(732) Iglesias descristianizadas (16) por la Secularización de lo Sagrado (1)
Éstos van disfrazados: no expresan lo que son, sino lo que no son
(N. B.: Están en ministerio activo. Otra cosa diría si estuvieran en retiro. Obvio).
Nota previa. –Las discusiones en la Iglesia sobre Sacralidad vs. Secularización, ya tratadas en la antigüedad,fueron objeto de especial discusión teológica en el último cuarto del siglo XX. Ya son tema pasado. Pero la realidad de la secularización de la liturgia y del mismo Cristianismo sigue viva o acrecentada.
Comienzo por exponer la naturaleza de lo sagrado –que, con perdón, no puedo darla por conocida–, y después, a su luz, mostraré la disminución, pérdida o incluso negación de lo sagrado, que con notable extensión se produjeron después del concilio Vaticano II, contra su letra y su espíritu. Y que han llevado en muchos casos a la situación actual de las Iglesias descristianizadas.
–Lo sagrado natural
La devoción a lo sagrado es una dimensión esencial de la religiosidad humana. Más aún, en las religiones naturales lo sagrado tiene una importancia fundamental, aunque no sería posible hallar entre ellas un concepto unívoco. El sagrado-religioso, el sagrado-mágico o el sagrado-tabú presentan significaciones muy diversas, con sólo algún punto común de analogía.
Las cosas sagradas son criaturas –piedra, monte, bosque, fuente, personas– que, al menos en las altas religiones, ajenas a la torpe idolatría, no se confunden con la Divinidad, sino que la manifiestan y aproximan. El hombre, pues, no causa o fabrica las sacralidades, sino que las descubre, las reconoce y las venera. Cuando se confunde la criatura sagrada con el mismo Dios, es entonces idolatría.
–Lo sagrado judío
La Biblia nos muestra cómo Yavé mismo constituye en Israel un orden de sacralidades completo, con fiestas, sacerdocio, Escrituras, lugares, sacrificios, templo. El mismo pueblo de Israel es ya un pueblo sagrado entre las naciones (Gén 12,3; Ex 19). Y en esta esfera sagrada hay grados: por ejemplo, en el Templo que tienen una sacralidad diversa –como en anillos concéntricos–: el atrio de los gentiles, la zona de las mujeres, de los hombres, de los sacerdotes y, finalmente, el Santo y el Santísimo.
Hay, sin embargo, en el judaísmo ciertos rasgos sagrados propios de las religiones primitivas, como lo sacro-intocable: el Arca, por ejemplo, establecida en la Tienda, fuera del campamento, que nadie, sino los elegidos para ello, puede tocar sin morir (2Sam 6,7; +Ex 19,12-13; 26,33; 33,18-23). En cambio, en Israel no hay espacio religioso ni para los ídolos, ni para la magia (Is 44). Sólo Yavé es el Santo, el Altísimo, cuya majestad transciende a toda criatura. Es preciso, pues, reconocer que, en comparación con las religiones extrabíblicas, la sacralidad judía es de una sobrehumana pureza.
–Lo sagrado cristiano
En la Iglesia, la humanidad de Jesucristo es el sagrado absoluto. En él coinciden de forma única el Santo y lo sagrado: es Dios y es hombre, y como hombre es el Ungido, el Elegido de Dios (Lc 1,35;23,35). Todas las sacralidades judías, con ser tan venerables, están definitivamente superadas –es el tema de la carta a los Hebreos–. Cristo es ahora el Templo, la fuente de todo un orden nuevo de sacralidades santificantes: nuevas Escrituras sagradas, sagrado ministerio sacerdotal, sagrada eucaristía, sacramentos, sagrados concilios…
Y en medio del mundo, la Iglesia es sagrada: es el «sacramento universal de salvación» (LG 48; GS 45; AG 1). Verdad es que Cristo derribó el muro que separaba paganos de judíos para hacer un Pueblo único (Ef 2,14 15); pero, aun después de Cristo, no puede establecerse una yunta desigual entre creyentes e infieles (2Cor 6,14 18). Para reunirlos, justamente, ha establecido Jesucristo «un ministerio sagrado en el Evangelio de Dios» (Rm 15,16). Esta es la misión en el mundo de la Iglesia-Sacramento.
