(728) Iglesias descristianizadas (12) por no predicar (2) la gloria de Dios
En el artículo anterior traté del misterio de la salvación de los hombres. Y en éste, de la gloria de Dios. Ambas realidades van totalmente unidas, como ya vimos: soteriología y doxología. Este artículo viene a actualizar el texto de mi blog (208) La Iglesia es para la gloria de Dios, del año 2013.
Mi trabajo actual ha consistido en retocar todo el texto, quitar, poner, mejorar subtítulos y formatos. Prepárese el lector para saborear o padecer (según quién) una exposición reiterativa sobre la glorificación de Dios. Será voluntariamente reiterativa (como dar varias manos de pintura a una puerta) por ser la gloria de Dios la verdad más importante de nuestra fe… la poco predicada y la más ignorada. Y será una exposición larga. Pero Dios le dé ánimo para leerla toda, hasta el final. Ya verá cómo no le pasa nada malo. Y si se hace la idea de que este artículo es un libro sobre la Gloria de Dios, lo hallará muy breve.
–Gloria de Dios y santidad del hombre
«El mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Vat. I, Dz 3025; cf. Catecismo 293-294). Ése es el fin del hombre, como señor de la tierra: ser, entre todas las criaturas, que no tienen capacidad ni de conocer ni de amar, el sacerdote que, conociendo y amando al Señor, le alaba y canta agradecido su gloria bondadosa y difusiva.
«El Señor formó de la tierra al hombre, y lo hizo según su propia imagen. Le dio un corazón inteligente, lengua, ojos y oídos. Le dio ojos para que viera la grandeza de sus obras, y lengua para que alabara su Nombre Santo. Y sus ojos vieron la grandeza de su gloria» (Sir 17,1-13).
La santidad del hombre, por tanto, la plena realización de su ser y de su vocación, está en conocer y amar a Dios. Y en eso consiste precisamente la gloria de Dios en el mundo. Precisando: La gloria de Dios es el mismo ser divino –vida eterna y belleza, bondad y omnipotencia– en cuanto que se manifiesta y comunica a las criaturas.
San Agustín define la gloria divina como «conocimiento claro con alabanza» (clara cum laude notitia). Según esto podemos afirmar que la santificación del hombre coincide con la glorificación de Dios en este mundo. Por eso el hombre ha de ser santo principalmente para la gloria de Dios, como lo explica Cristo: «para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).
–Pero los hombres, desde el principio, pecaron y no dieron gloria a Dios
Frustraron así el sentido más profundo de sus vidas. Y de ahí proceden todos los males del mundo –egoísmo, injusticia, malicia, avaricia, mentira, lujuria, violencia–, que hundieron a los hombres en la miseria, degradando su propia naturaleza:
«Conociendo a Dios, no le glorificaron ni le dieron gracias… y trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible… Cambiaron la verdad de Dios por la mentira [del Diablo], y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,18-32).
¿Cómo podrá, pues, el hombre salvar ahora su vida en este mundo y después en la eternidad?… El hombre sólo puede salvarse cumpliendo su naturaleza profunda, según la cual está destinado a conocer y amar a Dios con todas sus fuerzas… Un hombre es verdaderamente humano en la medida en que conoce-ama-obedece a Dios. Y en la medida en que rechaza por acción o por omisión esa gloriosa relación con Dios, y se entrega a demonio-mundo-carne, viene a hacerse una caricatura del ser humano. Un ente degradado, que apenas es lo que es.
–Israel es elegido para la gloria de Dios y para salvación de la humanidad
El Señor le dice a Abraham: «Serán en ti bendecidas todas las naciones de la tierra» (Gen 12,3) Y para que pueda cumplir ese fin grandioso, Yahvé se le revela, le da conocimiento y amor de Sí mismo. La vocación salvífica de Abraham y su descendencia no es, pues, exclusiva, sino inmensamente difusiva.
Israel es el Pueblo elegido: «¿qué pueblo ha oído la voz de su Dios hablándole en medio del fuego, como lo has oído tú, quedando con vida?» (Dt 4,32-34)… El Señor, destinando a Israel a la glorificación de Dios, le glorifica entre los pueblos: «en todas las cosas, Señor, engrandeces a tu pueblo y lo glorificas» (Sab 19,20).
