(730) Iglesias descristianizadas (14) por no predicar (4) contra los «pecados descatalogados» (y II)
Antes de pasar a otro tema relacionado con la «descristianización» de una Iglesia local, describiré y refutaré, Dios mediante, aquellos pecados descatalogados que afectan a la vida sexual, porque quizá sean actualmente los más vulnerables a esa trampa diabólica.
(3º caso)
La anticoncepción
Generalizada hoy en los matrimonios, la anticoncepción es un grave pecado descatalogado
La Iglesia transmite al mundo la verdad del matrimonio, que conoce a la luz de la Revelación dada por Dios a Israel, primero, y en plenitud en la Nueva Alianza, por Jesucristo. «Dios creó al hombre a imagen y semejanza suya… Dios lo creó, los creó varón y mujer» (Gen 1,27). Y viendo que no era conveniente que el hombre estuviera solo, creó a la mujer, «haciéndole una ayuda semejante a él» (2,19). Y les ordenó: «Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (2,18).
Unión conyugal y transmisión de vida
Dios creó así la maravilla del matrimonio: «Los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas» (Pablo VI, 1968, Humanæ Vitæ = HV 8).
Vamos por partes.
–El amor conyugal de los padres «está llamado a ser para los hijos signo visible del mismo amor de Dios, ‘de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra’ (Ef 3,15)» (HV 15).
–«La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual»; tiene un cuerpo y un alma. Y «la Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada [infundida] por Dios –no es producida por los padres–» (Catecismo 362, 366).
Por tanto, en cada concepción de un nuevo hombre hay una acción conjunta de los padres y de Dios. Esta concepción es, pues, algo sagrado, como muchas religiones lo han intuido. Por eso el matrimonio es una realidad sagrada. que en la Iglesia es propiamente un sacramento, «un gran sacramento» (Ef 5,32).
–Esas verdades nos manifiestan que el hombre y la mujer se unen en el matrimonio dándose el uno al otro, «en un amor total, en una forma singular de amistad personal, con la que los esposos comparten generosamente todo, sin reservas ni cálculos egoístas. Así se aman Cristo y la Iglesia… Y es un amor fecundo, que no se agota en la comunión entre los esposos, sino que está destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas» (HV 9). Como dice el concilio Vaticano II, «el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole» (LG 50).
–Y a la hora de realizar su fecundidad, «en su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta esa ley a la luz del Evangelio» (Vat, GS 50).
Pablo Vi reafirmó esa enseñanza:
«En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos, y constantemente enseñada por la Iglesia» (HV 10). «Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda» (HV 14).
San Juan Pablo II, recordando este último texto, precisó que «Pablo VI, calificando el hecho de la anticoncepción como intrínsecamente ilícito, quiso enseñar que la norma moral no admite excepciones: nunca una circunstancia personal o social ha podido, ni puede, ni podrá convertir un acto así en un acto de por sí ordenado [lícito]» (12-XI-1988; cf. Catecismo 2370; blog 260).
–El horror de la anticoncepción
Hoy en amplias regiones de la Iglesia, sobre todo en Occidente, el grave pecado de la anticoncepción profana con frecuencia la sacralidad del matrimonio, eliminando en el acto conyugal, por medio de anticonceptivos, la posibilidad de la concepción, disociando el amor de la posible transmisión de vida. Esa esterilidad voluntaria de la unión conyugal puede en cada caso tener diversas causas por una o las dos partes –pobreza, hedonismo, trabajo absorbente fuera del hogar, lujuria, disminución del amor, ambición de riquezas, etc.–.
