(622) Espiritualidad, 4. -Dios es amor
–Echo en falta en este artículo algunos temas muy importantes sobre el amor de Dios, como, por ejemplo, su manifestación en el matrimonio, es decir, en el amor mutuo de sus imágenes, el hombre y la mujer.
–Puestos a echar en falta, podría yo señalarle 400 o 4.000 temas íntimamente relacionados con el amor de Dios, porque él es el fundamento de todas las criaturas. Calculo que si hubiera de señalarlos todos en este artículo, o aunque sólo fueran los principales, reventaría mi blog, pues tendría que dedicarle –tomo la calculadora-, por lo menos, unas 7.414 páginas. O quizá un millón. Imposible.
Si el hombre es imagen de Dios, que es amor, apenas es hombre aquel que no ama, que ama poco, que ama mal: es sólo una caricatura, una falsificación de Dios. Un hombre es humano en la medida en que ama a Dios y al prójimo. Plenamente humanos son los santos.
–Dios es amor
Dios tiene verdadera voluntad (Vat. I, 1870: Dz 3001; STh 1,19,1), con la que elige, quiere, decide, manda, impulsa, y sobre todo ama, ama con infinita potencia de amor. En efecto, «Dios es amor» (1Jn 4,8. 16): es amor intratrinitario (ad intra) y amor a la creación entera (ad extra), que nace de su amor gratuito.
El Padre es amor, ama eternamente la bondad, verdad y belleza de su propio ser, y de este amor procede el Hijo divino por generación: «El Padre ama al Hijo» (Jn 3,35; +10,17), ama al «Hijo de su amor» (Col 1,13; +Mt 3,17; 12,18; Ef 1,6).
El Hijo es amor, que ama al Padre, como bien nos lo reveló Jesús: «Yo amo al Padre» (Jn 14,31). Y el Espíritu Santo es amor, es el amor que une al Padre y el Hijo eternamente, amor divino personal y subsistente, fuente de todo amor y de todo don.
El Espiritu_Santo es el amor. Así nos los muestra la Revelación divina (Rm 5,5) y la tradición teológica y espiritual. El concilio XI de Toledo (a. 675) confiesa como fe de la Iglesia que el Espíritu Santo «procede a la vez de uno y de otro [del Padre y del Hijo], y es la caridad o santidad de ambos» (Dz 527). Por eso Santo Tomás enseña que «en lo divino el nombre de amor puede entenderse esencial y personalmente. [Esencialmente es el nombre común de la Trinidad]. Y personalmente es el nombre propio del Espíritu Santo» (SThI,37,1).
El Espíritu Santo es el don supremo, que procede del Padre y del Hjo.La Escritura nos revela que el término don conviene personalmente al Espíritu Santo, como nombre suyo propio (Jn 4,10-14; 7,37-39; 14,16s; Hch 2,38; 8,17. 20). Tener en cuenta esto es muy importante para comprender bien la naturaleza de la caridad y su relación ontológica con el Espíritu Santo. Dice Santo Tomás: «El amor es la razón gratuita de la donación. Por eso damos algo gratis a alguno, porque queremos el bien para él. Lo cual manifiesta claramente que el amor tiene razón de don primero [don fontal], por el cual todos los otros dones gratuitamente se dan. Por eso, como el Espíritu Santo procede como amor, procede como don primero. Y en ese sentido dice San Agustín que “por el don del Espíritu Santo, muchos otros dones se distribuyen entre los miembros de Cristo”» (I,38,2).
–Dios nos amó primero
+La creación es la primera dcclaración de amor que Dios nos hace. En ella se ve claro que Dios «nos amó primero» (1Jn 4,19), pues antes de que él nos amara no existíamos. Es exclusivamente él quien al crearnos por puro amor gratuito nos hizo participar de su ser, bondad, belleza y amabilidad. Su amor nos hizo posible existir, amar y ser amados. Toda criatura existe porque Dios la ama. Y el Señor «ama cuanto existe» (Sab 11,25).