Observemos que en la Nueva Alianza lo sagrado cristiano ayuda a «adorar al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Estas palabras de Jesús no pretenden, pues, despojar al culto cristiano de toda expresión sensible y ritual. Más bien significan que el viejo culto ya no vale –ni en el monte Sión, ni en el Gerizim–; y que en adelante se ofrecerá al Padre, por nuestro Señor Jesucristo, en le unidad del Espíritu Santo.
–Teología de lo sagrado
Partiendo de esas premisas, podemos intentar una definición teológica de lo sagrado cristiano.
Jesucristo es sagrado, y lo es por su humanidad: sólo en él coinciden totalmente Santo y Sagrado. En Cristo, en su Cuerpo, que es la Iglesia, son sagradas aquellas criaturas –personas, cosas, lugares, tiempos– que, en modo manifiesto a los creyentes, han sido especialmente elegidas por el Santo para obrar por medio de ellas la santificación.
Según esto, santo y sagrado son distintos.
Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador, no es santo, pero sigue siendo sagrado, y puede realizar con eficacia y validez ciertas funciones sagradas que le son propias. Tampoco se confunden profano y pecaminoso: las cosas son profanas, simplemente, en la medida en que no son sagradas. En fin, el cosmos no es sagrado para los cristianos, a no ser en un sentido sumamente amplio e impropio.
Avancemos otro paso. Lo sagrado cristiano surge por iniciativa divina, porque Dios quiere elegir unas criaturas para santificar por ellas a otras. El podría haber santificado a los hombres sin mediaciones creaturales, pero, sólo por bondad y por amor, quiso asociar de manera especial en la Iglesia a ciertas criaturas en su causalidad santificante. En una decisión completamente libre, quiso el Señor elegir-llamar-consagrar-enviar a algunas criaturas (sacerdotes, agua, aceite, pan, vino, libros, ritos, lugares, días y tiempos), comunicándoles una objetiva virtualidad santificante, y haciendo de ellas lugares de gracia, espacios y momentos privilegiados para el encuentro con Él.
Por otra parte, surge lo sagrado porque quiso Dios comunicarse de modo manifiesto y sensible –se entiende, patente «para los creyentes»–. Así Dios se acomoda al hombre. En este sentido, el fundamento de lo sagrado está en el carácter mediato de nuestra experiencia de Dios.
Como bien señala Jean Paul Audet (Le sacré et le profane: leur situation en christianisme, «Nouv. Rev. Théologique» 791957, 33-61), lugares, ritos, templos, «todo esto no existiría si, en lugar de una experiencia mediata de lo divino, pudiéramos tener desde ahora una experiencia inmediata». Por eso sabemos que toda estructura sacral se desvanece en el cielo, cuando «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28; +Ap 21-22). Es ahora, en el tiempo, cuando Dios concede al hombre la ayuda necesaria de lo sagrado, por el cual se relaciona con Él en modo inteligible… San Juan Evangelista habla de: «lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestro ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, tocando al Verbo de vida…» (1Jn 1,1).
De dos maneras se comunica Dios a los hombres, esto es, los santifica. En la primera, Dios santifica al hombre que apenas le conoce de modo no manifiesto y sensible. En la segunda, Dios santifica a los creyentes de modo manifiesto y sensible: en efecto, la acción invisible del Espíritu se hace visible en la Iglesia de muchas maneras, concretamente en los sacramentos; lo que hace que la Iglesia sea al mismo tiempo «asamblea visible y comunidad espiritual» (LG 8a).
Ahora bien, aunque todo el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es sagrado, se distinguen grados diversos de sacralidad, según la mayor o menor potenciación puesta por Dios en las criaturas para santificar.
