(731) Iglesias descristianizadas (15) por no predicar (5) la obediencia y la autoridad

Voy a tratar del liberalismo y afines, fuerza diabólica que degrada al mundo y daña gravemente a la Iglesia. El liberalismo, a diferencia del progresismo, tiene una propia fisonomía clara, tanto en la historia de la Filosofía como en la de la Iglesia. Trataré, pues, de la autoridad y la obediencia, a la luz del Cristianismo y a la oscuridad del Liberalismo.

Hará bien este artículo mío, porque lo que se lleva hoy para la renovación de la Iglesia es «menos ley y más amor». Menos obediencia y más caridad… Cuando contraponen obediencia y caridad, no saben lo que dicen. Esa enseñanza es contraria a la de Cristo: «El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama» (Jn 14,21). Y «si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (15,10). Amor y obediencia al Señor se exigen y potencian mutuamente.

San Francisco de Asís le prohibió a un Hermano imprudentamente dadivoso que diera algo a los pobres sin permiso. Ocurrió una vez que ese Hermano, atendiendo a un pobre, no tenía con qué ayudarle. Fue a la iglesia, tomó un candelabro, y se lo dió. Enterado San Francisco, lo corrigió severamente por desobediente, y le mandó buscar al pobre para recuperar el candelero… Una caridad hecha contra obediencia, es una mala acción. Porque la reina de las virtudes, la caridad, debe atenerse en su ejercicio concreto a la obediencia. La obediencia manda a la Reina (¡!). 

 

Obediencia y cosmos, desobediencia y caos

Dios creó el universo como un cosmos jerárquicamente ordenado. La autoridad de Dios es la fuerza inteligente que todo lo acrecienta y dirige por su providencia, manteniendo la unidad de la armonía cósmica. La misma palabra autoridad expresa esa realidad (Auctor, creador, promoto, viene de augere: acrecentar, perfeccionar). Y Dios hace participar de su autoridad a las autoridades creadas del mundo viviente –jefes de manada, padres, maestros, jefes políticos, militares, empresariales, etc.– para ese alto fin.

La autoridad exige la obediencia. Si ésta falla, la autoridad no produce los bienes de orden, dirección, acrecentamiento, armonía, eficacia, etc. Así lo expresa Santo Tomás:

«Es ley natural que los seres superiores muevan a los inferiores, por la virtud más excelente que Dios les ha conferido»; como es ley natural que «los inferiores deben obedecer a los superiores» (STh II-II,104,1). Y si las autoridades mandan mal o no mandan, todo se disgrega y se autodestruye.

Por eso es propio de la acción del Diablo en este mundo fomentar la rebelión contra la autoridad de Dios, y el desprecio de toda autoridad humana benéfica –familiar, académica, militar, laboral, religiosa o política–, por legítima que ésta sea y por prudente que sea su ejercicio (Gén 3,4; 2 Tes 2,4).

No hizo Dios el mundo como una yuxtaposición igualitaria de seres diversos –como las iguales briznas de un campo de yerba–, sino que quiso crear y creó un variadísimo cosmos de partes distintas, trabadas entre sí –como un árbol–. Estas relaciones de autoridad, muy leves en animales inferiores –cardumen de anchoas–, más notables en animales superiores –manada de lobos–, son muy complejas, variadas y perfectas en todo tipo de sociedad humana. Por eso en este mundo «la igualdad» sólo puede imponerse violentando la naturaleza.

+Las criaturas no-libres obedecen siempre al Creador, necesariamente. Todas las criaturas «viven y duran para siempre, y en todo momento le obedecen» (Sir 42,23; +Bar 3,33-36). Los científicos conocen bien esa obstinada obediencia de las criaturas a sus íntimas leyes. No es posible violentar la naturaleza, hay que obedecerla, precisamente porque ella obedece siempre a Dios. El crecimiento de las plantas, los procesos genéticos, la trayectoria de los astros, todo es siempre una obediencia universal al Creador. Y esa obediencia es la causa de la bondad y belleza del mundo inanimado.

+El hombre es la única criatura libre, y ha de obedecer siempre libremente al Creador, a las leyes naturales que Él ha impreso en las criaturas, y a las autoridades por él constituIdas, si de verdad quiere perfeccionarse y contribuir a la perfección del mundo. Y esa obediencia del hombre, justamente por ser consciente y libre, es la más excelente y benéfica de cuantas obediencias se prestan a Dios en este mundo.