+El Antiguo Testamento, aún más abiertamente que el Libro de la Creación, nos revela a Dios como amor. El Señor ama a su pueblo como un padre o una madre aman a su hijo (Is 49,1S; Os 11,1; Sal 26,10); como un esposo ama a su esposa (Is 54,5-8; Os 2); como un pastor a su rebaño (Sal 22): como un hombre a su heredad predilecta (Jer 12,17).
Nada debe temer Israel, «gusanito de Jacob», estando en las manos de su Dios (Is 41,14), pues «los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre» (Sal 32,18-19). Hasta el hombre pecador debe confiarse al Señor que por amor le perdona, pues él le dice: «Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi gracia» (Jer 31,3).
+Nuestro Señor Jesucristo, en la Nueva Alianza, es quien lleva a plenitud la epifanía del amor de Dios a los hombres. En él «se hizo visible (epefane) el amor de Dios a los hombres (filantropía)» (Tit 3,4). «Tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo» (Jn 3,16). Se lo dio en la encarnación, y aún más en la cruz. Lo entregó a los hombres pecadores en Belén y el Calvario.
«En esto se manifestó la caridad de Dios hacia nosotros, en que envió Dios a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por él. En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria por nuestros pecados» (1Jn 4,9-10). Éste es «el gran amor con que nos amó» Dios (Ef 2,4). En efecto, «Dios probó (sinistesin, demostró, acreditó) su amor (agapen) hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,8).
–Objeciones al amor de Dios a los hombres
El sufrimiento oculta a muchos el amor de Dios. «Dice el Señor: “Yo os amo”. Y objetáis: “¿En qué se nota que nos amas?”» (Mal 1,2). Los hombres, con sus innumerables pecados, alejándose de Dios, viven «en tinieblas y sombras de muerte» (Lc 1,79); han hecho de este mundo un «valle de lágrimas». Y ahora, las penas, las injusticias, humillaciones y frustraciones, son para muchos como nubarrones negros que les impiden ver el sol del amor divino.
Y el pecado también ocasiona esta misma ignorancia del amor de Dios. «Siendo yo tan malo, es imposible que Dios me ame». Así pensaba Pedro, cuando era sólo Simón: «Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador» (Lc 5,8). Quien así piensa olvida que Cristo, precisamente, vino «a llamar a los pecadores» (Mc 2,17). No es cristiano aquel que no ha «conocido el amor que Dios nos tiene». Y sin embargo…
Algunos cristianos dudan del amor que Dios les tiene o lo niegan. Quizá creen que Dios ama a «la humanidad» en general, pero no se saben personalmente conocidos y amados por Dios. Estos habrían de decir como San Pablo: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20).
Y no faltan los cristianos que menosprecian el amor que Dios les tiene. Creen algo en ese amor, pero no les importa apenas nada: no les da ni frío ni calor. Ellos apreciarían el amor de tales o cuales personas, o se alegrarían si su salud mejorase o si aumentara su sueldo; pero que Dios les ame, eso es cosa que les tiene sin cuidado. Ahora bien, como un amor lo apreciamos según el valor que damos a la persona que nos ama, esa actitud manifiesta un horrible desprecio de Dios.
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–Los cristianos somos los que «hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1Jn 4,16). Y todas las facetas de la espiritualidad cristiana se fundamentan en esa fe. Veamos sólo algunas.
+Obediencia. Los cristianos nos atrevemos a obedecer a Dios, «Padre de inmensa majestad» (Te Deum), incluso cuando ello nos duele o nos da mucho miedo o no lo entendemos, porque estamos convencidos del gran amor que nos tiene. Vemos sus mandatos y la posibilidad de cumplirlos como dones gratuitos de su amor. «Esta es la caridad de Dios, que guardemos sus preceptos, que no son pesados» (1Jn 5,3).
