(712) Sonrisa, risa y carcajada

 «De los ángeles es la sonrisa, de los hombres la risa, y la carcajada es de los demonios»

Recuerdo, creo recordar, que ésta es una frase de Giovanni Papini (1881-1956), escritor florentino, y uno de los más geniales de su tiempo. Converso al catolicismo en 1921, y apologista del cristianismo muy leído en su tiempo. Hace unos sesenta años leí esa frase, y hoy me da un punto de partida para algunas consideraciones espirituales que tienen más importancia de lo que parecen.

* * *

A nuestro Señor Jesucristo en los Evangelios nunca se le ve riéndose. Su corazón experimenta muchos sentimientos diversos; se le ve en tristeza, llorando, conmovido por males ajenos, indignado, pero ya los Padres de la Iglesia observaron, sacando las consecuencias debidas y prudentes, que Jesucristo, que conoce y expresa todos los sentimientos humanos, sin embargo,

no aparece riéndose en ningún lugar del Evangelio, lo que no significa en modo alguno que era un hombre triste. Se le ve alegre: «En aquella hora se llenó de alegría en el Espíritu Santo»… (Lc 10,21-24). Y es lógico: nadie ha sido tan amado de Dios y de los hombres como él; y nadie ha amado tanto a Dios y a los hombres como él. Y si la persona, por ser imagen de Dios, que es amor, tiene alegría en la medida en que ama y es amado, ningún hombre en la historia ha tenido tanta alegría como Cristo. Por eso, «alegráos, alegráos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Más aún: «Yo soy vuestro Consolador» (Is 51,12).

(Nota. -Los Padres de la Iglesia no afirman que Cristo no rió nunca en su vida en la tierra, pues la risa es propia del hombre, y Él hizo suyo todo lo propio de lo humano. Y diré de paso que, cuando Aristóteles afirma que el hombre es el único animal que ríe, se refiere por supuesto a la risa inteligente).

Pero al mismo tiempo, nadie en la historia ha sufrido tanto el horror por el pecado del mundo como Él; los horrores del mundo que fue «creado por Él y para Él, y que subsiste en Él» (Col 1,16-17)… «¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar?» (Mc 9,19)… «¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!» (Lc 6,25)…

Santa Teresa lo entendió bien: «¿Qué fue toda su vida sino una cruz, siempre delante de los ojos nuestra ingratitud y ver tantas ofensas como se hacían a su Padre, y tantas almas como se perdían?» (Camino Esc. 72,3). Él es el Redentor, el que fue enviado por el Padre para salvar al mundo al precio de su sangre. Él es el «varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos» (Is 53,3). Los Santos Padres ya muy pronto señalaron que nunca Cristo se ríe en los Evangelios.

Y al mismo tiempo, siendo Cristo la Palabra de Dios,

–era totalmente ajeno al parloteo vano. Por eso avisa a todos los que quieren vivir en él y para él: «De toda palabra ociosa que hablaren los hombres habrán de dar cuenta el día del juicio. Pues por tus palabras serás declarado justo o por tus palabras serás condenado» (Mt 12,36-37).

Pues bien, si queremos seguir a Cristo, sigámosle en todo, también en la aversión a los parloteos y las muchas risas: «Yo os he el dado ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,25).

Los Apóstoles aprendieron su norma, la cumplieron y la enseñaron.

 

+Santiago apóstol

«No os constituyáis muchos en maestros, hermanos míos, pues sabemos que nosotros recibiremos una sentencia más severa, porque todos faltamos a menudo. Si alguien no falta en el hablar, ese es un hombre perfecto, capaz de controlar también todo su cuerpo.

 A los caballos les metemos el freno en la boca para que ellos nos obedezcan, y así dirigimos a todo el animal. Fijaos también que los barcos, siendo tan grandes e impulsados por vientos tan recios, se dirigen con un timón pequeñísimo por donde el piloto quiere navegar. Lo mismo pasa con la lengua: es un órgano pequeño, pero alardea de grandezas. Mirad, una chispa insignificante puede incendiar todo un bosque. También la lengua es fuego, un mundo de iniquidad; entre nuestros miembros, la lengua es la que contamina a la persona entera y va quemando el curso de la existencia, pero ella es quemada, a su vez, por la gehenna.