Realmente los hijos de Abraham son «un pueblo singular entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra» (Dt 14,2). El destino de Israel en la historia es procurar en el mundo el honor de Dios: «El pueblo que será creado alabará al Señor» (Sal 101,19). Para eso fue sacado de Egipto, para que viviendo bajo leyes divinas, no egipcias (Lev 18,3), ofreciera un culto religioso verdadero, libre de errores e impurezas (Ex 3,12-18; 12,31). Y de este modo fuera un pueblo santo y sacerdotal, consagrado al Creador único (Lev 11,45; 20,26; Dt 7,6). Yavé dirá de Israel: «Mi elegido, mi pueblo que hice para mí, que cantará mis alabanzas» (Is 43,21), es la «obra de mis manos, para manifestar mi gloria» (60,21).
«Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su Nombre, proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones» (Sal 95,1-3). Israel debe empeñarse en que todos los pueblos alaben al Señor, al único Dios verdadero (Sal 67). Ha de recordar siempre las maravillas de su poder, y en sus angustias ha de acudir siempre al Señor, para que él muestre su gloria, o bien perdonando a su pueblo (Is 49,13; 52,6), o bien castigando a los enemigos (Dan 3,44-45).
Éste es el espíritu doxológico que se expresa en danzas, fiestas y sacrificios (Lev 7,11s; 22,17s; Dt 12,6. 17), y especialmente en los bellísimos salmos de alabanza (8, 18, 28, 32, 103, 104, 110, 112, 116, 134, 135, 144-148, 150), de acción de gracias individual (9a, 17, 21b, 22, 29, 31, 33, 39a, 40, 62, 65, 91, 93b, 102, 106, 114, 115, 117, 137) y de acción da gracias nacional (45, 47, 64, 66, 75, 123).
«Dad gracias al Señor, invocad su Nombre, dad a conocer sus hazañas a los pueblos; cantadle al son de instrumentos, hablad de sus maravillas; gloriáos de su Nombre Santo, que se alegren los que buscan al Señor» (Sal 104,1-3). Más aún, toda la creación ha de ser encendida por Israel en la glorificación de Dios: «Retumbe el mar y cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan, aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor que llega para regir la tierra» (Sal 97,7-8).
–Israel, sin embargo, sabe que su glorificación de Dios es imperfecta
Al menos lo saben los judíos más espirituales. Esperan con firme esperanza una nueva efusión del Espíritu divino mucho más plena. Saben que Israel, con sus innumerables pecados, oscurece con frecuencia la gloria del Santo hasta extremos abominables: «en Horeb se hicieron un becerro, adoraron un ídolo de fundición; cambiaron Su gloria por la imagen de un toro que come hierba» (Sal 105,19-20). Por eso el Israel espiritual desea y espera tiempos nuevos de plenitud religiosa, en los que el Señor, mucho mejor conocido y amado, sea glorificado como se merece. Los profetas anuncian estos tiempos.
Uno de ellos ve «la apariencia de la imagen de la gloria de Yavé» que viene a manifestarse en «una figura semejante a un hombre» (Ez 1,26.28; cf. Dan 7,13-14). Otro, Isaías, prevé la figura misteriosa de un Siervo de Yavé, en cuya total humillación se dará la universal glorificación de Dios (Is 53). A este Salvador le dirá Yavé: «Tú eres mi Siervo; en ti seré glorificado» (49,3). «Se revelará la gloria del Señor y la verán todos los hombres» (40,5).
–Jesucristo revela plenamente la gloria del Padre celestial
«El Padre de la gloria» se revela al mundo en Jesucristo (Ef 1,17): Él es «el esplendor de su gloria» (Heb 1,3). En efecto, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
Pero en Cristo la gloria de Dios está a un tiempo revelada y velada. La gloria de Dios se revela en la santidad de Cristo, en su bondad misericordiosa, en su palabra, en sus milagros («manifestó su gloria», Jn 2,11), y en algunos momentos de su vida, como en el bautismo (Mt 3,16-17) o en la transfiguración producida «mientras oraba» (17,2; Lc 9,29). Y la humilde corporalidad de Jesús, su pobreza, y sobre todo su pasión, es decir, su completa pasibilidad ante la persecución, el dolor y la muerte, velan la gloria divina en Él («si eres Hijo de Dios, baja de esa cruz», Mt 27,40). Y es que Cristo, en su vida mortal, «no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango», humillándose en la condición humana hasta la muerte (Flp 2,6-8). Aún no había llegado la hora en que el Hijo del Hombre fuera glorificado (Jn 7,39; 12,23).