Pero ante todo y sobre todo el uso de anticonceptivos en el matrimonio procede 1) de la pérdida de la conciencia cristiana y 2) del persistente silencio de Obispos y sacerdotes, que no combaten suficientemente esa falsificación del matrimonio. No se enseña con empeño y frecuencia la verdadera santidad y sacralidad del matrimonio y la gravedad maligna de la anticoncepción –en cursos prematrimoniales, prédicas, confesonario, catedras, catequesis, libros, revistas–. Y así la anticoncepción ha venido a hacerse en la mayoría de matrimonios cristianos un pecado grave descatalogado…
A veces, al silencio sobre la anticoncepción –mantenido incluso por sacerdotes fieles a la doctrina católica–, se añade la maldad propia de la falsa doctrina, que se difunde cautelosa o abiertamente. Parece, pues, que la anticoncepción es una de las causas de la descristianización de tantas Iglesias locales. Hizo y hace estragos en los jóvenes y en los matrimonios.
El aborto elimina una vida humana en la que Dios ha infundido un alma, y la anticoncepción es un horror semejante, pues eliminando habitualmente la concepción de hijos, los esposos –o uno de ellos– contraponen su voluntad anticonceptiva a la posible voluntad de Dios. Pues bien, el aborto es más o menos combatido en la Iglesia, pero la anticoncepción es de hecho consentida en muchas Iglesias locales por la pasividad del silencio.
Bajo el influjo del Demonio, la anticoncepción resiste a Dios, falsifica profundamente la verdad y santidad del matrimonio, reduce la natalidad extremadamente, lleva las naciones al suicidio demográfico, debilita profundamente la unión conyugal, es una de las causas principales del gran número de separaciones, divorcios y adulterios, malea seriamente la educación de los hijos; y es lógico que así sea: los padres anticonceptivos, que no obedecen a Dios, tienen hijo/s que no les obedecen, muy sujetos, como es de esperar, a sus propias voluntades y caprichos… ¿No ha de considerarse hoy en la vida de la Iglesia el combate en contra de los métodos artificiales anticonceptivos, y a favor de los métodos naturales? ¿No tendría que estar en los Planes pastorales entre los objetivos más urgentes y transcendentales?…
–Por otra parte, «la Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los períodos infecundos [métodos naturales], mientras condena siempre como ilícito el uso de medios contraceptivos [físicos o químicos] directamente contrarios a la fecundación… Entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primero los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo impiden el desarrollo de los procesos naturales» (HU 16).
–La anticoncepción es un grave pecado que se ha ido descatalogando. Pero sigue siendo pecado. Y una plaga moral tan terrible sólo puede ser vencida por la potente acción misericordiosa del mismo Dios, a través de la Iglesia, que ha de reafirmar la verdad de Cristo sobre el matrimonio: «cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (Pablo VI, HV 11). Ya informé (Blog 718) de la gran crisis ocasionada por esta breve y formidable Encíclica, que se atrevió a enseñar la verdad de Dios y de su enviado Jesucristo sobre la unión conyugal…
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Consecuencias
–El matrimonio que vive su sexualidad en forma anticonceptiva «entra por el camino ancho que lleva a la perdición; y muchos entran por él» (Mt 7,13). La encíclica Humanæ Vitæ informa de las «Graves consecuencias de los métodos de regulación artificial de la natalidad» (17). Profana habitualmente del matrimonio, facilita la infidelidad, los abusos intraconyugales, las fornicaciones, divorcios y adulterios; limita la natalidad, que puede extinguir las naciones, en su identidad histórica propia; que partiendo de la desobediencia a Dios, dificulta grandemente la educación de los hijos… o del hijo.
Pero lo más grave del matrimonio anticonceptivo es la resistencia a la voluntad de Dios, que no se procura conocer y realizar con su gracia, sino que se prefiere seguir la voluntad, la apetencia, la adicción, la tendencia mundana de la sociedad, sea cual fuere la voluntad de la concreta Providencia divina, que se ignora por principio. Pecado grave y habitual descatalogado. Causa histórica muy importante entre las que conducen a la descristianización de las Iglesias locales… Mucho debemos rezar por la conversión de aquellos matrimonios que prefieren guiar su vida por sí mismos, no por Dios.