Podría hablarse, sin duda, de los «sagrados laicos» o acerca del trabajo, de la «sagrada medicina»: son personas y trabajos ungidos por el Espíritu. Pero la tradición del lenguaje cristiano, y concretamente el concilio Vaticano II, suele hablar de «sagrada Escritura y sagrada Liturgia», «vida consagrada», «pastores sagrados», «ministerio sagrado sacerdotal», etc. En éstos últimos, porque sobre la consagración de la unción bautismal, estos cristianos, por el sacramento del Orden, «han sido consagrados de manera nueva a Dios (novo modo consecrati) (PO 12a). Y por don de Dios, se han dedicado a Cristo y a su Cuerpo con una «peculiar consagración» (LG 44a; PC lc; 5a).
Observemos también que lo sagrado eleva las criaturas a una nueva dignidad, sobre la que ya tenían por su misma naturaleza, mientras que, por el contrario, la desacralización las rebaja (descenso). Si la eucaristía, en cambio, se celebra en hermosas formas sagradas, la comida familiar será elevada por la oración de acción de gracias (ascenso). La dignidad del hombre y de la naturaleza se ve conservada y elevada por la unción de lo sagrado, mientras que la desacralización rebaja y degrada el mismo orden natural.
Por último, señalemos que la sacralidad cristiana es de unión, no es de tabú, no es de separación. El pan eucarístico, por supuesto, no lo toca cualquiera, pero está hecho precisamente para que lo coman millones de cristianos. El templo es sagrado, pero justamente por serlo está abierto a todos, a diferencia de las casas privadas, que reciben a algunos. Un sacerdote, por ser un ministro sagrado, puede ser abordado por cualquiera, mientras que un laico no tiene por qué ser tan asequible a todos. Por eso la distinción de las personas y cosas sagradas mediante ciertos signos sensibles, lejos de estar destinada a causar separación, es para una mayor unión (+Código Canónico cc. 284 y 669).
–La disciplina eclesial de lo sagrado
La Iglesia tiene el derecho y el deber de configurar lo sagrado, estableciendo unos textos, gestos y actos o aprobando costumbres. Ella tiene autoridad para cuidar la manifestación visible del Invisible. Las formas concretas de lo sagrado son signos que expresan el misterio de la fe.
La más preciosa y santificante sacralidad es la propia de la Sagrada Escritura y la de la Sagrada Liturgia. La primacía de la Biblia es obvia: «En el principio era el Verbo…» (Jn 1,1). Pero unida a ella ha de vivirse de «la sagrada Liturgia… que es la fuente primaria y necesaria, en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano» (Sacrosanctum Concilium 14).
Esa máxima sacralidad de la Liturgia, sobre todo en la Eucaristía, es el más fecundo alimento espiritual de los cristianos. Y por eso exige, de un lado, 1) que los fieles permanezcan en su asistencia y participación: Sin ella, «no tendrán vida» (Jn 6,53) ; 2) que los sacerdotes cumplan su ministerio sagrado, y 3) que la acción sagrada guarde absoluta fidelidad a lo dispuesto por la Iglesia.
Así lo exige el Vaticano II, reafirmando la Tradición: «Que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (SC 22,3). Sería un atrevimiento inaceptable, que según los casos puede rozar el sacrilegio. Por varias razones:
1.–Porque «en la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando su Evangelio» (SC 33). Y los ministros sagrados y la comunidad cristiana tienen una máxima obligación de obedecer estrictamente las normas litúrgicas, ateniéndose a las palabras y a los gestos.
2.–Lo sagrado es un lenguaje, verbal o no verbal. Pero el lenguaje es vínculo de comunicación inteligible siempre que se respeten las reglas de su expresión. Si es un lenguaje arbitrario, no establece comunicación, como no sea entre un grupo de iniciados. Ni es ya del todo el lenguaje de Cristo, expuesto por la Iglesia, sino el de los celebrantes, quizá con la complicidad o el padecimiento de los fieles.