Jesucristo es el glorificador del Padre. Ésa es su misión en el mundo, ésa es la causa de su encarnación, de su obediencia, de su predicación y de su cruz. Comienza su misión doxológica en Belén, recién nacido: «Gloria a Dios en el cielo» (Lc 2,14). Y la consuma en su pasión y cruz: Padre, «yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existiese. Yo he manifestado tu Nombre a los hombres que de este mundo me has dado» (Jn 17,4-6).
El Hijo divino encarnado, a costa de su humillación, glorifica al Padre, y precisamente en la humillación suprema hallará su propia gloria. Ya en la cruz comienza la glorificación de Cristo: «¿no era necesario que el Mesías padeciese esto y así entrara en su gloria?» (Lc 24,26). En efecto, justamente cuando «crucificaron al Señor de la gloria» (1Cor 2,8), se cumplió su hora, y alzado en lo alto, atrajo a todos hacia sí (Jn 8,28; 12,32; Is 53,10-12). La misma cruz es, pues, la gloria de Cristo, ya que en ella consumó su victoria sobre pecado y muerte, mundo y Demonio, y por eso ahora, «resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre» (Rm 6,4), es «coronado de gloria y honor, por haber padecido la muerte» (Heb 2,9).
–El Hijo es el glorificador del Padre, y el Espíritu Santo es el glorificador del Hijo
«El me glorificará», dice Jesús (Jn 16,14). Y el Espíritu Santo glorifica al Hijo en la Iglesia, por su liturgia, por la santidad de los fieles, por la predicación del ministerio apostólico. Sin embargo, aunque Cristo ya ha resucitado y es el Señor de todo (Panto-crator), «al presente no vemos aún que todo le esté sometido» (Heb 2,8)… Todavía «corren días malos» (Ef 5,16).
Aún hay muchos hombres, también en la misma Iglesia, que no glorifican a Cristo, sino que, en una u otra forma, dan culto a la diabólica Bestia mundana, que les ha seducido (Ap 13,3-4). Pero al fin de los tiempos, todos «verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes con gran poder y majestad» (Mc 13,26; cf. Dan 7,13-14), y Cristo vencerá para siempre a la Bestia y a sus adoradores (Ap 19,20; 20,9-10). Y mientras tanto, los cristianos hemos de vivir santamente en este mundo, «con la bienaventurada esperanza puesta en la venida gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús» (Tit 2,12-13).
–La Iglesia es para la gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo
La Iglesia existe para glorificar a Dios y salvar a los hombres. «La Iglesia ha nacido con este fin: propagar el reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre, y hacer así a todos los hombres partícipes de la redención salvadora» (Vat II., Apostolicam actuositatem 2). Y los cristianos, ya en la tierra de algún modo, por la gracia de Cristo, anticipamos de algún modo la vida de la gloria, vivimos en Él como «hombres celestiales” (1Cor 15,47-49): «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).
Cristo, desde el Padre, envía al Espíritu Santo, que crea un hombre nuevo. Dándole la fe y la caridad, le comunica un conocimiento nuevo de Dios y un amor nuevo, la caridad, que hará posible un cántico nuevo. Así, la gracia sana y eleva la naturaleza humana; y con una plenitud cualitativamente nueva, es el hombre santificado, y Dios es glorificado en este mundo con una gloria perfecta. «Dios que [en el Génesis] dijo: brille la luz del seno de las tinieblas’, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2Cor 4,6).
Así lo muestra el Catecismo en el Padrenuestro:
«Después de habernos puesto en presencia de Dios nuestro Padre para adorarle, amarle y bendecirle, el Espíritu filial hace surgir en nuestros corazones siete peticiones, siete bendiciones». En las tres primeras peticiones … lo que nos mueve es «el deseo ardiente», «el ansia» del Hijo amado por la gloria de su Padre»: santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad» (2804).
–Cristo celestial. comunicando a la Iglesia el Espíritu Santo, la glorifica
La reviste amorosamente con el esplendor de su gracia. En la última Cena, orando al Padre, dice Jesús: «Yo he sido glorificado en ellos. Yo les he dado la gloria que tú me diste» (Jn 17,10.22). Lo mismo que dijo Dios sobre Israel, lo dice ahora sobre la Iglesia: «Yo glorificaré la Casa de mi gloria» (Is 60,7).
