(621) Espiritualidad, 3. –La Providencia divina nos guía: docilidad y confianza
–¿Y por qué esta verdad tan grande de la fe se predica tan poco?
–Por insuficiente, y a veces mala formación doctrinal del predicador, no exenta de ramalazos pelagianos o semi. Porque quien predica apenas vive el misterio de la Providencia, y nadie da lo que no tiene. «De la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). «Creí, por eso hablé» (2Cor 4,13).
–Dios conserva todo el ser
«Todo lo que Dios creó, con su providencia lo conserva y lo gobierna» (Vat. I: Dz 3003). Las criaturas no tienen su causa en sí mismas, sino que tienen siempre su causa en Dios, del que reciben constantemente el ser y el obrar.
«Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término» (Catecismo 301). Sin esta acción conservadora y providente, las criaturas «volverían en seguida a recaer en la nada» (Catecismo Romano I,1,21).
–Dios co-opera en todo
En efecto,Dios «no solo conserva y gobierna las cosas que existen, sino que también impulsa, con íntima eficacia, al movimiento y a la acción a todo cuanto en el mundo es capaz de moverse o actuar, no destruyendo, sino previniendo la acción de las causas segundas» (Catecismo Romano I,1,22). Por tanto, «Dios actúa en las obras de sus criaturas. Él es la causa primera que opera en y por las causas segundas» (Catecismo 308). Ahora mismo, Él concurre a la acción de quien esto escribe y de quien esto lee.
+Dios coopera al movimiento de todas las criaturas no-libres. Los fenómenos naturales –químicos, vegetativos, astronómicos–, en su cadencia siempre igual, no reciben su explicación última de la eficacia de ciertas «leyes» –químicas, vegetativas, astronómicas–, como si éstas fueran misteriosas personalidades anónimas, causantes de la armonía del cosmos. Dios mismo, el Señor del universo, es la íntima ley de cada criatura: es él quien permanentemente les da el ser y el obrar. Y «así vemos al Espíritu Santo, autor principal de la Sagrada Escritura, atribuir con frecuencia a Dios acciones sin mencionar causas segundas. Esto no es una “manera de hablar” primitiva, sino un modo profundo de recordar la primacía de Dios y su señorío absoluto sobre la historia y el mundo» (Catecismo 304).
Dice, pues, la Biblia exactamente –sin ninguna ingenuidad teológica– que es Dios quien «esparce la escarcha como ceniza, hace caer el hielo como migajas y con el frío congela las aguas; envía una orden y se derriten, sopla su aliento y corren hacia el mar» (Sal 147,16-18). Jesús mismo dice que es Dios quien «hace salir el sol», «hace llover», y «alimenta y viste» a sus criaturas (Mt 5,45; 6,26.30).
+Y Dios, evidentemente, coopera también a la acción de todas las criaturas-libres. En efecto, «Dios concede a los hombres poder participar libremente en su providencia… no sólo por sus acciones y oraciones, sino también por sus sufrimientos» (Catecismo 307). Ninguna acción del hombre, por tanto, puede producirse sin el concurso divino, pues en Dios «vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28). «Cuanto hacemos, eres Tú quien para nosotros lo hace» (Is 26,12). Es éste, sin duda, un gran misterio, de difícil investigación y expresión teológica. ¿Cómo Dios puede mover la libertad del hombre sin destruirla?
Santo Tomás dice así: «Nuestro libre arbitrio es causa de su acto, pero no es necesario que lo sea como causa primera. Dios es la causa primera que mueve las causas-naturales [las criaturas] y las causas-voluntarias [los hombres]. Moviendo las causas-naturales, no destruye la naturalidad y espontaneidad de sus actos. Igualmente, moviendo las causas-voluntarias, no destruye la libertad de su acción, sino más bien la confiere, la hace en ellas. En una palabra, Dios obra en cada criatura según su modo de ser» (STh I,83,1 ad 3m).
–Dios con su providencia todo lo gobierna
La providencia divina es el gobierno de Dios sobre el mundo; es la ejecución en el tiempo del plan eterno de Dios sobre el mundo. Ningún suceso, grande o pequeño, bueno o malo, sorprende el conocimiento de Dios o contraría realmente su voluntad positiva o permisiva. En este sentido, todo cuanto sucede es providencial. Pensar que la criatura pueda hacer algo que se le imponga a Dios, aunque éste no lo quiera, es algo simplemente ridículo. Dios es omnipotente. La creación nunca se le va de las manos, en ninguna de sus partes. Tal posibilidad es inconcebible para una mente sana.