3.–Por otra parte, el rito litúrgico implica en sí mismo repetición tradicional, serenamente previsible. Así es como el rito sagrado se hace cauce por donde discurre de modo suave y unánime el espíritu de cuantos en él participan con atenta devoción. Sin las distracciones ocasionadas por la atención a lo no acostumbrado.
4.–El servicio sagrado concede a la criatura la sublime función de manifestar al Santo. Cuando sacerdote asume humildemente las normas sagradas, se oculta discretamente en su ministerio, desaparece, y realiza fielmente su misión santificadora. Pero si no se atiene a las normas, si cae en la expresión personal arbitraria, subjetiva, aritual, no transparenta al Santo, sino que atrae sobre sí mismo la atención de los hombres. Y así lesiona más o menos la estructura verdadera del rito sagrado.
–El desarrollo de las formas litúrgicas y su secularizaión destructiva
El concilio Vaticano II, en su constitución sobre la Liturgia, dio unas Normas para adaptar la liturgia a la mentalidad y tradiciones de los pueblos (SC 36, d). En la historia de la Iglesia ha habido con alguna frecuencia ciertos desarrollos en las formas litúrgicas, pero siempre bajo la Autoridad suma de la Iglesia, y en el mismo espíritu y contenido tradicional. Al paso de los siglos, puede la sociedad evolucionar en su lenguaje verbal y gestual, de tal modo que prudentemente la Iglesia, con su autoridad apostólica, asistida por Dios providente, puede y debe precisar su significación de lo sagrado en ciertas cuestiones, para favorecer la asimilación espiritual del pueblo cristiano.
Solo un ejemplo. En otros tiempos, besar la mano a los sacerdotes puede expresar y favorecer la fe en su especial condición sagrada. Pero era entonces un gesto usual de respeto en la misma sociedad civil, tratándose de ancianos o de personas ilustres.
–Analfabetismo del lenguaje simbólico
Pero ya desde el siglo XX, en la sociedad civil, se va produciendo un analfabetismo del lenguaje simbólico, no verbal. Se trata de un fenómeno cultural ya muy estudiado y conocido, que afecta mucho menos o nada a los países más pobres y de formas tradicionales. Pero que produce cambios psicosociales y religiosos notables en sociedades muy desarrolladas, y concretamente en la Iglesia. Hoy es posible ver, incluso en buenos cristianos, actitudes que en otro tiempo sólo podrían ser mantenidas con intención sacrílega. Veámoslo con algunos ejemplos tomados de entre mis recuerdos personales.
+Hace medio siglo, acudí a un concierto musical que se daba en una iglesia. La orquesta estaba situada en el presbiterio, y el público asistente era muy numeroso, tanto que una buena parte de los presentes jóvenes consiguieron su asiento sentándose en los altares laterales –que todavía entonces había en las iglesias– y también, por supuesto, en el altar mayor, al fondo del ábside… Pues bien, el hecho de que los jóvenes melómanos asentaran sus posaderas en un altar destinado a la Misa, a la actualización del sacrificio de Cristo en la Cruz, no produjo ninguna reacción negativa, ni siquiera en el párroco. Creo yo que una falta tan brutal de respeto a algo muy sagrado no habrá tenido probablemente apenas precedente en la historia de la Iglesia (aunque vaya Ud. a saber). Parece un sacrilegio
+In illo tempore, visitaba yo con unos amigos –uno era pianista–, conducidos por el párroco, una iglesia famosa por su extraordinario órgano antiguo. Quisimos conocer su sonido y nuestro pianista se sentó al órgano. Pero siendo de baja estatura, el teclado le quedaba demasiado alto. El párroco, rápido y servicial –estábamos en el coro– se acercó a un rincón repleto de libros antiguos, y con dos librotes, fuerte y bellamente encuadernados, aumentó convenientemente el asiento del órgano, lo que permitió a nuestro pianista sonar sus armonías. Los dos libros de asiento ocasional era una Sagrada Biblia antigua y valiosa… …. Pero pudiera ser un mero despiste.