Sin embargo, aunque «ya ahora somos hijos de Dios, aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando [Cristo] aparezca, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,2; cf. Col 3,4). Todavía hay en nosotros pecados personales, que exigen conversión; y pecados colectivos, que están exigiendo reforma. Pero en todo caso, sabemos con la certeza de la fe que al final de los siglos, pasado ya el tiempo de la prueba, la Santa Iglesia aparecerá «gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada» (Ef 5,27), «ataviada como una esposa que se engalana para su esposo» (Ap 21,2).
–La Iglesia glorifica a Dios
«En verdad es justo darte gracias y deber nuestro glorificarte, Padre santo, porque manifiestas tu gloria en la asamblea de los santos» (Pref. I de santos). La gloria de Cristo resucitado resplandece en la Iglesia –por la luminosidad permanente de su Palabra, que pòr las predicación mantiene la fe de los fieles, y en las misiones difunde el Evangelio entre todos los pueblos; –por la santidad inalterable de sus sacramentos, –por la fuerza santificante de su gracia, que en todos los siglos da frutos patentes de perfección espiritual en hombres y mujeres de toda condición. En efecto, el nombre de Jesús es glorificado en nosotros, sus fieles, y nosotros somos glorificados en él (2Tes 1,12).
«Todos nosotros, a cara descubierta, contemplamos la gloria del Señor como en un espejo, y nos transformamos en 5u misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2Cor 3,18; cf. 1,20; 2Tes 2,14). Como dice el Vaticano II, «el amor fontal» de Dios, la caridad trinitaria, «no cesa de difundir la bondad divina» entre los hombres, «procurando a la vez Su gloria y nuestra felicidad» (Ad gentes 2).
–El fin de la Iglesia en esta vida y en la eterna es la glorificación de Dios
Mientras vuelve Cristo, y después en la eternidad, los cristianos hemos sido elegidos «para que unánimes, a una sola voz, glorifiquemos a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rm 15,6). Para eso hemos sido constituidos «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para proclamar el poder del que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9). Cristo nos ha dado el conocimiento de la fe (clara notitia) para encendernos el corazón en el ardor de la caridad (cum laude).
San Basilio, en sus Reglas largas, dice que «la vida del cristiano es unidimensional (mono-tropos), tiene un solo fin: la gloria de Dios, pues ‘ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, debéis hacerlo todo para la gloria de Dios’», según dice San Pablo, portavoz de Cristo (1Cor 10,31). Por el contrario, la razón vital de los mundanos es pluri-direccional (poli-tropos): según las circunstancias, se diversifica para agradar a las personas que se encuentran». Lo primero, lo único necesario (Mt 6,33; Lc 10,41) ha de ser para los cristianos la glorificación de Dios en todos los pueblos: «A él sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén» (Ef 3,21).
–Nuestra intención es recta solamente cuando en todas las cosas de nuestra vida buscamos la gloria de Dios, el cumplimiento de su voluntad santísima, la venida de su Reino a nosotros y a todo el mundo. «Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Cor 10,31). Así haremos de nuestra vida, bajo el auxilio de la gracia, «una ofrenda permanente» (Pleg. euc. III).
Es real, sin duda, el peligro de amar más la gloria de los hombres que la gloria de Dios (Jn 12,43); es una tentación permanente para acrecentar nuestra soberbia. y nuestra capacidad de pecado. Hasta las mejores obras de oración, ayuno o limosna, podemos hacerlas para ser vistos por los hombres (Mt 6,1.5.16). Erraremos el camino y perderemos el premio, si andamos buscando el favor de los hombres más que el favor de Dios (Gál 1,10; 1Tes 2,4).
Como enseña San Ignacio de Loyola, que da a la Compañía de Jesús el lema «ad maiorem Dei groriam», el principio y fundamento de la vida cristiana reconocer, con todas sus consecuencias, que «el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse de ellas cuanto para ella le impiden» (Ejercicios 23).
Por eso, «en toda buena elección, en cuanto está de nuestra parte, el ojo de nuestra intención debe ser simple, mirando solamente para qué soy creado, a saber, para alabanza de Dios nuestro Señor y salvación de mi alma. Y así cualquier cosa que yo eligiere, debe ser a que me ayude para el fin para el que soy creado, no ordenando ni trayendo el fin al medio, sino el medio al fin… Porque primero hemos de poner por objeto querer servir a Dios, que es el fin, y secundariamente tomar beneficio [estado clerical o religioso] o casarme, si más me conviene, que es el medio para el fin. Y ninguna cosa me debe mover a tomar tales medios o a privarme de ellos, sino sólo el servicio y alabanza de Dios nuestro Señor y la salud eterna de mi alma» (Ejercicios 169; cf. 170-189).