–El matrimonio que vive su sexualidad según Dios, respeta la verdadera naturaleza fecunda de la unión conyugal. Entra por «el angosto camino que lleva a la vida, y qué pocos dan con él» (Mt 7,14). La Humanæ Vitæ describe con todo realismo los grandes efectos benéficos propios de la obediencia conyugal a Dios (21-25). Reproduzco su doctrina en forma abreviada.
Una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige ejercitar el dominio del instinto, liberando con la gracia la voluntad, activando la ascética cristiana. Esto, lejos de perjudicar el amor conyugal, lo purifica y acrecienta. Los cónyuges, más fuertes en las virtudes, producen en la vida familiar frutos de serenidad, paz y estabilidad de ánimo. Favorece la atención hacia el otro cónyuge, superando el egoísmo, y presta más y mejor atención a los hijos, que crecen en un hogar sano y acogedor, estimulante de la castidad y de la convivencia. Disminuye caprichos, desorden, peleas, gritos, desobediencias. Evita la mundanización en todo: costumbres, mal uso de TV, móviles, espectáculos semipornográficos, es decir, pornográficos. Pone medida en gastos, compras, viajes. Libres los hijos de excitantes adictivos, ayudan a sus padres, atienden a los mayores y a los más pequeños; acrecientan las relaciones familiares y amistosas.
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Cedo la palabra a San Pablo VI.
(HV 25) –«Afronten, pues, los esposos los necesarios esfuerzos, apoyados por la fe y por la esperanza que “no engaña, porque el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones junto con el Espíritu Santo que nos ha sido dado” [Rm 5,5]; invoquen con oración perseverante la ayuda divina; acudan sobre todo a la fuente de gracia y de caridad en la Eucaristía. Y si el pecado les sorprendiese todavía, no se desanimen, sino que recurran con humilde perseverancia a la misericordia de Dios, que se concede en el sacramento de la penitencia. Y podrán realizar así la plenitud de la vida conyugal y familiar».
(4º caso)
El divorcio y el adulterio
Me fijaré especialmente en el adulterio, pues el divorcio viene a ser su prólogo necesario… No ha sido descatalogado el adulterio en toda la Iglesia, pero en algunas Iglesias locales lleva camino de serlo, al menos como pecado descatalogado. Hace ya bastantes años se comenzó por eliminar el nombre adulterio, usado por Cristo, los Apóstoles y veinte siglos de Tradición católica, sustituyéndolo por eufemismos, como «divorciados vueltos a casar», o por herejías, como «segundo matrimonio» –viviendo el único marido verdadero–. Es un proceso nefasto, que desde hace bastantes años, viene sustituyendo la verdad por la mentira. Lo hago constar recordando algunos casos.
Recuerdo que en 1968, estando yo destinado en Chile, un párroco centroeuropeo, compañero mío en la diócesis, recomendó a un feligrés de su comunidad abandonado por su esposa, que rehiciera su vida y se volviera a casar. Así lo hizo, y vino a ser uno de los «matrimonios» más activos de la parroquia, según me dijeron (!).
En 2007, al morir el famoso cantante Pavarotti, adúltero público, recibió del Arzobispo y de 18 concelebrantes en la Catedral de su ciudad natal un funeral solemnísimo, claramente prohibido por el Derecho Canónico (c. 1184). (Blog 14).
Un Arzobispo alemán afirmó de aquellos adúlteros, que durante muchos años perseveran unidos en su nueva vinculación que, «en razón de los valores humanos que realizan conjuntamente… merecen un reconocimiento moral» (Blog 305).
Un Cardenal alemán, en un Consistorio de Cardenales, ha consideró que «muchos, después de haber vivido amargas experiencias [en su primer matrimonio], encuentran en estas nuevas uniones, una felicidad humana, y más aún un regalo del cielo» (ib.).
Un paso más dió un Arzobispo español, de una diócesis africana. Entrevistado por Radio, declaró que los adúlteros, cuando «han rehecho una vida, y lo han hecho seriamente, lo han hecho en profundidad, humanamente,… [y han logrado así] un crecimiento, un desarrollo… ¡un acercamiento personal a Dios! ¡Estoy seguro de ello!» (ib.).