Por el contrario, grandes males se producen cuando los hombres se rebelan contra Dios o contra las autoridades por El constituidas, o cuando éstas pervierten el ejercicio de su autoridad, poniéndose al servicio del mal, promoviendo obras malas –legalizar (fomentar), por ejemplo, el aborto, el falso «matrimonio» homosexual, etc.–. Ahí está la raíz de los males que afligen a la humanidad. La creación entera, «sometida a la frustración» –esto es, al arbitrio abusivo del hombre rebelde a Dios y a sus leyes naturales–, «gime dolorosamente como con dolores de parto» (Rm 8,20). La perversión de la desobediencia es de origen diabólico, y afecta, en mayor o menor medida, a quienes están «bajo el influjo que actúa en los hijos rebeldes» (Ef 2,2).

 

–La salvación del hombre está en la obediencia a Dios

«Como por la desobediencia de uno [Adán] muchos fueron hechos pecadores, así también por la obediencia de uno [Jesús] muchos serán hechos justos» (Rm 5,19). Por tanto, ya se comprende que en la vida cristiana la virtud de la obediencia, con la de la caridad, reinan en su ejercicio sobre todas las demás virtudes.

Y sin embargo, en el ambiente actual de la espiritualidad católica, apenas se predica sobre la maravillosa necesidad de la autoriad y de la obediencia, por las que el hombre se une a Dios («Padre nuestro… hágase tu voluntad», «no se haga mi voluntad, sino la Tuya» (Lc 22,42). Lo que manifiesta que el liberalismo engaña y destruye la naturaleza humana.

Es la obediencia de Cristo en nosotros la que nos «libera» de la cadena que sujeta la voluntad del hombre a sí mismo, consiguiendo así culpa, sufrimiento, pecado y perdición. Y es que el hombre está creado –como todas las criaturas– para realizarse haciendo no su propia voluntad, sino la Voluntad divina. Esta es la obediencia que perfecciona al hombre, la que lo hace libre de la sujeción a sí mismo, grato a Dios y heredero con Cristo de la vida eterna.

Y vamos ya con el liberalismo.

 

El liberalismo contra autoridad y obediencia

Por supuesto, la dificultad de la obediencia procede principalmente del pecado original, que hiere la naturaleza humana. Pero en la historia moderna esa dificultad es acrecentada por el Demonio sirviéndose de los filósofos del Siglo de las Luces (fines del XVII), por la Ilustración y la Masonería (principios del XVIII). Ésas y otras fuerzas intelectuales vienen a dar conjuntamente en un racionalismo naturalista que con el tiempo dio en llamarse liberalismo. En el siglo XIX logra éste afirmarse en la sociedad como una convicción general no discutida… Aunque el liberalismo integra ciertos aspectos positivos –el mal solo puede existir parasitando en algún bien–, sin embargo, es netamente anticristiano, al encerrar la libertad en la voluntad del hombre, independiente de la voluntad de Dios, y muchas veces directamente contraria a ella en temas fundamentales –como la licitud del aborto–.

Tiene el liberalismo su origen y desarrollo en muchos autores de la Ilustración, pero quizá fue el británico John Locke (1632-1704), quien vino a ser el maestro del Occidente en todo lo referente a la libertad, tanto en la política (Montesquieu +1755), como en la pedagogía (Rousseau +1778) y en otras cuestiones fundamentales.

 

–León XIII describe y define el liberalismo, en su encíclica Libertas Praestantisimum (1888), con gran profundidad y exactitud.  Sus análisis y refutaciones son difícilmente superables. Distingue en él tres grados posibles. En el tema que aquí expongo me fijo en el primer grado, por ser el más definido en sus tesis y el más enemigo de los valores principales del Cristianismo, como son la Autoridad y la Obediencia. Dice en la encíclica Libertas:

«El principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana [el liberalismo], que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón, y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad… Según los seguidores del liberalismo no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer. Cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada. Las consecuencias últimas de estas afirmaciones, sobre todo en el orden social, son fáciles de ver… Armada la multitud con la idea de su propia soberanía… y suprimidos los frenos del deber y de la conciencia», … resultan los males que el Papa veía y preveía lúcidamente en su tiempo y los que vemos nosotros hoy: en filosofía, educación, familia, vida política, fragmentación de la unidad nacional, egoísmo social sin más principio que la fuerza del número, arte, etc. Y sobre todo, como veremos, en la religión.

Quizá los dos valores de la vida cristiana más afectadas por el liberalismo sean la Autoridad y la Obediencia. Y esa doble y grave deficiencia, cuando se acentúa mucho en muchos, lleva a producir Iglesias descristianizadas.