Nunca contraponer amor/obediencia. «El que recibe mis mandatos y los guarda, ése es el que me ama… Si alguno me ama, guardará mi palabra… El que no me ama no guarda mis palabras…» (Jn 14,21-24). «Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor» (15,10). Amor y obediencia son inseparables: obedecemos con facilidad porque amamos, y la obediencia nos guarda en el amor. Si no se conoce el amor que Dios nos tiene, y si hay muy poco amor a Dios, resulta muy difícil obedecerle.
+Audacia espiritual. Los cristianos nos atrevemos a intentar la perfecta santidad porque estamos convencidos de que Dios nos ama, y que por eso mismo nos quiere santificar, es decir, quiere asemejarnos más a él, unirnos más a él por el amor, transformarnos más en Cristo, su Amado. Aunque nos veamos impotentes y frenados por tantos obstáculos internos y externos, «si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros ¿cómo no nos ha de dar con él todas las cosas?» (Rm 8,31-32).
+Confianza y alegría. Si el miedo y la tristeza parecen ser los sentimientos originarios del hombre viejo y pecador, la confianza y la alegría son el fundamento vital del hombre nuevo creado en Cristo. La necesidad de amar y de ser amado es algo ontológico en el hombre, porque es imagen de Dios-amor. Los niños criados sin calor y amor de madre tienen un menor crecimiento espiritual y físico (lo mismo que el Dr. Harlow demostró en 1930 investigando a los monos rhesus). Los ancianitos privados de amor, mueren antes. En el mundo, hay miedo y tristeza. En el Reino, confianza y alegría, porque «hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1Jn 4,16).
+Amor al prójimo. ¿Cómo los hijos de Dios no amaremos al prójimo, sabiendo cuánto le ama Dios? «Si alguno dijere: “amo a Dios”, pero aborrece a su hermano, miente… Nosotros tenemos de Dios este precepto, que quien ama a Dios ame también a su hermano» (1Jn 4,20-21). «Conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (5,2). El amor a Dios se nos certifica si amamos a los hermanos. Y si amamos a éstos, se nos asegura que verdaderamente amamos a Dios. Los dos amores se potencian y verifican mutuamente.
Pero señalados estos efectos fundamentales del amor de Dios, vengamos a examinar el efecto principal, el amor a Dios, el mandamiento primero y mayor de la ley de Dios .
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–Nosotros amamos a Dios
«Éste es el más grande y primer mandamiento» (Mt 22,38): «Amarás ai Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Le 10,27; +Dt 6,5). «Amemos a Dios, porque él nos amó primero» (1Jn 4,19). Ese amor nuestro a Dios nunca será excesivo, pues como dice San Bernardo, «no hay más que una forma de amar a Dios, amarle sin límites» (ML 182,983).
+El Antiguo Testamento enseña ya a amar a Dios con todas las fuerzas del alma (Dt 6,5; 13,3), como al Creador grandioso (Sir ,32), como al Esposo unido a su pueblo en Alianza conyugal fidelísima (Cantar; Is 54,4-8; 61,10; 62,4s; Jer 2,2.20; 31,3; Ez 16 y 23; Os 1-3; Sal 44; Sir 15,2; Sab 8,2). Los verdaderos israelitas merecen ser llamados con el altísimo nombre de «los que aman al Señor» (Ex 20,6; Jue 5,31; Neh 13; Tob 14,7; 1 Mac 4,33; Sir 1,10; 2,18-19; 34,19; Is56,6; Dan 9,4; 14,38; Sal 5,12; 68,37; 118,132; 144,20).
Amor y obediencia, como ya he recordado, van inseparablemente unidos. Por eso la expresión completa es: «los que aman al Señor y guardan sus mandatos» (Dt 5,10; 7,9; +Jn 14,15; 15,10). En los salmos este amor a Dios tiene expresiones conmovedoras: «yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (17,2-3; +30,24; 114,1). Se falsifica el A.T. cuando se le reduce sobre todo al «temor» de Dios.