–La intención recta siempre ha de procurarse y nunca debe darse por supuesta
Para ello hay prácticas espirituales que pueden ser de gran ayuda: el examen de conciencia diario o frecuente, el ofrecimiento de obras, el sacramento de la penitencia, la dirección espiritual, guardar la presencia de Dios, y por supuesto la oración, tanto la de petición, como la del trato amistoso con el Señor, pues justamente en esta relación íntima con el que es la Luz, se va iluminando nuestra vida, y se va disipando la oscuridad de mentiras, engaños y trampas. Por lo demás, en esto como en todo, es la caridad la fuerza que más eficazmente nos lleva derechamente hacia Dios.
A veces sin saber cómo, el amor verdadero acierta infaliblemente con el camino más corto y seguro para llegar al Amado. Nada ni nadie puede engañarle. «El cuerpo por su peso tiende a su lugar», decía San Agustín; pues bien, «mi peso es mi amor; él me lleva dondequiera que vaya» (pondus meus amor meus; eo feror, quocumque feror. Confesiones XIII,9,10). «Ama y haz lo que quieres» (dilige et quod vis fac; cf. Santo Tomás, STh II-II,184,1).
–La gloria de Dios en la vida ordinaria
«Hacedlo todo para gloria de Dios» (1Cor 10,31). «Todo lo que hagáis, de palabra o de obra, hacedlo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,17).
El músico Haydn, desde niño, escribía en la primera página de sus composiciones In nomine Domini, y en la última Laus Deo. Es así como la vida entera del cristiano, en todas y cada una de sus obras, ha de hacerse un «culto espiritual» ofrecido constantemente a Dios por Jesucristo (Rm 12,1).
La motivación doxológica ha de primar en nosotros sobre cualquier intención. Si los cristianos procuramos ejercitarnos en la virtud, no ha de ser principalmente para librarnos del mal, para sabernos más perfectos, para merecer más la vida eterna. Ha de ser primeramente y ante todo para la gloria de Dios: negativamente, para que por causa nuestra no sea blasfemado y despreciado su Nombre en el mundo (Rm 2,24; Tit 2,5; Vat. II, Gaudium et spes 19c); y positivamente, para que en nosotros y por causa nuestra sea glorificado Dios entre los hombres: le conozcan y le amen (Mt 5,16; 1Pe 2,12; 3,1). Para eso queremos ser perfectos como nuestro Padre celestial; para eso procuramos «brillar en el mundo como antorchas, llevando en alto la Palabra de vida» (Flp 2,14-16), «para iluminar a los que están en tinieblas y sombras de muerte» (Lc 1,79).
San Ignacio de Antioquía exhortaba a sus fieles: «que por todos los medios glorifiquéis a Jesús, que os ha glorificado a vosotros» (Efesios 2,2). San Benito lo dispone todo en su Regla «para que en todo sea Dios glorificado» (57,9).
San Agustín exhorta: «cantad con vuestra voz, cantad con vuestro corazón, cantad con vuestra boca, cantad con vuestras costumbres, cantad al Señor un cántico nuevo. ¿Queréis rendir alabanzas a Dios? Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar. Vosotros mismos seréis su alabanza, si vivís santamente» (Sermón 34).
–La liturgia es ante todo amor, adoración, gratitud, alabanza, glorificación a Dios
En ella realiza Cristo con su Iglesia «la obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios» (Vat. II, Sacrosanctum Concilium 5). El impulso doxológico, que dirige toda la vida cristiana, ha de hacerse patente y comunitario, alegre y armonioso, en la sagrada liturgia: «en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación glorificarte siempre, Señor». El santo sacrificio de la Nueva Alianza se ofrece al Señor en la Eucaristía «para alabanza y gloria de su Nombre, para nuestro bien y el de su santa Iglesia».
No hay vida cristiana sin Eucaristía. Es anormal el perro que no ladra, el gato que no maulla, el caballo que no relincha, el pájaro que no canta… Están enfermos, heridos, algo malo los afecta. En ésas está el cristiano que no va a Misa, pues le Eucaristía es la máxima glorificación de Dios en la vida de la Iglesia.