Dios nuestro Señor es el Autor y Creador de todo cuanto existe, y tiene la Autoridad suprema y universal. Y como ya he dicho, el hombre es un ser obediente, porque es una criatura. Se perfecciona y acrecienta en la medida en que obedece los mandamientos y voluntades del «Señor» de cielo y tierra, en el cual «vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28). El hombre que vive según su voluntad, contrariando las voluntades de Dios, es necesariamente autodestructivo en esta vida, y avanza orgullosamente hacia la perdición eterna. El que se aleja de Dios se pierde.

 

–Cristo salva al hombre por el camino de la obediencia

Lo recuerdo de nuevo: «Como por la desobediencia de uno [Adán] muchos fueron hechos pecadores, así también por la obediencia de uno [Jesús] muchos serán hechos justos» (Rm 5,19).

Cristo tiene autoridad suprema, pues es el Hijo de Dios hecho hombre. «Él es la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda criatura, porque en Èl fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra» (Col 1,16). «Todo fue creado por Él y para Él, y todo se mantiene en Él… Y por Él y para Él, quiso [Dios] reconciliar todas las cosas, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (1,20). Jesucristo es, pues, para nosotros el Señor, como Creador y como Salvador de lo creado al precio de su sangre.

Y Cristo obedece siempre al Padre, como Él lo declara en varias ocasiones: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió, y realizar su obra» (Jn 4,34). «Yo no hago nada por mí mismo; … no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,3). Actitud obediente que mantiene y consuma a la hora suprema de la muerte en Cruz: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42)… Está claro: El precio de nuestra salvación es la obediencia de Cristo. Y esa obediencia extrema revela el infinito amor de Cristo al Padre.

«Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato que me dió el Padre, así hago. Levantaos [de la última Cena], vámonos de aquí», Y de allí va a Getsemaní.

Y nosotros en Él somos «elegidos según la presencia de Dios Padre en la santificación del Espíritu para la obediencia y la aspersión de la sangre de Jesucristo» (1Pe 1,2). Entramos, pues, como hijos en la familia de la Trinidad, somos hijos de obediencia porque somos miembros de Cristo. Ésta es nuestra vida: «lo que Dios quiera, como Dios quiera, cuando Dios quiera» (Santa Maravillas).

San Pablo: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de sierto y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,5-8).

 

Las Autoridades civiles

Dios elige algunas criaturas del mundo viviente, y les da participar de su autoridad  –jefes de manada, padres en familia, maestros en escuelas, jefes políticos, directores de empresas, universidades, hospitales, etc.–. Y a través de ellas, y también por otros medios, su misteriosa Providencia gobierna el mundo. Estas autoridades, por supuesto, han de ser fieles a la Autoridad divina, y deben ser obedecidas. Los Apóstoles en sus cartas insisten mucho en la virtud de la obediencia:

Obediencia –de hijos a padres Es grave pecado ser «rebelde a los padres» (Rm 1,30; +Ef 6,1; Col 3,2o; etc).  –de la esposa al esposo (Ef 5,22-24); –de servidores a señores (1Pe 2,18-21); –de ciudadanos a gobernantes: «Por amor del Señor, estad sujetos a toda autoridad humana, ya al emperador, como soberano, ya a los gobernadores, como delegados suyos… Como personas libres, … como siervos de Dios, honrad a todos, amad la fraternidad, temed a Dios y honrad al emperador» (1Pe 2,13-17). El emperador de entonces era Nerón…  «Todos deben someterse a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten atraen la condena sobre sí» (Rm 13,1-2; +Tit 3,1).

 

Las autoridades sagradas

Y a fortiori deben los fieles obedecer a sus Pastores, Obispos, presbíteros, diáconos, que han sido puestos por Dios para gobernar su Iglesia (Hch 20,28). «Obedeced a vuestros pastores y sed dóciles, pues ellos se desvelan por vuestro bien, sabiéndose responsables. Que puedan cumplir su tarea con alegría y no lamentándose» (Heb 13,17). A ellos se debe obediencia, pues «nos presiden en el Señor» (1Tes 5,12; +Tit 3,1-3). En estos mandatos apostólicos se manifiesta la importancia que la primera Iglesia daba a la Obediencia a la Jerarquía (etimológicamente, autoridad sagrada) de la Iglesia. De modo semejante a los superiores religiosos.

