es demasiado. Y segundo, la imagen no es desmesurada, porque nos va a servir como ejemplo de ciertas tarjetas de felicitación navideña verdaderamente enormes.
En esa grande y maravillosa imagen de Domenico Ghirlandaio (Adoración de los Magos, 1490, Ospedale degli Innocenti, Florencia), el pintor incluye a la Sagrada Familia, los tres Reyes magos, un Juan Bautista ya crecido, un grupo muy numeroso de acompañantes humanos terrestres y otro más, arriba, de ángeles celestiales, una ciudad, montañas y un río con barquitos, la mula, el buey y varios caballos. El cuadro es realmente una maravilla. Pero, desde luego, si va a servir de tarjeta de Navidad, tendrá que ser ésta bien grandota.
Por estas fechas del Adviento recibimos felicitaciones de Navidad de nuestros familiares y amigos, de comunidades e instituciones diversas, civiles y eclesiásticas. Es una costumbre muy hermosa, que colabora al ambiente festivo navideño, une a las familias y a veces a personas que apenas se relacionan durante el año. Pero sobre todo es costumbre muy buena porque da una ocasión preciosa para confesar la fe en Jesucristo, nuestro único Salvador.
Un solo nombre, el de Jesús, nos ha sido dado bajo los cielos en el que podemos ser salvados.
Llegan a veces felicitaciones de origen ignoto: no traen remite en el sobre y vienen firmadas, por ejemplo, por Teresa; lo que viene a significar: ¿Qué Teresa pueda haber para usted, sino yo?… (Quizá confíe la firmante en que la reconozcamos por la letra o, quién sabe, por la voz). También recibimos felicitaciones de empresas, bancos y asociaciones que, sin tener conocimiento personal del destinatario, nos declaran su afecto, a veces nominalmente –«Estimado Don José María»: conmovedor–, al paso que nos ofrecen sus servicios o simplemente nos publicitan (el DRAE admite el término) su existencia.
El Señor Dios le dará el trono de David, reinará en la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin.
Llegan tarjetas en formas y estilos diversos, dípticos, simples postales, trípticos, estampas alargadas, y de vez en cuando tarjetones enormes, quizá con dorados y letras en relieve, que bien podemos calificar de desmesurados. A veces las felicitaciones de Navidad –abandonen toda esperanza de que use la palabra christmas– nos traen obras de grandes pintores antiguos o modernos sobre temas religiosos, fotografías de retablos o de belenes. No faltan los dibujos infantiloides, hoy de moda –no conocidos jamás, felizmente, en la historia del arte cristiano– en los que Jesús, María y José aparecen caricaturizados con apariencia de monigotes o payasos, muy simpáticos en la intención del autor. La secularización desacralizante alcanza a todo.
A veces llegan felicitaciones de Navidad que nada tienen que ver con ésta. Que traen, por ejemplo, la fotografía de un estribo de caballo, con bota de montar incorporada, fusta y boleadoras, dejando claro así que proceden de Argentina; o una bailaora bien adornada con peineta y vestido con faralaes, de origen inequívocamente andaluz. Y no conviene silenciar la posibilidad de que, por ejemplo, una familia cristiana más bien despistada –Dios la bendiga– nos envíe una tarjeta de la antinatalista UNICEF, firmante con otros organismos internacionales de las infames «Directrices Internacionales para la Educación Sexual» (2009). Es solo un ejemplo.
Sobre ti, Jerusalén, amanecerá el Señor, y todos los pueblos caminarán a su luz.
Poco valen, eso sí, las tarjetas navideñas que ignoran el nombre de Jesús, que expresan solamente buenos deseos de «paz y felicidad», «éxitos y buena salud», y que aluden sin más a «estos días de fiesta» –¿puede decirnos qué festejamos?–, a «reuniones familiares entrañables», «amor y alegría», etc. Sí, es cierto: hasta aquí llegó la desacralización.
Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Llegan también, aunque pocos, desmesurados tarjetones carísimos, muy grandes, mitad o dos tercios de A4, impresos en calidad óptima. No costarán menos de tres o cinco euros, con su sobre de medida propia y su franqueo postal especial. Proceden a veces de ciertos eminentes Eclesiásticos y de grandes Instituciones católicas, que al parecer estiman estos supertarjetones como una expresión adecuada de su altísima dignidad e importancia. Si procedieran de algún Banco, por ejemplo, no nos sorprenderían demasiado, porque las Agencias de publicidad son capaces de convencer al Consejo de Administración más tacaño de la indecible rentabilidad de sus productos. Vale. Pero que procedan de eminentes Eclesiásticos y de altas Instituciones católicas, como digo, eso ya no nos agrada tanto –aunque suspendamos el juicio en cada caso concreto–. Si me los envían a mí, a veces sin apenas conocerme, es de pensar que muchos cientos de personas lo recibirán también.
Hoy os ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David. Y ésta os será la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre: en un pesebre de animales.
Quizá me objeten que esto de los tarjetones desmesurados es un hecho mínimo y aislado. Reconozco que es mínimo –aunque no tan mínimo–. Pero no creo que sea aislado. Un cristiano o una institución católica tienen de la pobreza evangélica una cierta idea, une certaine idée. Y lo normal es que ese espíritu lo apliquen más o menos a todo: casa, coche, hábitos dietéticos, vestimenta, muebles, viajes, seguros complementarios de salud, vacaciones, revisiones médicas, etc. Es cierto que ha de ser la virtud de la prudencia la que en cada cuestión, considerando posibilidades y circunstancias, decida el medio que debe elegirse para el fin pretendido: en este caso, felicitar las Navidades. Pero no olvidemos que la prudencia cristiana debe integrar, por supuesto, en sus discernimientos el espíritu de la pobreza evangélica.
Bienaventurados los pobres. ¡Ay de los ricos!
Si me lo permiten, y si no, también, voy a describirles un modo de autoproducir tarjetas de Navidad. Uno entre tantos otros posibles. Bastará, por supuesto, fabricar un solo modelo, que para cada uno que lo reciba será, en cierto modo, único y diferente (diferente cada año).
–Lo primero, convendrá elegir un buen texto, en lo posible de la sagrada Escritura, del Magisterio o de algún santo. Teniendo en la Biblia y en la Tradición cristiana tan preciosos tesoros de sabiduría y belleza, y celebrando el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, es una ridiculez irse a alguna frasecilla inane, al estilo de: «Vive y sonríe. Tu sonrisa da vida al mundo» (John Scott Lassen, Jr.). Yo estas Navidades he elegido un texto muy bueno, que probablemente todos ustedes conocen:
Creemos en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre. Por él han sido hechas todas las cosas. Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre.
–Lo segundo será hallar una buen imagen. La elegida por mí para estas Navidades es un cuadro de Andrea Mantegna (1431-1506), la Madonna con el Niño Jesús dormido, una maravilla. Fíjense, por ejemplo, en las dos manos de la Virgen, una sujeta y abraza el cuerpo de su hijo, y la otra sostiene su cabecita. Observen las manos del Jesús fajadito: la impotencia total del Omnipotente… Miren los ojos del Niño, tan tan dormidos, y los de la Madre virginal, tan bellos y serenos («vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos»).
–Maquetar el conjunto para una hoja A4, de tal modo que cortándola por la mitad nos dé dos felicitaciones de Navidad, puede hacerse fácilmente con cualquier programa de textos decente. Doblados de nuevo los A5 resultantes, quedan en tamaño justo para sobres normales. Será suficiente emplear el papel habitual de impresora y fotocopiadora. Pero es posible –no está prohibido– emplear un papel de mejor calidad, quizá suavemente coloreado. La impresión puede hacerse en blanco y negro, aunque los más agraciados por la fortuna podrán hacerla en color. Si se imprimen, pongamos, veinticinco hojas, tendremos –saco la calculadora– cincuenta tarjetas de Navidad, dignas y personales, por unos centimitos cada una, unos centimitos de Belén.
Y ya con este artículo todos mis lectores pueden darse por felicitados cordialmente en estas Navidades.
Con mi bendición +
José María Iraburu, sacerdote
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