 Pues toda clase de fieras y pájaros, de reptiles y bestias marinas pueden ser domadas y de hecho lo han sido por el hombre. En cambio, la lengua nadie puede domarla, es un mal incansable cargado de veneno mortal. Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, creados a semejanza de Dios. De la misma boca sale bendición y maldición. Eso no puede ser así, hermanos míos. ¿Acaso da una fuente mana agua dulce y amarga por el mismo caño? ¿Es que puede una higuera, hermanos míos, dar aceitunas o una parra higos? Pues tampoco un manantial salobre puede dar agua dulce» (Sant 3,1-12).

 

+San Benito (480-547)

En su santa y venerable Regla, en el cap. IV, tratando de Los instrumentos de las buenas obras, enumera San Benito ante todo los mandamientos del Señor enseñados en la Biblia, pero también señala en frases breves muchas normas de vida procedentes de la Escritura y de la experiencia de la vida espiritual, p. ej.: (20) Hacerse ajeno a la conducta del mundo, (31) amar a los enemigos, (44) Temer el día del juicio, (52) No ser amigo de hablar mucho (53). No decir necedades o cosas que excitan a la risa. (54).

Y en el cp. VI, de la taciturnidad, entendida como moderación en el hablar: (1) Cumplamos lo que dijo el profeta: vigilaré mi proceder para no pecar con la lengua. «Pondré una mordaza en mi boca. Enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun de cosas buenas» (Sal 38,2-3). (2) Si hay ocasiones en las que debemos renunciar a las conversaciones buenas por exigirlo así la misma taciturnidad, cuánto más debemos abstenernos de las malas conversaciones. (4) Porque escrito está: «En el mucho charlar no faltará pecado» (Prov 10,19). (5) Y en otro lugar: «Muerte y vida están en poder de la lengua» (íb. 18,21). (6) Hablar y enseñar incumbe al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y escuchar.

(8) Por eso, cuando sea necesario preguntar algo al superior, debe hacerse con toda humildad y respetuosa sumisión. Pero las chocarrerías, las palabras ociosas y las que provocan la risa, las condenamos en todo lugar a reclusión perpetua».

Y en el cp.VII, De la humildad. (57) La Escritura nos enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado» (Prov 10,19), (58) y que «el deslenguado no prospera en la tierra» (Sal 139,8). (59) El décimo grado de humildad es que el monje no sea fácil y pronto a la risa, porque está escrito: «El necio se ríe estrepitosamente» (Casiano, Inst. 4,39,2). 

 

+San Francisco de Asís (1181-1226)

Procuró también que sus frailes se mantuvieran siempre libres de palabras ociosas, cumpliendo así la norma dada por Cristo (Mt 12,36-37), y corregía, a veces con acritud, a quienes reincidían en su apego por charlar. «Cualquier religioso que pronuncie una palabra ociosa o inútil, confesará al instante su culpa, y por cada una ellas rezará un padrenuestro» (Fray Tomás de Celano, Vida segunda, cp. XVII, CXVIII); + Espejo de perfección (cp. V, LXXXII).

 

+Santo Domingo (1170-1221)

De Santo Domingo de Guzmán tenemos muchas biografías fidedignas, que nos los muestran en la oración, hablando con Dios, o en la predicación, hablando de Dios.

«Durante el día, nadie más asequible y afable que él en el trato con los frailes y acompañantes. Por la noche, nadie tan asiduo a las vigilias y a la oración… Dedicaba el día a los prójimos; la noche, a Dios… Lloraba abundantemente con mucha frecuencia; de día principalmente cuando celebraba la santa Misa, y de noche cuando se entregaba más que nadie a aus incansables vigilias» (Beato Jordán de Sajonia, Orígenes de la Orden de Predicadores, LIX). Lloraba por el Crucificado, por el innumerable pecado del mundo, por los que rechazando a Cristo, iban riendo camino del infierno.