San Benito: «La obediencia que se presta a los mayores, a Dios se presta» (Regla 5,15). Santa Teresa: «Estate siempre preparado al cumplimiento de la obediencia, como si te lo mandase Jesucristo en tu prior o prelado» (Avisos 2,6). Lo mismo el Vaticano II (LG 37, PO 7, PC 14).

San Ignacio de Antioquía (+107), en sus siete cartas a las Iglesias, camino al martirio en Roma. «No hagáis cosa alguna sin contar con el Obispo; someteos también al colegio de los ancianos [presbíteros]… respetad a los diáconos como a Jesucristo. Lo mismo os digo del obispo, que es figura del Padre, y de los ancianos, que representan al senado de Dios y la alianza o colegio de los Apóstoles. Quiitados éstos, no hay nombre de Iglesia» (Trallianos II,2)- ; III,1).

[Nota,–Algunos hoy pretenden disminuir la autoridad apostólica de los Ordenados sacramentalmente, esa autoridad que Dios les ha dado para predicar-santificar-gobernar la comunidad cristiana.Están convencidos de que «el clericalismo es hoy uno de los más graves problemas de la Iglesia» … ¡¡¡…!!!], y que es urgente potenciar más y más esa autoridad en los laicos, nombrándolos incluso Vicarios Generales, Prefectos de Congregaciones romanas… Y si algunos son mujeres, tanto mejor… Andan errados… Manicomiale].

 

Las órdenes injustas, malas

Lógicamente, las Autoridades creadas a veces mandan obras malas, y en ese mandato no está la voluntad del Señor, porque esa obediencia sería contra Dios. Y entonces «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29).

Con mucha frecuencia, los cristianos mueren mártires por denunciar las órdenes injustas, y por no obedecer a los gobernantes que han mandado contra Dios, y por tanto, contra sus súbditos y a favor del Demonio. El caso de San Juan Bautista, decapitado por denunciar el pecado público del Rey. ¡El caso de los Macabeos, padre y cinco hijos! (1Mac 2)… Todos los mártires prefirieron morir antes que des-obedecer el mandamiento de Dios. «Tu gracia vale más que la vida» (Sal 62,4).

 

Total incompatibilidad del cristianismo con el liberalismo

Siendo éste el espíritu de los verdaderos hijos de Dios, discípulos de Cristo, se comprende que el autártico liberalismo es polarmente opuesto al cristianismo. Y que si su espíritu llega a imponerse en una sociedad cristiana, aunque en muchos sólo sea en el sentimiento, en poco tiempo dejará de ser miembro de Cristo en la Iglesia.

El Demonio, enemigo acérrimo de la Autoridad y de la Obediencia, conoce estas realidades. Y empuña la espada del liberalismo, consciente de que es la más poderosa que ha tenido en toda la historia de la Iglesia, precisamente porque logra imponerse en la sociedad como una doctrina cívica, honesta y benéfica. Fomenta, sin embargo, la debilitación de de la autoridad y de obediencia. Allí donde más reina el Demonio, la Autoridad ya no inspira respeto alguno, sino resistencia y fuga en la  posible. Y la Obediencia presenta para muchos una fisonomía despreciable: «cuanto menor sea, mejor». Los hombres presentados como héroes, no están sujetos a nadie (?), ellos son su propia y única ley: son libres… son rebeldes a la autoridad, a la ley, a la tradición, audaces, valientes, creativos: sit pro ratione voluntas (Juvenal, Saturae 6,223). Si la aceptan en  algún modo, será sólo viéndola como una necesidad, pero no como un valor natural y positivo. Por el contrario, los hombres más fieles a la obediencia, a la autoridad legítima, a la tradición, que respetan las leyes naturales y justas como obedeciendo al Señor, son vistos como cobardes, débiles y oportunistas.

 

La impregnación social de la mentalidad del liberalismo

El liberalismo es una filosofía que tiene sus conceptos y argumentos propios, pero que emana también un fuerte sentimiento. Son minoría los ciudadanos que piensan y estudian, y en consecuencia son pocos los que profesan el liberalismo por convicción de su pensamiento. Pero en cambio, la impregnación de la mentalidad liberal puede afectar a una gran parte o a todo una sociedad, no en forma de pensamientos, sino de pensaciones –sensaciones que fungen como si fueran pensamientos–. En este sentido, al menos en Occidente, el liberalismo ha llegado a ser en las naciones una mentalidad general, que incluso afecta inconscientemente a los cristianos; una mentalidad de la que sólo escapa una minoría de fieles favorecidos en la fe y el pensamiento por especial gracia de Dios providente.

Veamos algunos ejemplos de signos emanados por la mentalidad del liberalismo.