Un Obispo dominico francés, enseñó que la pareja adúltera al «comprometerse en una segunda alianza ha creado un segundo vínculo tan indisoluble como el primero» (Blog 323).
En la Relatio post disceptationem del Sínodo de 2014 se expuso la opinión de quienes estimaban que los divorciados vueltos a casar debían recibir «un acompañamiento lleno de respeto» (n. 46) –de respeto, se entiende, hacia sus personas y su estado de vida–, sobre todo «cuando se trata de situaciones que no pueden ser disueltas sin determinar nuevas injusticias y sufrimientos» (n.47). Y después del Sínodo 2014-2015 estos intentos de descatalogación del adulterio como grave pecado, por buenismos clericales tolerantes y anticristianos, se han ido expresando de un modo cada vez más patente por la admisión de adúlteros impenitentes a la comunión eucarística. Alegan que la comunión no está reservada a los perfectos…
Iglesias locales descristianizadas…
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Este oleaje embravecido de herejías se estrella contra la roca que es Cristo, cuya palabra permanece viva en la Iglesia para siempre. Unos fariseos le preguntaron si se podía «repudiar a la mujer por cualquier causa», según venía haciéndose –en Israel y en los demás pueblos de su tiempo–. Él les contestó que los unidos en matrimonio «ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19,3-6). «El que repudia a su mujer [el que se divorcia] y se casa con otra, comete adulterio contra aquélla. Y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio» (10,11-12).
El Salvador de los hombres, Jesucristo, es el Salvador del Matrimonio, restaurándolo en su verdad original: monógamo, fecundo e indisoluble. «No adulterarás» (Rm 13,9). «No os engañéis… los adúlteros no poseerán el Reino de Dios» (1Cor 6,9-10). El pecado de adulterio, con los de herejía y homicidio, siempre fue incluido en los catálogos penitenciales de la Iglesia antigua como uno de los pecados más graves, penados con una disciplina penitencial más severa (Blog 288). Y actualmente, la Iglesia Católica verdadera sigue reprobando absolutamente –ella sola en el mundo– tanto el divorcio como el adulterio. Sí admite en ciertos casos la posibilidad lícita de la separación conyugal, por las causas y en los modos que el Derecho Canónico establece (can. 104, 1152 y otros).
(5º caso)
La homosexualidad
La práctica de la homosexualidad –no la tendencia, por supuesto–, lleva también camino de ser un pecado descatalogado, al menos en la práctica de ciertas Iglesias locales. Algunas hay que, de manera informal y subrepticia, disponen ya de rituales para la bendición de parejas homosexuales en templos católicos. Los argumentos de aquellos Pastores y teólogos que prácticamente descatalogan las uniones homosexuales como pecados graves vienen a ser los mismos que hemos referido al hablar del adulterio.
Un Obispo belga: «Debemos buscar en el seno de la Iglesia un reconocimiento formal de la relación que también está presente en numerosas parejas bisexuales y homosexuales. Al igual que en la sociedad existe una diversidad de marcos jurídicos para las parejas, debería también haber una diversidad de formas de reconocimiento en el seno de la Iglesia» (Blog 305).
Opiniones semejantes fueron incluidas en la Relatio post disceptationem del Sínodo de 2014, que al tratar de las uniones homosexuales, proponían considerar que «hay casos en que el apoyo mutuo, hasta el sacrificio, constituye un valioso soporte para la vida de las parejas» (n.52).
Por el contrario, tanto en Israel como en la Iglesia, los actos homosexuales han sido siempre considerados con especial horror, como un vicio nefando sodomítico. Catecismo 2357. «Apoyándose en la sagrada Escritura, que los presenta como depravaciones graves (Gen 19,1-29; Rm 1,24-27; 1Cor 6,9-10; 1Tim 1,10), la Tradición ha declarado siempre que ‘los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados’ [ilícitos] (Congr. Fe, 1976, Persona humana 8). Son contrarios a la ley natural».