Si el mundo ha sido creado para la gloria de Dios, ha de concluirse que el universo adquiere en la liturgia cristiana de la Iglesia –Eucaristía, sacramentos, Horas– su expresión y significación más verdadera y profunda. El orden cósmico inmenso, sin la sagrada liturgia, al paso de los siglos, vendría a resultar una trivialidad insignificante, carente de sentido.
La glorificación litúrgica de Dios tiene siempre dos motivos fundamentales: la creación y la salvación. Ya en los Salmos, con inspiración divina, se expresan maravillosamente esas dos motivaciones. Y en todo el Nuevo Testamento. «Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas… Digno eres de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado, y redimiste para Dios con tu sangre a hombres de toda tribu y lengua y pueblo y nación» (Ap 4,8; 5,9).
Pero la doxología litúrgica, aun más que en las obras de Dios, se fundamenta en Dios mismo, en su ser, en su bondad y belleza, en su misericordia, como lo confesamos en el formidable Gloria de la santa Misa: «por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias».
–En la oración
«La primera petición del Padrenuestro es «santificado sea tu Nombre», en la que pedimos la gloria de Dios» (S. Tomás, STh II-II,83,9) Ese es el impulso fundamental de la oración cristiana: «llenáos del Espíritu, siempre en salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todas las cosas a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,18-20).
Las oraciones bíblicas y litúrgicas son la mejor escuela del espíritu doxológico. Desde hace muchos siglos, todas las tardes la Iglesia reza con la santísima Virgen el Magnificat: «proclama mi alma la grandeza del Señor», y lo seguirá haciendo hasta que Cristo vuelva en gloria y en poder. Los Salmos de alabanza y acción de gracias, el Gloria de la misa, y tantas oraciones de los santos, constituyen bellísimas glorificaciones del Señor del universo.
–En el sacerdocio sacramental
«El fin que los presbíteros persiguen con su ministerio y vida es procurar la gloria de Dios en Cristo» (Vat. II, Presbyterorum ordinis 2e). «Así, en nuestro mundo, que tiene necesidad de la gloria de Dios (cf. Rm 3, 23), los sacerdotes, configurados cada vez más perfectamente con el Sacerdote único y sumo, sean gloria refulgente de Cristo (2 Cor 8,23), y por su medio sea magnificada “la gloria de la gracia” de Dios en el mundo de hoy (cf. Ef 1,6)» (Pablo VI, enc. Sacerdotalis coelibatus 1967, 45). Esto hace que el sacerdote, entre los hombres de su generación, e incluso entre sus hermanos los cristianos, sea en el mundo el máximo responsable del honor de Dios y de su Cristo.
Santo Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, antes caballero y político, en una obra teatral de Jean Anouilh (1910-1987) dice: «Yo era un hombre sin honor. Y, de pronto, me he hallado con uno, el que jamás hubiera imaginado que llegaría a ser el mío, el honor de Dios. Un honor incomprensible y frágil, como un niño-rey perseguido» (Becket ou l’Honneur de Dieu, Table ronde 1959, 165).
–En los laicos
«El precepto de la caridad, que es el mandamiento máximo del Señor, urge a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios por el advenimiento de su reino y la vida eterna a todos los hombres, a fin de que conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo (Jn 17,3)». (Vat. II, Apostolicam actuasitatem 3). Concretamente:
En el matrimonio los esposos cristianos procuran en Cristo «su mutua santificación y, por tanto, juntamente, la glorificación de Dios» (Gaudium et Spes 48). Unidos con el mismo amor que une a Cristo y la Iglesia, fiel y para siempre, engendrando hijos y educándolos en la fe verdadera, «glorifican al Creador y tienden a la perfección en Cristo» (50).
En el trabajo, igualmente, los cristianos, libres de toda avaricia, sensibles a las necesidades de los pobres, se alegran «de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios» (43).
–En los religiosos
Sobre el fundamento de su primera consagración bautismal, el religioso, atendiendo una especial llamada (vocación) del Señor, «hace una total consagración de sí mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial» (GS 44a).
«Se llaman religiosos, dice Santo Tomás, quienes a modo de sacrificiose entregan a sí mismos, con todas sus cosas, a Dios: en cuanto a las cosas, por la pobreza; en cuanto al cuerpo, por la continencia; y en cuanto a la voluntad, por la obediencia; pues la religión consiste en el culto divino» (Contra Gentiles III,130 in fine).