+Desprecio de la tradición, culto a  lo moderno. +La pintura realista está superada por el abstractismo, e incluso por el feísmo. +No a la poesía métrica, sí al verso suelto. +No al cine con héroe bueno, y sí al héroe rebelde- +No merece estudiar en la historia la oscura y primitiva antigüedad, como no sea en asignatura mínima.. +La psiquiatría primera tuvo diversas escuelas fundamentadas en la experiencia, y generaba normas sanitarias; pero se va imponiendo la terapia no-directiva, al estilo de Carl Rogers (1902-1987). +La pedagogía liberal no cultiva apenas la memoria, pues teme que incline al indietrismo (neologismo: lo que mira/va hacia el pasado). +En los colegios conviene suprimir los exámenes finales, memoristas y traumatizantes, y limitarse a la evaluación del alumno a lo largo del curso. +El estudio de lenguas muertas es inútil.. +Ya no trajes valiosos y tradicionales en las fiestas. +Ya no bailes con formas constantes tradicionaless, sino meneos de libre creación. +Ya no casas con una forma tradicional en un pueblo o nación, sino creatividad siempre nueva para cada nuevo edificio. +Ya no cantos y cantes de forma propia en las regiones, sino en modalidad personal del cantante. +Ya no fiestas anuales según la forma acostumbrada, sino creadas cada año por una comisión. +No costumbres, que aunque no sean escritas, siempre son leyes. Cada uno sea si propia ley: haga lo que le salga. +Nunca corregir: él sabrá. +No trazarse un plan de vida y esforzarse en cumplirlo. +Padres y gobernantes incumplen su deber, no frenando situaciones colectivas morbosas. Por ejemplo, las debidas a la adicción muy frecuente a internet, redes y todo lo que sea visual digital. +Liberalismo en todo. No pretender «formar», pues atropella la dignidad de la persona. + No intentar corregir las propias manías, y menos las ajenas. +Pagar al precio que sea por mantenerse fiel al liberalismo, aunque origine personas en-sí-mismadas, móvil en mano varias horas al día y a la noche, mínimo trato con familiares y amigos, ajenos al deporte, a la religión, al arte y a otras realidades positivas; perdidos en horarios personales descontrolados, etc. +Nunca se deje mover por leyes, sino por convicciones racionales y por estados cambiantes de ánimo (p. ej., obligación de Misa dominical). 

 

–La mentalidad liberal arrasa el cristianismo de los fieles sin formación

Hay en el hombre, como ya dije, pensamientos en la razón y pensaciones. La mayoría de los cristianos no se rige por los pensamientos de la fe, sino por las pensaciones del sentimiento, aun en los casos, pocos, en que se mantenga precariamente la fe. Por ese camino el cristiano-liberal llega a ser dos en uno: cree en el Credo, pero vive según las pensaciones liberales. El cristiano que anda por ese camino, abandona a la corta la Iglesia, sea como no-practicante o simplemente por la apostasía.

Trataré de expresar gráficamente lo que digo con unos ejemplos.

+Los cristianos mentalizados en el liberalismo. +alergizados contra la ley y la Tradición, no aceptarán la obligación de «santificar los Domingos y fiestas de guardar», ni las de confesar y comulgar al menos una vez al año… Y quizá si consultan con un sacerdote, «¿entonces estoy en pecado mortal?», si es un cura liberal, le dirá que «de ninguna manera… El cristiano no vive de cumplimientos de leyes, que tranquilizan la conciencia, sino del amor a Dios y al prójimo». Y el engañado comentará con sus hijos y amigos: «Me ha dicho el cura que ya no es obligatorio ir a Misa los domingos»… +Tampoco es obligatorio  llevar los hijos a catequesis, o procurar que se confirmen. +En cuestiones de impudor, no se hacen problema de conciencia en seguir las modas del mundo. Ya es sabido que las modas no miden en centímetros su bondad o maldad; que eso va en costumbres, mentalidades y climas diferentes. +En la vida espiritual no se ayudan planteándose un plan de vida que, no deja de oprimir como ley, suscitando en la persona tensiones, escrúpulos y frustraciones. +La «dirección espiritual» se queda en «acompañamiento», que no implica un cierto modo de obediencia. +El cura afectado de liberalismo no acepta celebrar la sagrada liturgia en forma repetitiva, sino creativa, contrariando al Vaticano II: «que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (Vat. II, SC 22,3). +En bastantes casos, la nueva rúbrica litúrgica pro opportunitate es traducida como suprímase. +Cuando hay una costumbre celebrativa muy antigua, por ejemplo, cierta procesión a un Santuario, si el sacerdote local es liberalillo, la cambia, prohíbe campanas y estandartes, o simplemente la suprime: alega que es «triunfalismos de Iglesia». +Tradición no, «aggiornamento» sí. +Los misioneros no deben hacer proselitismo, tratando de persuadir a un pueblo de que es falsa su religión, y de que solo el Evangelio es verdadero. Sería un atropello de la dignidad de los otros. A lo más, el diálogo interreligioso. +Conocemos misioneros que se ufanan de no predicar el Evangelio. El testimonio de la palabra (al estilo de Cristo, Pablo, Javier) es asertivo; basta con el testimonio de la vida. +Algunas asociaciones de la Iglesia no quieren tener regla de vida. Pero no pueden ser aprobadas por la Iglesia si no la tienen. +El liberalismo, morbosamente autártico y anómico, procura minimizar en la Iglesia la fuerza de la Jerarquía. Señala y condena el «clericalismo» como «uno de los mayores males actuales» de la Iglesia (¡¡¡…!!!). Y ya que no puede eliminarlo, intenta devaluarlo. Reclama el sacerdocio y el diaconado para las mujeres. Promueve que un cristiano laico sea Vicario General de una Diócesis, o Prefecto de una Congregación romana. Y si es mujer, tanto mejor.