+La armonía del orden cósmico es la manifestación primera de la providencia de Dios. Es asombrosa, es un milagro permanente. No sería en absoluto explicable la permanencia milenaria de los órdenes naturales sin una suprema y eficaz Inteligencia ordenadora y mantenedora.
Santo Tomás: «En efecto, vemos que cosas sin conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin –lo que es patente, ya que siempre o frecuentemente obran del mismo modo, y en orden a conseguir lo que es óptimo [por ejemplo, la maduración de un fruto, su desarrollo genético sumamente complejo y perfecto]–; es claro, pues, que alcanzan sus fines no por azar, sino intencionalmente. Ahora bien, los seres sin conocimiento no pueden tender a un fin sino bajo la dirección de otro ser consciente e inteligente, como la flecha lanzada por el arquero. En consecuencia, existe un Inteligente, a quien llamamos Dios, que ordena a fin todas las cosas naturales» (STh I,2,3).
+Toda la historia humana es providencial, la de los pueblos y la de cada hombre. «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28). La historia podrá parecernos muchas veces «un cuento absurdo contado por un loco», pero todo tiene un sentido profundo, nada escapa al gobierno providente de Dios, lleno de inteligencia y bondad. Las cosas que suceden parecerán muchas veces «un escándalo para los judíos, una locura para los gentiles, pero poder y sabiduría de Dios para los llamados, sean judíos o gentiles» (1Cor 1,23-24). Esta es sin duda una de las principales revelaciones de la Sagrada Escritura. El Catecismo menciona la historia de José y la de Jesús como ejemplos impresionantes de la infalible Providencia divina (312).
Recordemos la historia de José, vendido por sus hermanos como esclavo a unos madianitas… Todo un conjunto de circunstancias, cada una de ellas perfectamente contingente, varias de ellas criminales, le conducen a ser ministro del Faraón y a recibir en Egipto a sus hermanos. Pero José es bien consciente de que su vida es un despliegue misterioso de la providencia divina. Y así lo dice a sus hermanos: «No sois vosotros los que me habéis traído aquí; es Dios quien me trajo y me ha puesto al frente de toda la tierra de Egipto» (Gén 45,8; +39,1s).
Recordemos la historia de Jesús, «pre-conocido antes de la creación del mundo, y manifestado al fin de los tiempos por amor nuestro» (1Pe 1,20). Jesús se acerca a «su hora» libremente (Jn 10,18), para que se cumplan en todo las predicciones de la Escritura (Lc 24,25-27). El es «el Misterio escondido desde los siglos en Dios». En él se realiza exactamente «el plan eterno» que Dios, «conforme a su beneplácito, se propuso realizar en Cristo, en la plenitud de los tiempos» (Ef 1,9-11; 3,8-11; Col 1,26-28). En la Pasión, concretamente, el desbordamiento de los pecados humanos no tuerce ni desvía el designio providencial divino; por el contrario, le da cumplimiento histórico: «se aliaron Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y el pueblo de Israel contra tu santo siervo, Jesús, tu Ungido; y realizaron el plan que tu autoridad había de antemano determinado» (Hch 4,27-28). Todo es providencial en la historia de Jesús. Y evidentemente la providencia de Dios que se cumple en José o en Jesús, se cumple infaliblemente en todos y cada uno de los hombres.
+La providencia divina es infalible precisamente porque es universal. Nada hay en la creación que pueda desconcertar los planes de Dios. Él mismo nos lo asegura:
«Sí, lo que yo he decidido llegará, lo que yo he resuelto se cumplirá… Si Yavé Sebaot toma una decisión ¿quién la frustrará? Si él extiende su mano ¿quién la apartará?» (Is 14,24.27). «De antemano yo anuncio el futuro; por adelantado, lo que aún no ha sucedido. Yo digo: “mi designio se cumplirá, mi voluntad la realizo”… Lo he dicho y haré que suceda, lo he dispuesto y lo realizaré» (46,10-11).