+El Nuevo Testamento nos enseña en Jesús lo mismo: que a Dios hay que amarle con todas las fuerzas del alma (Mt 22,34-40; Me 12,28-34; Le 10,25-28). Pero lo enseña del modo más elocuente posible, en la cruz. Dice Jesús a sus Apóstoles antes de ir a Getsemaní: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que según el mandato que me dio el Padre [la cruz], así hago» (Jn 14,31). Hasta ese extremo ha de llegar en los cristianos, al menos intencionalmente, el amor y la obediencia al Padre. «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús… obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,5.8).
¿Es igual el primer mandamiento en Israel y en la Iglesia?
Es el mismo mandamiento, expresado incluso con las mismas palabras. Pero hay dos importantes diferencias. 1ª) Israel no había tenido aún la inmensa declaración del amor que Dios nos tiene, la que nosotros recibimos por la Cruz, aunque sí había recibido maravillosamente su anuncio profético (p. ej., Isaías 53). Y 2ª) porque a ellos «aún no les había sido dado el Espíritu» (Jn 7,39), precisamente el Espíritu del Amor que une eternamente al Padre y al Hijo. Es evidente que el hombre carnal, para amar a Dios con «todo el corazón», necesita absolutamente «un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Ez 36,26-27). Pues bien, en la Nueva Alianza establecida en nuestro Señor y Salvador Jesucristo, «el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
Ahora sí que podemos aspirar a amar a Dios con todas las fuerzas del alma: podemos amarle con el mismo amor con el que se unen indeciblemente las tres Personas divinas. Digamos a judíos, paganos, cristianos alejados, a todos: «Creed en Cristo y recibiréis el Espíritu Santo. Y podréis amar a Dios con todo el corazón. Entonces mereceréis plenamente que se diga de vosotros: son “los que aman a Dios”» (Sant 1,12; Rm 8,28; 1 Cor 2,9).
Amar a Dios con la fuerza del Espíritu Santo
Enseña San Juan de la Cruz, partiendo de que el hombre en gracia es templo de la Trinidad divina: Y «así ama el alma a Dios con voluntad y fuerza del mismo Dios, la cual fuerza es en el Espíritu Santo, en el cual está el alma allí transformada. Él le da su misma fuerza con que pueda amarle. Y hasta llegar a esto no está el alma contenta, ni en la otra vida lo estaría, si no sintiese que ama a Dios tanto cuanto de él es amada» (Cántico 38,3-4).
Con este amor del Espíritu Santo, el alma sabe que «está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más de lo que ella en sí es y vale. Es amar a Dios en Dios» (Llama 3,78-82).
–El amor a Dios nos lleva a sufrir por el pecado del mundo
+«Los que no aman al Señor», o le aman poco, apenas sufren por el pecado del mundo, tan frecuente y universal, tan grave y miserable. Tampoco por los pecados propios. Otras cosas –penas de salud, desprestigio, fracasos políticos, deportivos, sociales, etc.– son las que les hacen sufrir. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,22).
+«Los que aman al Señor» sufren en este mundo sus mayores penas por los pecados y males de los hombres y por las culpas propias. Así lo vemos en los santos. San Pablo: «El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gal 6,14). «Cada día muero» (1Cor 15,31). Ver al Señor tan gravemente, tan frecuente e ignominiosamente ofendido, perseguido, calumniado, despreciado, rechazado, es para ellos una cruz enorme y constante. Porque aman de verdad al Señor con toda su alma.
Santa Teresa se moría de pena cuando pensaba en los sufrimientos de Cristo, su amado: «¿Qué fue toda su vida sino una cruz [un via crucis]?, siempre delante de los ojos nuestra ingratitud y ver tantas ofensas como se hacían a su Padre, y tantas almas como se perdían? Pues si acá una que tenga alguna caridad [ella misma] le es tan gran tormento ver esto, ¿qué sería en la caridad del Señor?» (Camino, Esc. 72,3).