Como puede apreciarse por los ejemplos aludidos, el liberalismo causa muchos graves daños en la Iglesia, sobre todo cuando afecta a los Pastores sagrados. Quienes lo promueven en la Iglesia, avanzan como renovadores animosos, hasta que acaben con ella.

 

–Autoridad y obediencia

Resumiendo.

+Dios comunica a los Ministros del Orden sagrado una autoridad especial para predicar, santificar y regir pastoralmente al pueblo cristiano.

El presbítero «participa de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su cuerpo» (Vat.II, Presbiterorum Ordinis, 2). «Los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo Sacerdote, de manera que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza» (2; +12).

Ellos son espiritualmente potenciados (autorizados) para «la triple función sacerdotal»: –la predicación de la Palabra, –la santificación sacramental, centrada en la Eucaristía, y –el gobierno pastoral de la comunidad (13). Pero no siempre acrecientan el talento-denario que el Señor les ha confiado, sino que lo entierran, dejándolo sin beneficio. El Señor manda: «a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas exteriores (Mt 25,14-30). Es, pues, preciso para librarlos de la perdición la exhortación apostólica, que procura su salvación y la del pueblo… «Predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, exhorta con toda magnanimidad y doctrina, pues vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina» (2Tim 4,2). «Exhorta y corrige con toda autoridad» (Tit 2,15).

Los Pastores católicos que no ejercitan su autoridad estimulante y correctiva sobre el pueblo cristiano, que les ha sido encomendado, les niegan gravemente uno de los medios fundamentales para que permanezcan en Cristo: la obediencia a su Pastor sagrado… Terribles son los Oráculos de Yavé sobre «los malos pastores», que no cumplen la misión que Dios les ha dado, habiéndolos Él potenciado con su gracia para que puedan cumplirla (Ez 22,23-31; 34)..

 

La situación del mundo actual y de la Iglesia en Occidente expresa su alejamiento creciente de Dios y de su enviado Jesucristo. Y aunque los hombres mundanos –y también muchos cristianos, incluso Obispos y teólogos– atribuyan ese caos maligno a causalidades naturales, y buscan la solución en causas naturales, ignoran que el alejamiento de los hombres se da principalmente porque los hombres «están como ovejas sin pastor» (Mc 6,34; +Ver Ez 34). Si pecan, es en buena parte porque no saben lo que hacen (Lc 23,34). Si no obedecen los mandatos del Evangelio, es en buena parte porque muy pocos los enseñan ni los exhortanen el nombre de Cristo… Son muchos los sacerdotes que, aunque mantengan una débil fe en la condición sagrada de su persona y ministerio, sin embargo, afectados por la mentalidad liberal, de hecho no ejercitan su autoridad pastoral protectora y estimulante. Pero sin autoridad y obediencia, no hay vida cristiana, no hay Iglesia

Recordemos que si amamos al Señor, guardaremos sus preceptos; y si los obedecemos, permaneceremos en su amor. Esto dice el N.T. (Jn 14,15; 15,10. 14; 1Jn 5,2). Obediencia y amor van unidos. Y también lo enseña el Antiguo Testamento (Ex 20, 6; Dt 10,12-13).