+Fui una vez a un colegio católico para dar una conferencia en su salón de actos, que a veces servía como iglesia. Ya estábamos casi en la hora, y se dieron prisa en mover la gran mesa / altar, acercándola al público, no sin antes retirar Misal romano, cáliz, mantel, patena, lavabo, que depositaron en el suelo en un rincón del escenario… Sin comentarios.
–Graves abusos litúrgicos
Las muestras que he dado sobre usos impropios en objetos sagrados tienen una limitada importancia, muchas veces no pasarán de ser puros despistes. Aunque sí son signos que revelan una mentalidad deficiente. Pero bien saben los lectores que por los años 70, y varios decenios después, los abusos litúrgicos fueron enormes, y se multiplicaron ignominiosamente. Se dieron prácticamente en toda la Iglesia Católica, especialmente en muchos lugares del Occidente, donde con relativa frecuencia se menospreciaban las normas litúrgicas. A veces con intenciones cómicas, políticas, caricaturescas, abiertamente escandalosas. Y más grave fue por entonces el influjo de teólogos liturgistas que llegaron a negar lo sagrado en la Iglesia Católica, o que afirmaron que el sagrado cristiano era puramente interior. Simples herejías.
No es posible describir los abusos más frecuentes en la liturgia de nuestro tiempo, concretamente de la Eucaristía, porque han tenido cientos de manifestaciones, muy diferentes entre sí, a cual más grave. Pero, a pesar de su sacrílega entidad, no recibieron las sanciones y reprobaciones adecuadas para apagar el incendio de su gran falsificación. Prueba de ello es que tan ignominiosa ofensa a la Liturgia católica se ha prolongado, concretamente contra la Eucaristía, durante muchos decenios, con mayor o menor intensidad. Sólo recordaré un hecho escandaloso, del que fui testigo, relativamente frecuente, aún hoy.
Hice un viaje para atender en una gran clínica a un amigo accidentado. Y como estaba sin Misa, pedí al Capellán, un amable religioso, concelebrar en su Misa. Salimos juntos, y ya en el primer saludo, muy mundano, se despertó mi alarma. Avanzada la primera parte de a Misa, se confirmaron de tal modo mis sospechas que, antes de iniciarse el Ofertorio, después de saludarle en voz baja discretamente, me retiré a la sacristía. Aunque el Misal Romano estaba sobre el altar, no lo había ni siquiera abierto. El Pater operaba según el texto de unas fotocopias. Después me dijeron que conservaba la fórmula sagrada de la consagración. No era, pues, propiamente una Misa católica. Era un horror.
Cuando el sacerdote ignora o rechaza la naturaleza de lo sagrado, es normal que produzca abusos litúrgicos hasta en la Sagrada Eucaristía, atropellando los ritos, con la idea incalificable de mejorarlos y de hacerlos más elocuentes para el pueblo.
A veces puede uno captar indicios fiables de que el sacerdote ni siquiera es consciente de su personal condición sagrada (novo modo consecrati). Se capta a sí mismo como un cristiano más de su feligresía; al menos así lo dice. Y entiende, quizá, que ese gran error fue promovido por el Vaticano II. El Concilio que ordenó: “Nadie, aunque sea sacerdote, quite, cambie o añade…”
–«La pérdida o atenuación del sentido de lo sagrado»
De la que hablaba Pablo VI (enc. Sacerdotalis coelibatus, 24-VI-1967, 49) ¿de dónde procede, qué significa?… Puede ser falta de fe: A quien nada le dice Dios, nada le dicen los signos sagrados que lo expresan. Pero busquemos más sus causas.
+Algunos, llevando la secularización y desacralización más allá de su extremo, llegan al secularismo, que niega la misma existencia de lo sagrado cristiano. Y lógicamente procuran suprimirlo en cuanto tal. La distinción sagrado / profano sería motivo de separación. A mayor semejanza de la Iglesia en las formas exteriores imperantes en la sociedad, mayor unión, mayor facilidad de acceso a los hombres tendrá la religión. «Los verdaderos adoradores [de Dios] han de adorarle en Espíritu y en verdad» (Jn 4,23).