–En el apostolado, en las misiones
El impulso apostólico y misionero nace principalmente del celo por la gloria de Dios. «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben» (Sal 66,5). Los apóstoles, «en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias, en azotes, en prisiones, en tumultos, en fatigas, en desvelos, en ayunos, en santidad» (2Cor 6,3-10), sin que nada pueda detenerles, cumplen su grandiosa misión con el fin principal de encender en el corazón de los hombres la llama de la glorificación de Dios: «quiero hacer memorable tu Nombre por generaciones y generaciones, y los pueblos te alabarán por los siglos de los siglos» (Sal 44,18).
–En la beneficencia social
Los cristianos glorificamos a Dios no sólo en sí mismo, sino también en su imagen, que es el hombre. Es éste el mandato que nos dio el Señor, y acerca de él nos juzgará al final del mundo (Mt 25,31-46). La asistencia benéfica material en la Iglesia primera tiene una dimensión tan hondamente doxológica, que se enmarca en la misma liturgia eucarística, como también ahora dentro de la Misa se hacen las colectas y ofrendas.
En este sentido, cuando San Pablo promueve una colecta en favor de los hermanos de Jerusalén (2Cor 8-9), la presenta como un acto litúrgico, es decir, como una «obra de caridad que hacemos para gloria del mismo Señor» (8,19).
«La prestación de este servicio (diakonia tes leitourgias) no sólo cubre la escasez de los Santos [fin próximo], sino que hace rebosar en ellos la acción de gracias a Dios [fin último]: al ver la prueba de esta colecta, glorifican a Dios por vuestra obediencia al Evangelio de Cristo y por la generosidad de vuestra solidaridad con ellos y con todos» (9,12-13). La verdadera caridad benéfica tiene en la Iglesia su sello de garantía cristiana precisamente en esa finalidad doxológica.
–En la alegría
«¡Feliz el pueblo que sabe aclamarte oh Dios: caminará a la luz de tu rostro!» (Sal 88,16). Este es el gozo que, de un modo u otro, siempre resplandece en la Biblia y la Liturgia:
«Te doy gracias, Señor, de todo corazón, proclamando tus maravillas; me alegro y exulto contigo y toco en honor de tu nombre» (Sal 9,2-3). «Tus acciones, Señor, son mi alegría, y mi júbilo las obras de tus manos. ¡Qué magníficas son tus obras, Señor, qué profundos tus designios! El ignorante no los entiende, ni el necio se da cuenta» (Sal 91,5-7). Es la alegría y el júbilo de la Virgen María en el Magnificat: «proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,46-47).
–En la enfermedad y la muerte, en el dolor y las penas
Una enfermedad y muerte como la de Lázaro es «para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11,4). Y lo mismo sucede en todas las penalidades de este valle de lágrimas:
No hay que esperar a que pasen las tribulaciones para glorificar al Señor. Como aquellos tres jóvenes judíos, que sufrían en el exilio, más aún, en el mismo horno de fuego, hemos de decir:
«Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres. Digno de alabanza y glorioso es tu nombre… Cuantos males has traído sobre nosotros, con justo juicio lo has hecho… Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu Nombre, Señor… Alabad a Dios, fieles todos de Dios, dadle gracias con himnos, porque es eterna su misericordia» (Dan 3,24-90).
El ánimo doxológico se alegra aun cuando todo parezca que va «mal», sabiendo que «todo colabora al bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Hemos de glorificar a Dios gratuitamente, totalmente, permanentemente, incondicionalmente, como dice el profeta Habacuc:
«aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, [aunque se queden vacíos los seminarios y conventos, aunque la mayoría de los cristianos se aleje de la Eucaristía, aunque en muchas misiones no se predique el Evangelio, aunque los matrimonios impidan la concepción de hijos… pase lo que pase] yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios mi salvador» (3,17-18).
–En el martirio
El martirio sufrido por amor a Dios es la mayor glorificación posible de Dios. Cantemos, pues, las alabanzas del Señor, como los mártires de Nagasaki clavados en su cruz, y tantísimos más como ellos antes y después. Hay cientos de modos de padecer hasta la muerte el martirio por Cristo. Hay a veces circunstancias extremas en que o lo traicionamos o entregamos nuestro vida por la gloria de Dios en Cristo Crucificado y por la salvación propia y la de nuestros hermanos: «la muerte con que había de glorificar a Dios» (Jn 21,19).