El que contrapone una espiritualidad de obediencia con una espiritualidad de caridad, de amor, no sabe de qué está hablando. La cruz de Cristo, el supremo ejemplo, es al mismo tiempo un amor infinito al Padre y una infinita obediencia al Padre: Cristo obedece hasta el extremo porque ama hasta el extremo. Por eso, como dice Santo Tomás, «igualmente ha de decirse que Cristo padeció por caridad o por obediencia, pues los preceptos de la caridad los cumplió por obediencia, o fue obediente por amor al Padre que le daba esos preceptos» (STh III,47,2 ad 3m).

 

–Obediencia y sacrificio

Por la santa obediencia, nosotros hacemos al Padre la ofrenda continua de nuestra vida, participando así de la obediencia filial de Jesús y de su sacrificio en la cruz. En toda obediencia a Dios hay sacrificio, hay consagración de nuestra voluntad a la suya, hay muerte y vida. Por la obediencia a Dios estamos «muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,11). Toda obediencia movida por la caridad –la esposa, por ejemplo, que acepta la voluntad del marido, el esposo que cede a lo que su mujer quiere–, toda ofrenda razonable de la propia voluntad a nuestro hermano, es un sacrificio espiritual, una participación en la pasión de Cristo, que entregó su vida por amor.

Siempre los grandes maestros espirituales han enseñado la naturaleza eucarística de la obediencia cristiana. San Benito dispone que el compromiso escrito y solemne de obediencia sea puesto por el monje «con sus propias manos sobre el altar», diciendo: «Recíbeme, Señor»… (Regla 58,17-21). También en San Ignacio de Loyola la obediencia es una ofrenda litúrgica, que en el sacrificio de la Eucaristía encuentra su modelo y su fuerza:

«La obediencia es el holocausto, en el cual el hombre todo entero, sin dividir nada de sí, se ofrece en el fuego de la caridad a su Creador y Señor por mano de sus ministros; y puesto que es una entrega entera de sí mismo, por la cual se desposee de sí todo, para ser poseído y gobernado por la divina Providencia por medio del superior, no se puede decir que la obediencia comprende sólamente la ejecución para efectuar y la voluntad para contentarse, sino aun el juicio para sentir [pensar] lo que el superior ordena, en cuanto por vigor de la voluntad puede inclinarse» (Cta. 87,3).

La obediencia es gran ayuda para matar al hombre viejo, para quemar todo resto de apego desordenado, para consumar por la gracia la perfecta abnegación. Nuestras actividades personales, por buenas que sean, cuando parten de nuestra propia voluntad, rara vez se conforman del todo a la voluntad de Dios; estamos apegados a nuestras ideas, a nuestro prestigio, a nuestras obras y a ciertos modos de hacerlas. Pues bien, la obediencia tiene una eficacia admirable para cortar esos lazos de apegos –por eso precisamente muchos la consideran temible–. Y eso explica también que los santos –es decir, los que buscan de todo corazón hacer la voluntad de Dios– hayan amado tanto la obediencia y hayan sido tan radicales en sus planteamientos.

San Francisco de Asís: «Tomad un cadáver y ponedlo donde queráis… tal es el verdadero obediente» (San Buenaventura, Leyenda mayor 6,4). Santa Catalina de Siena: «Está muerto, si es un verdadero obediente» (Diálogo V,3,1). San Ignacio: «Obedecer como una cosa muerta» (Carta 144). San Charles de Foucauld: «La obediencia es el último, el más alto, el más perfecto grado del amor, aquél en el que uno mismo cesa de existir, y se aniquila, y se muere, como Jesús murió en la cruz, y se entrega al Bienamado un cuerpo y un alma sin vida, sin voluntad, sin movimiento propio, para que El pueda hacer con ello todo lo que quiera, como sobre un cadáver. Ahí está, ciertamente, el más alto grado del amor. Es la doctrina de todos los Santos» (Cta. a P.Jerôme 24-I-1897). Quizá la imagen del cadáver no sea correcta, pues suprime la libertad; pero lo que quieren decir estos grandes autores es una grande verdad. Y se entiende. 

 

–Primacía de la obediencia

«Todas las obras de las virtudes no son meritorias ante Dios sino cuando son hechas para obedecerle, enseña Santo Tomás. Pues si uno padeciera hasta el martirio, o diera a los pobres todos sus bienes, si no lo ordenara al cumplimiento de la voluntad divina, lo cual directamente pertenece a la obediencia, no tendría ningún mérito: sería como si hiciera todo eso sin caridad (+1Cor 13,1-3). No puede haber caridad sin obediencia» (STh II-II,104,3). El mismo ejercicio de la caridad, en sus modos concretos, ha de sujetarse a la obediencia; y si lesiona a ésta, ofende a Dios, esa obra es mala, no actúa por la gracia de Dios.