Por el contrario, durante el día, «en su exterior benignidad, proyectaba la graciosa contextura del hombre interior, y su rostro siempre estaba alumbrado por la claridad de la sonrisa» (Leyenda de Santo Domingo, cp. XLVII). En las Actas de los testigos de Bolonia, el testigo VI declaró: «Era alegre y festivo, benigno y consolador de los frailes… Estando en casa y yendo de viaje, siempre quería hablar de Dios o de la salvación de las almas. Y nunca oyó [el testigo] que saliera de su boca una palabra vana».

Santo Domingo estableció la Orden de Predicadores, contemplativa y activa al mismo tiempo, centrando a sus frailes en la oración, el estudio y la predicación (contemplata aliis tradere). Para cumplir ese ideal da normas firmes sobre el silencio conveniente en el Libro de las costumbres (16), rechazando a un tiempo el parloteo ocioso y la risa inmoderada. Y señala entre las culpas leves (20):

– «Hablar palabras indecorosas o vanas o, lo que es más grave, tenerlo por costumbre… –Reir disolutamente a carcajadas o provocar, con chanzas, dichos o hechos, la risa de otros… –Andar por plazas y ciudades con ojos disipados, dirigiendo la vista a cosas vanas»:… 

Normas semejantes se dan en muchas Reglas o Constituciones de otros institutos de religiosos o de religiosas anteriores y posteriores.

 

Los religiosos son modelos para los laicos

¿Y qué tiene que ver lo que ordene la vida de los religiosos y lo que debe ordenar la vida de los laicos?… Algunos lectores laicos, quizá a estas alturas del artículo, se sientan molestos de que tantos ejemplos de religiosos sean expuestos como modelo para todos, también para los laicos. Como si el Evangelio y la vida de los santos no fueran el espejo principal en el que deben mirarse todos los cristianos, pues ellos son la muestra perfecta del camino de la perfección cristiana. Este grave error es bastante predominante desde hace más de medio siglo, y causa no pocos daños.

Ya lo estudié en un capítulo de mi libro De Cristo o del mundo (Edit. Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2002, 2ª ed., 233 pgs, III p, cp. 2). Quizá el Señor me conceda escribir un artículo resumiento la doctrina católica sobre el tema. Ahora, me limitaré dar unas cuantas citas elocuentes.

La espiritualidad de los religiosos y de los santos, marcada por su fidelidad al Evangelio, siempre en la Iglesia ha sido considerada como fuente privilegiada para todos los fieles. Por supuesto, «cada uno ande según el Señor le dió y según le llamó» (1Cor 7,17).

Nuestro Señor y Maestro: «Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15). San Pedro exhortaba a todos los consagrados en la vida pastoral a que vivieran como «modelos del rebaño» (1Pe 5,3). San Pablo: «Sed imitadores de mí, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1). «Vivamos una vida nueva… hemos muerto con Cristo, y viviremos con él» (Rm 6,3-11).

Todos los cristianos, en la Pascua, en la evocación litúrgica del bautismo, nos confesamos muertos al mundo, y vivos para el Reino. Sería un enorme error que los laicos interpretaran estas normas como si fueran sólo para monjes y religiosos: «No somos monjes. Ni religiosos». Por el contrario, harán bien en imitarlos, a su modo.

Los Padres antiguos predicaban la vocación de todos los cristianos a la santidad; veían que los monjes lo intentaban, y que la gran mayoría de los laicos no, alegando «No somos monjes». Los que dicen que fue el Vaticano II, o tal institución moderna, quienes «descubrieron» la llamada de los laicos a la santidad, no andaban muy acertados. Todos y todas deben pretender, aunque en modos diversos, con la gracia de Dios la plena santidad: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). El concilio Vaticano II, en la Lumen Gentium (cp. V), enseña la Universal vocación a la santidad en la Iglesia. Y los laicos harán muy bien ayudándose de las enseñanzas de Jesús, Pablo, Juan, Benito, Ignacio, Teresa, Juan de la Cruz, y tantos otros santos y maestros, óptimos conocedores de los caminos espirituales. 