+Dios es inmutable, no es como un hombre que va cambiando de propósitos: «Yo, Yavé, no cambio» (Mal 3,6). Ni los cambiantes sucesos de la historia hacen mudar sus planes: «Lo ha dicho él ¿y no lo hará? Lo ha prometido ¿y no lo mantendrá?» (Núm 23,9).
–Providencia sobre lo grande y lo mínimo
Dios «ha hecho al pequeño y al grande, e igualmente cuida de todos» (Sab 6,7). «El testimonio de la Escritura –recuerda el Catecismo– es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia» (303).
El Señor nos ha enseñado esto desde el principio de la Revelación: «El pasado lo predije de antemano: de mi boca salió y lo anuncié; de pronto lo realicé y sucedió». Ahora el futuro «te lo anuncio de antemano, antes de que te suceda te lo predigo» (Is 48,3-5). Lo mismo nos enseña Jesús: «Ni un solo gorrión caerá al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los pelos de la cabeza están contados» (Mt 10,29-30).
Y a Cristo Rey, precisamente en cuanto hombre, le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18). Él tiene sin duda un dominio absoluto sobre todo cuanto sucede en el mundo, grande o pequeño. No hay para él sucesos fortuitos.
Por lo demás, si el Señor providente no gobernara lo pequeño, no podría gobernar lo grande. Del clavo de la herradura de un caballo, puesto con torpeza o perfección, depende que un mensajero alcance a pedir refuerzos para una batalla; de esta batalla depende la victoria o la caída de un imperio; de la suerte histórica de este imperio depende que durante siglos unas naciones sean cristianas o musulmanas… La historia de las naciones cuelga de un clavo, y la Providencia divina gobierna a quien lo puso, y domina sobre el curso de los pueblos. «Dios reina sobre las naciones» (Sal 46,9).
–Providencia amorosa, no obstante el mal
También el pecado de los hombres realiza indirectamente la providencia de Dios. La muerte de Cristo –producida por causas segundas indudablemente contingentes y malas: la traición de Judas, la cobardía de Pilatos, la ceguera de la Sinagoga; factores todos ellos que, en principio, pudieran haber sido muy distintos– no se produjo «porque se torcieron las cosas», «porque coincidieron unos cuantos personajes nefastos» en el suceso (si hubiera tocado en suerte «otro» procurador romano u «otro» sumo sacerdote, todo hubiera sido muy distinto). La sagrada Escritura nos dice que la muerte de Cristo se produjo «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23). Y los judíos, que «no reconocieron a Jesús, al condenarlo, cumplieron las profecías» (13,27; +29). El teólogo católico que niega la teología católica de la Providencia –y haberlos, haylos– no es teólogo, ni es católico.
Todo lo que sucede es voluntad de Dios, positiva o permisiva. «Él cuanto quiere lo hace» (Sal 113-B,3). «¿Quién puede resistir a su voluntad?» (Rm 9,19). Sabe Dios perfectamente cuál es el bien quepromueve y cuál el mal que permite para un bien mayor.
La voluntad antecedente de Dios –por ejemplo, quiere que todos seamos santos (2Tes 4,3)– no siempre se realiza, pues no es una voluntad absoluta, sino condicionada: Dios quiere la santidad de cada hombre, si no se opone a ello un bien mayor, por él mismo querido. Pero la voluntad consecuente de Dios versa, en cambio, sobre lo que él quiere en concreto, aquí y ahora; y esta voluntad es absolutamente eficaz e infalible. Esta tradicional distinción teológica, lo mismo que otras consideraciones especulativas, puede ayudar un poco a explicar el misterio; pero la Providencia divina siempre será para el hombre un gran misterio. «Mysteria semper erunt mysteria».