La Santa sabe por experiencia que el amor a Dios transforma al hombre y lo eleva del mundo.«Quienes de veras aman a Dios, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno alaban, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden; no aman sino verdades y cosa que sea digna de amar. ¿Pensáis que es posible, quien muy de veras ama a Dios, amar vanidades? Ni puede, ni riquezas, ni cosas del mundo, de deleites, ni honras, ni tiene contiendas, ni envidias; todo porque no pretende otra cosa sino contentar al Amado. Andan muriendo porque los ame, y así ponen la vida en entender cómo le agradarán más» (Camino Perf. 40,3).
San Juan de la Cruz nos dice que cuando el cristiano se va enamorando de Dios, ya «el vacío de la voluntad es hambre de Dios tan grande que hace desfallecer el alma» (Llama 3,20). Queda la voluntad vacía de criaturas, pues no puede amarlas si no es en Dios.
San Ignacio de Loyola, en 1538, desde París, le escribía a su hermano Martín: «El que ama algo por sí mismo y no por Dios, no ama a Dios de todo corazón». Por eso los que están con el alma desmayada de hambre y sed de Dios, cuando escuchan decir a Jesús: «si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (Jn 7,37), responden como el monje irlandés San Columbano (+615):
«Dios misericordioso, piadoso Señor, haznos dignos de llegar a esa fuente. Señor, tú mismo eres esa fuente que hemos de anhelar cada vez más. Te pedimos que vayamos ahondando en ei conocimiento de lo que tiene que constituir nuestro amor. No pedimos que nos des cosa distinta de ti. Porque tú eres todo lo nuestro: nuestra vida, nuestra luz, nuestra salvación, nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro Dios. Infunde en nuestros corazones, Jesús querido, el soplo de tu Espíritu, e inflama nuestras almas en tu amor, de modo que cada uno de nosotros pueda decir con verdad: “muéstrame al amado de mi alma” [Cantar 1,7], porque estoy “herido de amor” [2,5]. Que no falten en mí esas heridas, Señor. Dichosa el alma que está así herida de amor. Esa va en busca de la fuente, esa va a beber, y, por más que bebe, siempre tiene sed, siempre sorbe con ansia, porque siempre bebe con sed. Y así siempre va buscando con su amor, porque halla la salud en las mismas heridas». Y así encuentra la fuente, si no se pierde entre las criaturas, «porque esta fuente es para los que tienen sed, no para los que ya la han apagado» (Instrucción 13, Cristo fuente de vida,1-3).
Qué pequeño será, pues, el amor de quienes todavía son «amigos del mundo» (Sant 4,4), y aún tienen el corazón «dividido» (1Cor 7,34)! ¡Qué lejos están de amar a Dios con todas sus fuerzas, con un corazón indiviso!… Los que aman al Señor andan muriendo porque el Amor no es amado (San Francisco de Asís). ¿Cómo el cristiano enamorado de Dios no estará agonizando en este mundo, viendo tanto pecado contra Dios? ¿Qué amor de Dios tienen quienes aman este mundo presente, tal como es? «Adúlteros ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemiga de Dios? Quien pretende ser amigo del mundose hace enemigo de Dios» (Sant 4,4). En un lugar, por ejemplo, donde la televisión está matando a Cristo en tantas almas ¿cómo un cristiano puede sentir afición a ella, cómo puede verla en su sala sin sentir un cierto horror? ¿El hijo francés, cuyo antepasado fue decapitado en la Revolución Francesa, podrá tener encima de la televisión una guillotinita? Es preciosa, y funciona –clac- muy bien.
San Ignacio de Loyola decía: «cierto no tengo por cristiano aquel a quien no atraviesa su ánima en considerar tanta quiebra en servicio de Dios N. S.» (Cta. 12-11-1536).