Es significativo que el Antiguo Testamento, «por la dureza de los corazones», de algún modo llegó a tolerar el divorcio, los segundos «matrimonios», e incluso la poligamia –en el rey David, por ejemplo–; pero jamás aceptó la unión homosexual sodomítica, que atrae el castigo de Dios (Sodoma y Gomorra).
San Pablo en carta a los Romanos enumera en un catálogo muy amplio los pecados más frecuentes de los paganos, y cuando menciona la práctica homosexual, lo hace largamente y con especial dureza, como pecado contra naturam, uniéndolo especialmente a la idolatría, es decir, a la negación de Dios.
«Alardeando de sabios se hicieron necios, y trocaron la gloria de Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible… Por esto los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza, con la que deshonran sus propios cuerpos, pues trocaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraros y sirvieron a la criatura en lugar del Creador, bendito por los siglos, amén. Por lo cual, los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío. Y como no procuraron conocer a Dios, los entregó Dios a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas», etc. (Rm 1,21-29).
No suele mencionarse la práctica pecaminosa homosexual en los catálogos de pecados referidos por la Iglesia antigua, en parte porque es un pecado ya en gran medida desaparecido en sus comunidades, y también por aplicar a este pecado la norma paulina: nec nominetur in vobis (Ef 5,3-4)…
Comento. Resulta casi increíble la enorme actividad del Demonio en cuanto Padre de la Mentira. Pero podemos comprobarla, por ejemplo, en el hecho de que algunos exegetas «católicos», después de cuantiosas y variadísimas investigaciones eruditas, han llegado a «demostrar» que nada puede hallarse en la Sagrada Escritura que condene el homosexualismo practicado.
Pater noster… sed libera nos a Malo.
(6º caso)
El impudor
Sobre el pudor y la castidad, visto que casi nadie predica hoy sobre ese tema del Evangelio, he ido predicando yo de vez en cuando, desde que iniciamos InfoCatólica (2009), algunos artículos para llenar el vacío de esta enseñanza de Cristo. En mi blog, Reforma o apostasía, pueden consultarse los siguientes: año 2009 (10, 11 y 12); 2012 (180-2 y 180-3) y en 2014 (258-264). En 2015 publiqué un libro, Pudor y castidad (Pamplona, Fundación Gratis date, 108 pgs.), síntesis de los artículos citados.
La castidad es una virtud que, movida por la caridad, orienta y modera santamente el impulso genético humano, tanto en sus acciones físicas, como en pensamiento y voluntad, memoria y sentimientos. Es una gran virtud, incluida en la templanza.
Y el pudor es un aspecto de la caridad, que modera más bien miradas, gestos, vestidos, conversaciones, espectáculos nocivos, etc. En este toque breve que ahora doy al tema, me limitaré a la desnudez y al vestido femenino.
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–La Escritura enseña que Adán y Eva, después de su primer pecado, «se avergonzaron» de su desnudez, y que el mismo Dios «les hizo vestidos y los vistió» (Gén 3,7.21). Esta acción manifiesta claramente que quiere Dios el vestido para el hombre y la mujer heridos por el pecado, para ayudarles en el dominio de la concupiscencia y en la guarda de la humildad. En Israel y en la Iglesia, fieles a la voluntad divina, siempre se ha predicado a los fieles –y a los paganos, en las misiones– el pudor en el vestir y en las costumbres, aunque a veces esa virtud haya de ser ejercitada, con la gracia de Dios, en medio de un mundo generalizadamente impúdico. Es, pues, gravemente obligado continuar esa Tradición.
Jesús enseñó que «todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5,28). Por eso, aunque en el mundo greco-romano de los primeros siglos de la Iglesia la desnudez era frecuente en termas, teatros, gimnasios y fiestas, siempre los Santos Padres y las leyes de la Iglesia fomentaron el pudor, y reprobaron tanto las termas y la inmodestia como los espectáculos obscenos, que eran ocasiones próximas de pecado –como hoy siguen siéndolo en tantas playas, piscinas y espectáculos, y en la misma calle–.