La Conferencia Episcopal Alemana denunciaba ya en 1971 esta posición teológica y pastoral: «Dicen que el mundo entero está ya santificado de alguna manera y puesto al servicio de Dios, y que no necesita de un ámbito especialmente santificado y consagrado a Dios» (El ministerio sacerdotal, Salamanca, Sígueme 1971, 90). La misma Iglesia, entendida como «sacramento universal de salvación», distinta del mundo, sal y luz de la humanidad, sería una concepción triunfalista, falsa, inadmisible. No hay distinción entre Iglesia y mundo, entre sagrado y profano, entre pagano y cristiano, y menos aún entre sacerdote y laico.
Se ha señalado últimamente una posible conexión entre el antiguo protestantismo radical y el secularismo moderno. Uno y otro consideran que la fe sólo podrá ser pura fe en la medida en que el mundo permanezca sólo mundo. Ciertos autores protestantes modernos han afirmado estas tesis en clave mental renovada. La fe se contamina inevitablemente cuando por las formas sagradas sensibles es sumergida en la profanidad del mundo. Esta desviación de la pureza espiritual del Evangelio vendría plasmada en la Iglesia Católica, la cual no se daría cuenta de que un deber fundamental del cristianismo es mantener al mundo en su verdadera y exclusiva secularidad.
El sentido de lo sagrado integra la naturaleza humana. La historia de las religiones así lo demuestra. Y la gracia debe proteger todos los valores de la naturaleza, especialmente aquellos que están decaídos y aquellos que tienen una relación más íntima con lo religioso, como es el caso de lo sagrado.
+Se estima que se debe quitar de lo sagrado cristiano toda significación sensible peculiar. No un cáliz, sino un vaso. No un templo, sino una sala de reunión. Nada de fiestas peculiarmente religiosas, ni de vestimentas litúrgicas, ni de hábitos religiosos. Así se acerca lo «sagrado» conel pueblo cristiano y fiel. Todo lo sagrado-sensible sería una paganización o judaización del Evangelio genuino. Triunfalismo de la Católica.
+Por otra parte, no parece que para reeducar una sensibilidad simbólica atrofiada, la sistemática supresión o atenuación de los signos sagrados sea la mejor manera de superar los errores. Por el contrario, la pedagogía pastoral debe enseñar más bien, desde la misma catequesis, a leer los signos sagrados (, como dispuso el concilio Vaticano II (SC 14-20, 35).
+Tampoco parecen ir muy acertados los que, para la renovación de la Liturgia, confían mucho en el cambio formal de sus signos concretos. Aparte de que esto trae consigo una inestabilidad, que afecta mucho y mal la naturaleza ritual de lo sagrado, tal confianza se diría algo ingenua: Para el analfabeto, que no sabe leer, resultan igualmente ilegibles todos los estilos de escritura; da lo mismo que empleemos uno u otro tipo de letra: simplemente, no sabe leer. Habría que enseñarle.
Lo malo es que, en ocasiones, la sensibilidad para lo sagrado está más viva en el cristiano ignorante que en aquél, más cultivado, que tendría que instruirle con una buena catequesis litúrgica.
–La secularización contra la sacralidad
Hoy la Iglesia –como siempre y más que nunca– se ve en la necesidad de proteger sus sacralidades, combatiendo la multiforme tendencia desacralizante del mundo moderno. Ya la Iglesia antigua tuvo que pronunciarse ante el fenómeno iconoclasta, hostil a toda representación visible del invisible mundo de la gracia (Niceno II,787; Trento 1563; Prof. fidei 1743: Denz 600, 1823, 2532). Y la Iglesia actual se ha pronunciado ya en muchas ocasiones sobre el tema, principalmente en el concilio Vaticano II (SC). El Papa Pablo VI señaló en varias ocasiones el error de quienes pretenden, «contra la tradición bimilenaria de la Iglesia, la desaparición del carácter sagrado de lugares, tiempos y personas» (15-X-1967).