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Las Iglesias se descristianizan cuando escasea en ellas el celo por la gloria de Dios. Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
–Los cristianos abandonan la Misa dominical en masa. Siendo la glorificación de Dios el sentido más profundo de la Eucaristía (acción de gracias), es perfectamente lógico que la Misa «no diga nada» a quienes no tienen interés alguno en alabar a Dios y glorificarle, dándole gracias con la Iglesia «siempre y en todo lugar»… «¿Qué saco yo con ir a Misa? Me aburro» (!)…
–Disminuye en los misioneros la predicación abierta del Evangelio, la que suscita en Cristo el conocimiento y el amor a Dios. Se conforman demasiadas veces con que haya «cristianos anónimos», con la beneficencia temporal, y algunos, con el diálogo interreligioso.
–No hay apenas vocaciones sacerdotales ni religiosas, ni puede haberlas, porque escasea mucho el celo por la gloria de Dios y por la salvación de los hombres, salvación que no pocas veces es considerada automática para todos ellos.
–La beneficencia cristiana no es tanto una «liturgia de caridad» (2Cor 9,11-14), sino una filantropía horizontal, en la que normalmente apenas se menciona a Dios y a su enviado Jesucristo.
–Predomina en la Iglesia la tristeza, que no es superada con aplausos y globitos, ni con guitarras, ni soltando a volar palomas o tomándose todos en círculo de las manos. Falta la alegría de María, el júbilo de Cristo (Lc 10,21; Flp 4,4), el gozo del Espíritu Santo (Gál 5,22).
El verdadero cristianismo es teocéntrico y doxológico, entusiasta y alegre (enthusiasmós, enthusía, el éxtasis, la inspiración, la posesión divina, son términos derivados de theós, Dios). El débil o falso cristianismo es antropocéntrico y angustiado, preocupado y triste. El verdadero tiene potencia apostólica y eficacia de irradiación misionera; éste no.
El espíritu escasamente doxológico puede afectar incluso a cristianos practicantes, cuando no han formado suficientemente su espiritualidad en la Biblia y en la sagrada Liturgia de la Iglesia (Vat. II, SC 10a, 14b, 24; DV 25-26). Estos cristianos, afectados a veces de semipelagianismo, suelen ser más sensibles a la soteriología que a la doxología.
En la Misa, por ejemplo, captan más su fuerza para confortar en la vida de la gracia –y gran cosa es que la busquen en la Eucaristía–, que su sentido primordial de alabanza y agradecimiento al Señor de lo gloria, a nuestro Creador y Salvador. No han despertado del todo todavía al sentimiento religioso más profundo de la Iglesia, el del sacrificio de la Nueva Alianza: la Eucaristía.
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–Hacia la plenitud celeste
Este mundo presente está ya ahora transido de la gloria de Dios. Aunque a veces se muestra como antesala del infierno, en ciertas horas menos malas, en la grandiosidad de la naturaleza creada, y asistido secretamente por la gracia, manifiesta a veces y recuerda el Paraíso perdido, y ansía sin saberlo el Reino glorioso de nuestro Señor JesuCristo.
Pues bien, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo» (Tito 2,13).glorifiquemos a Dios con toda nuestra vida, sabiendo con la certeza de la fe y de la esperanza, que cuando Él vuelva, «reformará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso» (Flp 3,20-21). «Le serán sometidas todas las cosas… para que sea Dios todo en todas las cosas» (1Cor 15,28). Vivamos siempre «para alabanza de su gloria» (Ef 1,14).
«La venida del Señor está cercana» (Sant 5,8; cf. Apoc 3,12; 22,12.20). La creación entera, que gime y sufre ahora con dolores de parto, oprimida por el pecado de los hombres, será asumida en la gloria de los hijos de Dios (Rm 8,19-23)… Vendrá pronto Jesucristo para ser glorificado en sus Santos (2Tes 1,10-12). Y entonces recibiremos la corona de gloria que no se marchita (1Pe 5,4). Cantemos, pues, con la Iglesia la gloria del Señor:
«Que su Nombre sea eterno, y su fama dure como el sol. Que él sea la bendición de todos los pueblos, y que lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra. Bendito sea el Señor, Dios de Israel, el único que hace maravillas. Bendito por siempre su Nombre glorioso: que su gloria llene la tierra. ¡Amén, amén!» (Sal 71,17-19).
José María Iraburu, sacerdote
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