Y Santa Maravillas de Jesús, carmelita descalza (1891+1974), expresa con frecuencia su agonía espiritual en sus cartas de conciencia: «Realmente no me puedo sufrir en estos tiempos en que los suyos [los cristianos] habían de serlo tan de veras. El ver las ofensas de Dios parece llega a lo más íntimo del alma; se enciende allá dentro como un amor callado, en oscuro, pero tan fuerte que a veces parece irresistible… Ay, ¿no me concederá el Señor un poquito de su santo amor?… Es un tormento que el mundo corresponda así al Señor… Y luego es ver la propia miseria, tanto mayor que de ninguna criatura» (M. Maravillas de Jesús,Madrid 1975, 238-239)…
“Arroyos de lágrimas bajan de mis ojos, por los que no cumplen tu voluntad” (Sal 118,136).
Al menos de oídas, sepamos cómo Dios nos ama y qué es amar a Dios. Y tengamos la humildad de reconocer la pobreza de nuestro amor, para que el Espíritu Santo nos haga crecer en la caridad.
José María Iraburu, sacerdote
7 comentarios
Todos los temas que aborda son siempre interesantísimos, pero sin ninguna duda este es El TEMA, con mayúsculas. Y con todo lo inabarcable que es, me vuelve a dejar admirada la exégesis tan exhaustiva y tan profunda que logra hacer en tan corto espacio... Sólo una cita he echado en falta, y no porque conozca muchas, sino porque se trata de mi versículo preferido: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn. 15, 13).
Como siempre, muchísimas gracias.
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JMI.-Gracias por su gratitud.
Es EL TEMA, efectivamente. Por ejemplo, hablando del amor de Dios, es obligado decir que quienes lo aman procuran unirse a él más y más en la oración, en los sacramentos, en el amor y servicio a los prójimos, etc. También es obligado decir que quien ama a Dios alegra su vida indeciblemente, al mismo tiempo que ama la Cruz, la del Calvario y la que llevamos ahora cada uno, etc. Pero ya se comprende que no puedo tratar de estos temas "dentro" de este artículo mío (622) Dios es amor.
Por otra parte, de esos temas ya he ido tratando en gran parte mis 600 artículos. Y de otros temas pienso hablar.
Bendición +
Esta cita de S. Juan de la Cruz, me la guardo para rumiarla. Parece una osadía pues nos enfrenta a un abismo.
Muchas gracias, D. José María.
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JMI.-San Juan de la Cruz era un gran santo místico contemplativo. Y también un gran teólogo. Y también un gran poeta. Hablando de los misterios de la gracia tiene a veces frases de una elocuencia deslumbrantemente luminosa.
Bendición +
Si el amor de Dios generó vida, la vida debe generar amor a Dios. Estar vivo es estar enamorado y unido al inagotable e invisible Ser Supremo, que está en todo y para todos los hombres (varón o mujer). Del cielo venimos y al cielo volvemos, la carne se queda el alma se va a rendir cuentas sobre el amor, de cual confesaremos del pobre que nace de la carne o el que viene del Espiritu Santo y nos dio viida en abundancia.
Como no sufrir y sentir tristeza con tanto rechazo al amor de y a Dios, carecer de las Virtudes Teologales, Fe, Esperanza y Caridad, hace que no podamos crecer en espiritualidad, según los mandamientos.
Gracias, siga iluminando a la Iglesia. Un abrazo en Cristo
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JMI.-Gracias por su comentario. Bendición +
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JMI.-Así es.
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JMI.- Amen, amén, amén.
Gracias, Diego.
Siendo sincero es una oración que tengo muchas ganas de hacer, ¿Quién será el que la ha inspirado? Dado el caso en el que me la haya inspirado Dios, significaría que es posible no?
Lo sepa o no lo sepa respóndame por favor, aunque sea con un simple "No lo sé"
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JMI.-Pedirle a Dios que, cambiando su voluntad, acreciente el amor que tiene por Ud. creo que no tiene sentido. Pero también creo que Dios acogerá con agrado la petición.
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