Él denunció, concretamente, con energía a los que quieren «desacralizar la liturgia y, con ella, como consecuencia necesaria, la misma religión cristiana» (19-IV-1967). Juan Pablo II, en su carta Dominicæ Cenæ, afirma especialmente la forma sagrada de la Eucaristía: «El sacrum de la Misa no es una sacralización, es decir, una añadidura del hombre a la acción de Cristo en el cenáculo, ya que la misma Cena del Jueves Santo fue un rito sagrado, una liturgia primaria y constitutiva, con la que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró sacramentalmente con los Apóstoles el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón de toda Misa» (24-II-1980, 8).
Veinte años después del Concilio, el Sínodo Episcopal de 1985 apreciaba que, «no obstante el secularismo, existen signos de una vuelta a lo sagrado». No podría ser de otro modo, perteneciendo lo sagrado en modo profundo y universal a la naturaleza humana y a la economía eclesial de la gracia. Y observaba también el Sínodo que «precisamente la liturgia debe fomentar el sentido de lo sagrado y hacerlo resplandecer» (II,A,1; II,B,b,1).
Es indudable que, frente a otras confesiones cristianas, la Iglesia Católica es la que más forma visible, social, sagrada, da al mundo invisible de la gracia de Cristo. Ella es también la que más asume de las formas religiosas naturales, y es la que más seriamente vive la ley fundamental de la encarnación. Y lo hace con toda conciencia, para que «conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible» (Pref.I Navidad). En este sentido, es también la Iglesia Católica la más eficazmente misionera, la que más acoge el sentido sagrado de las religiosidades naturales, purificando y elevando ese sentido en el Espíritu Santo.
–Espiritualidad cristiana de lo sagrado
El amor a lo sagrado en la Iglesia es esencial en la espiritualidad católica. El cristiano no ignora ni menosprecia el orden sacral, dispuesto por el Señor con tanto amor, sino que se adentra en él gozosamente, sin confundir nunca lo sagrado y el Santo, sin temor a falsas ilusiones, pues la Iglesia ya se cuida bien de que las sacralidades cristianas queden bien distintas de la idolatría, superstición, tabú o magia.
El cristiano genuino es practicante, por supuesto: busca asiduamente al Santo en las cosas sagradas de la Iglesia: en la Escritura, en la Misa y en las Horas, en el templo, en los ministros sagrados, en los sacramentos, en la asamblea de los fieles, en el Magisterio, en el Domingo y el Año litúrgico, y también en los sacramentales, en el agua bendita, en las reliquias (SC 7, 47-48, 59-60, etc.).
El cristiano busca al Santo en lo sagrado –no exclusivamente, pero sí asiduamente–, allí donde Él ha querido manifestarse y comunicarse con especial intensidad, certeza y significación sensible. Éste es un rasgo constitutivo de la espiritualidad católica. Un cristiano no-practicante, que menosprecia ese mundo sagrado y prescinde de él, abandona la vida cristiana.
El que es pelagiano o semipelagiano, no puede apreciar debidamente lo sagrado. Y es que no busca su santificación en la gracia de Dios, sino más bien en su propio esfuerzo personal. No busca tanto ser santificado por Cristo, como santificarse él mismo según sus fuerzas, sus modos y maneras: «querer es poder». No entiende la gratuidad de lo sagrado. No comprende que la santificación es ante todo don de Dios, que él confiere a los creyentes directamente o a través de aquellos signos sagrados que él mismo ha establecido. No cree en la especial virtualidad santificante de lo sagrado: «¿Por qué rezar la Liturgia de las Horas, y no una oración que me da más devoción? ¿Qué más me da ir a misa el domingo o un día de labor? ¿Qué interés hay en tratar con los sacerdotes? ¿Qué tiene el templo que no tenga otro lugar cualquiera?»…
Por el contrario, los santos han mostrado siempre un amor humilde y conmovedor a lo sagrado. Recordemos, por ejemplo, el amor de San Francisco de Asís por las iglesias, las campanas, los objetos de culto, los sacerdotes, todo lo relacionado con la sagrada Eucaristía o con la Escritura (Ctas. a toda la Orden; Iª a los custodios). Él, que reparó varios templos, confiesa en su Testamento: «El Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas las iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo».