«No hay camino que más pronto lleve a la suma perfección que el de la obediencia», decía Santa Teresa (Fundaciones 5,10). ¡Cuántos engaños y trampas suele haber en quien va a su aire, y qué fácilmente confunde su voluntad con la de Dios! En cambio, «yendo con limpia conciencia y en obediencia, nunca el Señor permite que el demonio nos engañe» (4,2). ¡Cuántos trabajos ascéticos y apostólicos quedan estériles por ser hechos quebrando más o menos la obediencia! Y de ahí vienen la frustración, el cansancio, y quizá el abandono. Por el contrario, «la obediencia da fuerzas» (Fundaciones prólogo 2). San Juan de Avila: «Aprovéchese de la obediencia a voluntad ajena, y verá que anda Dios en la tierra para responder a nuestras dudas, para encaminar nuestra ignorancia, para dar fuerza a los que, obrando por nuestra voluntad, no teníamos fuerza para ello» (Carta 220).

La obediencia da fuerzas para la acción, pero también las da para la contemplación. Cuando le preguntaban a San Juan de la Cruz cómo llegar a la oración mística, él no proponía métodos oracionales de infalible eficacia, sino que contestaba: «Negando su voluntad y haciendo la de Dios; porque éxtasis no es otra cosa que un salir el alma de sí y arrebatarse en Dios; y esto hace el que obedece, que es salir de sí y de su propio querer, y aligerado se anega en Dios» (Dichos 158).

¡Qué perdidos van los que desprecian la obediencia al tratar de la espiritualidad evangélica! Cuanto más corren –como caballos desbocados, sin rienda–, más lejos se pierden. Santa Teresa, tan enamorada de Cristo en la Eucaristía, de una señora que era de comunión diaria, «grandísima sierva de Dios», pero que no quería sujetarse a confesor fijo, comentaba: «Quisiera más verla obedecer a una persona que no tanta comunión» (Fundaciones 6,18).

Apelar a la conciencia propia para rechazar la doctrina o disciplina de la Iglesia es un grave error. Como dice  , «el Magisterio de la Iglesia ha sido instituído por Cristo, el Señor, para iluminar la conciencia; apelar a esta conciencia precisamente para rechazar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, lleva consigo el rechazo de la idea católica del Magisterio y de la conciencia moral» (12-XI-1988).

Normalmente los superiores no son los más tontos o malos, pero hay a veces en ellos graves deficiencias. Pues bien, entra en la Providencia divina que en ocasiones nos manden mal para que obedezcamos bien, es decir, con espíritu de fe y entrega. Cuenta Santa Teresa que en un convento pusieron de superior a «un fraile harto mozo y sin letras, y de poquísimo talento ni prudencia para gobernar, y experiencia no la tenía, y se ha visto después que tenia mucha melancolía, porque le sujeta mucho el humor… Dios permite algunas veces que se haga este error de poner a personas semejantes, para perfeccionar la virtud de la obediencia en los que ama» (Fundaciones 23,9).Una ascesis diaria para todos

 

–Ascesis para todos

Todos los cristianos –religiosos, sacerdotes, laicos–- han de santificarse por la obediencia, y no sólo por la común obediencia al Señor, sino también a quienes le representan, e incluso a los iguales, cuando así conviene. Tiene la obediencia modos diversos en los tres estados, como es lógico. Los religiosos, «por la profesión de la obediencia, ofrecen a Dios, como sacrificio de sí mismos, la plena entrega de su voluntad» (Vat.II, PC 14). Los sacerdotes, en su ordenación, prometen obedecer al Obispo (Ritual 16). Y también los laicos, aunque no hagan voto o promesa, tienen muchísimas ocasiones de santificarse por la obediencia, como empleados, obreros, profesionales, y sobre todo como miembros de una familia o de una comunidad cívica o religiosa.

Qué distinta es la obediencia, según le mente de un liberal, del espíritu de obediencia de un cristiano, hijo de Dios, miembro de Cristo. San Pablo: «Vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, si es que de verdad el espíritu de Dios habita en vosotros… Si vivís según la carne, moriréis; pero si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis» (Rm 8,8-13). 

José María Iraburu, sacerdote

 

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