Esta visión es frecuente en los Padres, pero citaré sólo a uno, especialmente claro, el obispo San Juan Crisóstomo ( +407). «Mucho te engañas y yerras si piensas que una cosa se exige al seglar y otra al monje. Si Pablo nos manda imitar no ya a los monjes, sino a Cristo mismo, ¿de dónde sacas tú eso de la mayor o menor altura [en la vida espiritual]. La verdad es que todos los hombres tienen que subir a la misma altura, y lo que ha trastornado a toda la tierra es pensar que solo el monje está obligado a mayor perfección, y que los demás pueden vivir a sus anchas» (Contra impugnadores de la vida monástica, III,14).

 

La expresión de la vida cristiana

Los cristianos hemos de configurar nuestra vida, en todas sus dimensiones, según la «imitación de Cristo»… «Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15). Así lo entendieron desde el principio los Apóstoles. San Pablo, por ejemplo, dice a los cristianos: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1; +Flp 3,17). Queremos que Cristo, nuestra Cabeza, viva plenamente en quienes formamos su Cuerpo como miembros, que Él impulse y marque decisivamente todos y cada uno de nuestros actos, con la colaboración nuestra a Él solo.

Como Él, debemos guardar siempre encendida la llama del amor y de la alegría en el altar del alma. El espíritu evangélico de la pobreza, hemos de vivirlo en todo, también en el uso de la palabra y del gesto. Pues «todos los que hemos sido bautizados en Cristo, nos hemos revestido de Cristo» (Gal 3,27). La charlatanería, la jocosidad inmoderada, a veces estrepitosamente gesticulante, todo eso ha de ser ajeno a los que hemos sido llamados a «completar lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24).

Atengámonos simplemente a la realidad de los buenos cristianos.

Cuando nos encontramos con una familia verdaderamente cristiana, muy amiga, y nos detenemos un momento para saludarlos y ver sus varios hijos, hay palabras amables, y a veces jocosas, pero lo normal en ellos es la sonrisa; en algún momento quiza, un punto de risa moderada; pero las carcajadas, gracias a Dios, quedan ausentes. Y también la verborrea.

Cuando visitamos un monasterio amigo, y al final se reúne la comunidad para saludarnos, salimos al jardín, nos ordenamos como un equipo de fútbol para una foto, y sin ningún acuerdo previo, salimos unos serios, rozando la sonrisa, y los más suavemente sonrientes. No tienen nada de lo que más se estima en el mundo: matrimonio, hijo, coche, calidad en comida y vestir, viajes, espectáculos, deportes, perro, campeonatos, modas, información permanente de tantas cosas y eventos. «Lo dejaron todo» para seguir a Cristo más de cerca y con más seguridad. Pues bien, será muy difícil hallar otro tipo de comunidad en la que la alegría sea tan profunda y continua, tan serena y confiada. Y esto es normal: están viviendo con Dios en el umbral del cielo.

 La expresión de la vida según el mundo

Hablo de naciones desarrolladas. Todos o muchos ciudadanos tienen de todo, pero no tienen a Cristo; lo rechazaron. Y unos están, según les vaya, alegres, y otros tristes… Pero procuran con toda su alma pasarlo lo mejor posible en este mundo. Ése es su ideal… Es una pena, e incluso un horror. «¡Ay de vosotros, los que os reís ahora, porque os lamentaréis y lloraréis» (Lc 6,25)…