Y si alguno sospecha que un amor tan tierno a los lugares sagrados sea sólo ingenuidad medieval del Poverello, pasemos a San Juan de la Cruz, el más despojado e intelectual de los espirituales, el de las nadas. Y hallamos en él la misma devoción, la misma fe, el mismo amor:
«La causa por que Dios escoge estos lugares más que otros para ser alabado, él se la sabe. Lo que a nosotros nos conviene saber es que todo es para nuestro provecho y para oir nuestras oraciones en ellos y donde quiera que con entera fe le rogáremos; aunque en los que están dedicados a su servicio hay mucha más ocasión de ser oídos en ellos, por tenerlos la Iglesia señalados y dedicados para esto» (3 Subida 42,6).
Más aún, quien conoce y ama lo sagrado está bien dispuesto para seguir la «vocación sagrada», si Dios le llama a ella. Con mucha razón teológica dice San Pablo VI que «la causa de la disminución de las vocaciones sacerdotales hay que buscarla en otra parte [no en el celibato eclesiástico], principalmente, por ejemplo, en la pérdida o en la atenuación del sentido de Dios y de lo sagrado» (enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 49).
Y puesto que pertenece a la naturaleza de lo sagrado hacer visible la gracia invisible, el creyente procura que lo sagrado se vea, se oiga, se distinga, y sea un signo claro, bello, estimulante, atrayente, expresivo. No pretende en principio ocultar lo sagrado, o atenuar lo más posible su significación sensible. Por el contrario, si es posible, trata de que sea manifiesto y bien visible. Es cosa de Dios santificante.
Algunos alegan que la atenuación de lo sagrado ha sido norma «promovida por el concilio Vaticano II». Pero quizá ningún concilio ha tenido una doctrina sobre lo sagrado tan amplia y valiosa como la que se da en el Vaticano II. Por ejemplo, la terminología de lo sagrado –sacer, sacrare, consecratio, etc.– se emplea en la constitución Lumen gentium 57 veces, y en los demás documentos es también muy frecuente.
Algunos olvidan que ciertas leyes de la Iglesia relativas a lo sagrado exigen la obediencia, y que ciertas disminuciones o supresiones de lo sagrado no quedan bajo el arbitrio prudencial privado.
Algunos, en fin, suprimen ciertos signos sagrados por cobardía, por temor a persecuciones que no se deberían evitar, por miedo a confesar abiertamente a Cristo ante los hombres (Mt 10,33). Pasan ante el Sagrario sin honrarlo con ningún signo de veneración, reciben sentados la bendición dada con la Custodia, comienzan y terminan sentados su presencia en el templo, etc.
El Santo se inclina y nos muestra su rostro en lo sagrado. El Invisible se hace así visible. El Altísimo se hace accesible en la sagrada Humanidad de Cristo, y en las múltiples sacralidades de su Cuerpo eclesial. Cuidemos bien los caminos sagrados por los que el Espíritu viene, se nos manifiesta y comunica, y por los que nosotros salimos a su encuentro… Que no se obstruyan esos caminos por el abandono, que no desaparezcan, que no se apodere de ellos la insignificante maleza.
La religiosidad popular de los pequeños sería con ello la más afectada. Tenía razón el cardenal Daniélou al decir que «una cierta resacralización es indispensable para que haya un cristianismo popular» (¿Desacralización o evangelización?, Bilbao, Mensajero 1969,70).
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o Apostasía
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