Varios historiadores especialistas en los primeros siglos de la Iglesia –no tengo sus libros a mano– aseguran que la modestia de las mujeres cristianas fue para no pocos paganos una revelación, y que colaboró decisivamente a la evangelización del mundo greco-romano. Actualmente, la mayoría de las mujeres cristianas aceptan, con algunas limitaciones, la desvergüenza frecuente de sus hermanas paganas. El sentido del pudor sólo pervive, por especial gracia de Dios, en pequeños restos de Yavé.
Actualmente el impudor en el vestir viene a ser en la mayoría de cristianos laicos un pecado descatalogado. Su génesis –diabólica, por supuesto– fue la misma que en otros pecados. La haré gráfica con un caso concreto:
En 1946 un francés expuso en su colección de trajes de baño uno de dos piezas, que vino a llamarse bikini, porque en la opinión popular resultó tan explosivo como la bomba atómica que cuatro días antes se había explotado en el atolón de Bikini, en el Pacífico. Ya tenía el bikini precedentes muy antiguos en el paganismo, como se ve en los mosaicos sicilianos de Villa de Casale, hacia el 300. En Francia, y en general en Europa, no faltaron algunas atrevidas de poca vergüenza que lo lucieron. Pero con bastante rapidez se fue difundiendo su uso.
Por los años 60 ya su difusión era grande, también en América, y concretamente en las playas principales de Chile. Pues bien, el arzobispo chileno de Valparaiso, Mons. Emilio Tagle (1907-1991), santo hombre de Dios, publicó una pastoral o nota severa en contra del citado des-vestido de baño, contrario a la ley de Dios, que vistió a Adán y a Eva pecadores. La avalancha de críticas que recibió Mons. Tagle no sólo del mundo, sino de los cristianos progres, fue solo comparable con el silencio de la mayoría de los Obispos, que –para salvar la honra de la Iglesia chilena, convendrá suponer– no se solidarizaron con su combate. Consecuentemente, ya no hubo casi nadie de Iglesia que se atreviera a predicar en adelante contra el bikini y a favor del pudor, pues no es frecuente la vocación de mártir. Y pronto se vió que el bikini llegaría a ser obligatorio, o casi, como ahora. Yo estuve esos años de ministerio sacerdotal en Chile. Eran los años PostConciliares, en los que hubo críticas a la Sacerdotalis Coelibatus(1967). y fuertes resistencias a la Humanae Vitae (1968),… Los años del Mayo del 68 parisino. El reinado del bikini estaba próximo a conseguir la universalidad, hoy indiscutible. Contra Dios.
Y así el impudor vino a hacerse un pecado descatalogado. Hasta tal punto que hay Pastores y teólogos moralistas que aprecian el impudor, la desnudez del bikini, concretamente, como un progreso en la historia de la Iglesia, como una paz entre Iglesia y mundo moderno, como una positiva e irrenunciable evangelización del cuerpo humano. Piensan más o menos como aquella institutriz de Suecia que cuidaba desnuda a los niños en la playa, y que cuando los padres se lo reprocharon, les contestó: «Perdonen, pero yo no tengo nada que ocultar».
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La descatalogación, la negación de graves pecados, es hoy una de las causas principales de la ruina de no pocas Iglesias locales. Aquellos pecados que no son combatidos por los Pastores, tampoco son evitados por los fieles en sus vidas, y así persisten en ellos impune y pacíficamente. No pocos con una responsabilidad atenuada por la ignorancia. No les han predicado la verdad… «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Termino el artículo con las vivas palabras de San Pedro al final de su segunda carta.
«Vosotros, pues, queridos míos, ya que estáis prevenidos, estad alerta, no sea que dejándoos llevar del error de los libertinos, vengáis a decaer en vuestra firmeza. Creced más bien en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A Él sea la gloria, ahora como en el día de la eternidad» (2Pe 3,17-18).
José María Iraburu, sacerdote
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