Los pueblos que rechazaron a Cristo han sufrido un grave descenso en el nivel de salud psicológica. Necesitan constantemente de muchos estímulos para mantener un nivel aceptable de alegría. Y eso afecta a la población en general, crea un clima anímico que, por ósmosis social, también puede afectarnos a los cristianos sinceros, que queremos vivir en Cristo siempre y en toda circunstancia, pero que no tenemos la estabilidad psicológica de los cristianos que vivían en tiempos de Cristiandad, enmarcados en unas coordenadas sociales de fe y esperanza… Nosotros, en el barco de la vida, cuando nos azota la tormenta, nos agarramos al mástil principal, que es la Cruz de Cristo, y podemos subsistir sin caernos al mar, sin quedar náufragos en él. Estas situaciones de prueba son para nosotros cruz bendita, providencia de Dios, ocasión privilegiada para que su gracia nos purifique y adelante en la santificación personal.

Digamos con San Pablo: «No quiera Dios que me gloríe sino en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gal 6,14)

El número de vulnerables a la desesperación, a la droga, el suicidio, la eutanasia, también entre jóvenes, da hoy índices muy superiores al de los tiempos de nuestros antepasados cristianos… La fractura de los matrimonios, tan frecuentes, hacen «normales» los adulterios posteriores. Y como con esa desgracia, ocurre con tantas otras… Los que no tienen la fe, los que la han perdido, están edificados sobre arena, y poca tormenta basta para que se derrumben o amarguen.

Pero, en patente contradicción con ese dato, entre gente sin fe, si hoy un grupo de amigos o de apenas conocidos se hacen una foto (selfie, por ejemplo), el 95% de los fotografiados aparecerán sonriendo, riendo o en carcajada, como diciendo «Todo va bien»… Sus abuelos o bisabuelos, de jóvenes o de ancianos, que eran creyentes, hubieran salido serios en la foto. Eran cristianos, más o menos fieles, se consideraban pecadores, discípulos del Crucificado, que en este valle de lágrimas, orando y trabajando conformes con la Providencia, esperaban de Dios la vida eterna… El nivel medio del ambiente familiar tenía más paz y alegría, menos riñas y caras serias. Las «fiestas» patronales tenian una calidad general de alegría muy superior al de los ambientes actuales descreídos. Había más fuerza espiritual para sufrir con paz los dolores, carencias y desgracias… «Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí… Mi yugo es suave y mi carga ligera» ( Mt 9,28-20). Y hablo aquí sólo de la vida presente; pero lo dicho se acentúa indeciblemente en referencia a la vida eterna posterior a la muerte.

Cuando estaba yo escribiendo los Hechos de los apóstoles de América, me asombraba ver en las crónicas cómo muchos de aquellos misioneros pasaban a veces por situaciones realmente terribles sin quebrantarse. Nunca leí en alguna crónica que hubo que retirar un misionero por derrumbamiento psicológico. Un misionero, por ejemplo, que se perdía de su comunidad y que hubo de vivir «solo» entre indios varios años, quizá como esclavo, hasta que casualmente fue encontrado en buen estado psico-anímico. Estos religiosos cristianos, si no se morían, sobrevivían con la salud psicológica normal. Cosa perfectamente comprensible en quienes estaban viviendo con Dios y solo para Dios.

Los pueblos apóstatas de la fe en Cristo Pastor dan hoy mucha lástima, la misma que sentía Cristo «al ver a las muchedumbres: se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36).,, Su compasión, por supuesto, era incomparablemente mayor pensando en la vida eterna que en la presente. Dios misericordioso los salve en esta vida y en la otra definitiva.

Y otra cosa. Vemos fotografías de nuestros Pastores en sus encuentros, a veces muy sonrientes o rientes, incluso con alguno carcajeante. En esos momentos aceptan la moda expresiva del tiempo en que viven. En realidad no pocos de ellos, en 20 o 30 años, han perdido la mitad o tres cuartos del rebaño que recibieron. ¿De qué estarán riendo?… No sabemos qué pensar. Así que suspendemos el juicio.

 

–Todas las culturas han valorado la taciturnitas, el silencio, o en un sentido amplio, el habla muy medida, la gravedad, la seriedad, como contrapuestas a una charlatanería excesiva o a una jocundidad inconveniente y sin sentido por su modo o frecuencia. No es, pues, un valor propio de la tradición judeo-cristiana, pues en modo semejante lo hallamos en todos los pueblos y culturas: China, Japón, África, América, las tribus indias, por ejemplo. En los monjes cristianos tuvo un sentido y acento especial. En los fieles cristianos, puede tener el sentido de la sobriedad en el hablar, que a su modo y medida, es conveniente en quienes pretender vivir la presencia de Dios siempre y en todo lugar.

Como digo, indios, eslavos, japoneses o africanos o suecos, en su trato normal con las personas, valoran la precisión y la concisión, superando los desarrollos superfluos, que solo agradan a quien los hace. Y tampoco aprecian la  jocosidad,  la hilaridad excesiva por su frecuencia,  por su importunidad o por sus modos. Y esta realidad se acentúa cuando se trata de algo importante –un tratado, un acuerdo económico, un  contrato, etc.–. Es natural la tendencia general de que, tanto el habla como los gestos, se produzcan normalmente en formas pensadas, serenas. Aunque puede ser oportuno, y lo es con relativa frecuencia, algún punto de buen humor, en el intercambio personal serio y medido. Es significativo que en el Diccionario de la Real Academia, todos los sinónimos que le señala a la palabra seriedad son positivos: «formalidad, responsabilidad, dignidad, rigor, celo» etc.

 

Precisando

Lo dicho sobre la verbosidad y jocundidad ha de ser bien entendido

–La verbosidad, a veces negativa, frecuente en los soberbios, en los que no dominan su palabra, sino que la dejan al impulso variable de la gana y el sentimiento; en los que apenas se tiene en cuenta al «otro», puede ser a veces producida por una ansiedad del muy locuaz, o condicionada, por ejemplo, por cierto ansiolítico que está tomando por prescripción facultativa. Y es entonces sana y prudente. Pero puede ser, y es con frecuencia, un acto de caridad, cuando una persona del grupo familiar, por ejemplo, advierte que el ambiente está oscuro por algún problema o disgusto, y que conviene que cierta locuacidad sencilla y esperanzada ayude a levantar los ánimos. Cristo la bendice y no la ve como «palabra ociosa».

–La jocundidad incontrolada, la jovialidad que llega a acompañar a casi todo lo que sucede; la que en cierto modo va trivializando toda la vida, pues todo parece considerado materia de broma, vacía al locuaz, ofende a lo Providencia, y muchas veces al prójimo, afectado por aquello que se toma como ocasión de broma. Pero repito el párrafo anterior. Si está la jocundidad dominada y administrada con caridad y prudencia en el modo y tiempo oportunos, puede ser un acto grato a Dios y benéfico para el prójimo. Y eso es lo que debemos pretender en todo momento y circunstancia: obrar bajo la acción de la gracia de Dios.

Que por la intercesión de Santo Domingo, el Señor nos conceda la sonrisa sincera con los extraños, los más próximos, los enemigos, los agobiados y desanimados, los que creen que seguir a Cristo es causa de tristeza. Todos ellos están necesitados de nuestra sonrisa. Y a veces de nuestra risa. 

«Ya comáis, ya bebáis, [ya habléis, ya calléis], o ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». (1Cor 10,31). «Todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él» (Col 3,17). Amén.

 

José María Iraburu, sacerdote

Post post. –¿Y qué hay de la carcajada? –Pues que es una risa poco humana, más propia de los Demonios. Y no es ésta una atribución literaria puramente gratuita. Es lo que dicen los exorcistas, los posesos, los santos y lo demonólogos. Solo un ejemplo histórico: fray Gerardo de Frachet, compañero de Santo Domingo de Guzmán, en su Vida de los frailes Predicadores (II p, cp. XVI), narra una discusión que tuvo el Santo con el demonio. En el locutorio “le dijo el diablo, soltando una carcajada”, que ese lugar era su mejor cazadero de incautos.

Índice de Reforma o apostasía

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