En todo caso, la fe nos enseña ciertamente que el Señor gobierna a sus criaturas con una providencia infinitamente amorosa y eficaz. El es cariñoso con todas sus criaturas, su reinado es un reinado perpetuo, y su gobierno va de edad en edad (Sal 144,9.13). Son maravillosos los planes que él despliega en favor nuestro (39,6). Toda nuestra historia personal o comunitaria, salud o enfermedad, victoria o derrota, encuentro o alejamiento, todo está regido providentemente por un Dios que nos ama, y que todo lo domina como «Señor del cielo y de la tierra». Ni siquiera el mal, ni siquiera el pecado del hombre, altera la providencia divina, desconcertándola. Del mayor mal de la historia humana, que es la cruz, saca Dios el mayor bien para todos los hombres. Por eso la rebeldía de los hombres contra el Señor es inútil, carece de grandeza, es ridícula. «Rompamos sus coyundas, sacudamos su yugo», dicen los pecadores en tono heroico. Pero «el que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos; luego les habla con ira y los espanta con su cólera» (Sal 2,4-5).
San Agustín, gran teólogo de la providencia divina, dice que «así como los hombres malos usan mal de las criaturas buenas, así el Creador bueno usa bien de los hombres malos. El Creador de todos los hombres sabe lo que debe hacer con ellos. El pintor sabe dónde poner el color negro para que salga un hermoso cuadro, y ¿no sabrá Dios dónde poner al pecador para que haya orden en el mundo?» (ML 38,1382).
El hombre ignora los designios concretos de la Providencia: son para él un abismo insondable de sabiduría y amor (Rm 11,33-34). Muchas veces los pensamientos y caminos de Dios no coinciden con los pensamientos y caminos del hombre (Is 55,6). Por eso en este mundo el creyentecaminaen fe oscura y esperanza cierta, confiándose plenamente a la providencia divina, como supieron hacerlo nuestros antecesores en la fe (Heb 11). Sabemos por la fe que hasta los males aparentemente más absurdos y lamentables no son sino pruebas providenciales que el Señor dispone para nuestro bien. Así nos purifica del pecado con penas medicinales, así hace que nuestras virtudes, asistidas por su gracia y con ocasión de la prueba, se pongan en tensión, realicen actos intensos, y de este modo crezcan. El Señor nos purifica y perfecciona poniéndonos a prueba, como el oro al fuego del crisol (Jdt 8,26-27; Prov 17,3; Sab 3,6; Sal 65,10; Zac 13,9; 1Cor 11,18-19).
–Errores antiguos y modernos sobre la providencia
Son innumerables. Señalaré algunos más frecuentes.
–Muchos niegan la providencia de Dios sobre lo mínimo. Que el conductor de un coche advierta a tiempo un peligro, que los frenos respondan adecuadamente, que se produzca o se evite un grave accidente, eso «solo depende» de causas segundas: es decir, del conductor, de la resistencia de un material, del cuidado del mecánico que preparó el coche; pero «no depende de Dios» y de su gobierno providente en absoluto. Nada, pues, tiene que ver la Providencia divina en que este hombre concreto pase el resto de su vida sano y activo, o siempre sujeto a una silla de ruedas.
Esta errónea concepción de la providencia, completamente contraria al pensamiento bíblico, hoy es apreciada por la teología progresista, y supone un torpe regreso a la antigua ignorancia de los filósofos, para los cuales «dii magna curant, parva negligunt» (Cicerón, De natura deorum II,66: Dios cuida de lo grande, no de lo mínimo). El Señor queda así reducido a mero espectador distante e impotente de la historia de los hombres concretos y de los pueblos. Ninguna intervención divina cabe esperar en un orden mundano cerrado en sí mismo de forma hermética. La oración de súplica es inútil. La aceptación de lo que sucede –quizá quedarse en una silla de ruedas– no es docilidad a la voluntad amorosa de un Dios providente, sino resignación estoica a unas circunstancias inevitables. Todo esto implica un completo rechazo de la revelación bíblica sobre la Providencia.
–Algunos confunden lo «providencial» con lo «agradable». Si en un gran accidente salió ileso el conductor, se dirá: «providencial«. Pero habría que decir lo mismo si de él saliera muerto o quedara para siempre tetraplégico: «providencial». Simplemente, todo es providencial. Y muy especialmente la muerte de Cristo en la cruz.
–Algunos niegan la providencia de Dios o la ponen en duda con ocasión del mal, muchas veces atroz. «¿Cómo decir providencial la muerte de mi hijo único, atropellado por un conductor criminal? Eso no es providencial, eso es criminal. Y si es providencial, es que Dios o no es bueno –si permite tales cosas–, o no es omnipotente –si no puede impedirlas–». Estos dilemas sin salida, en estos mismos términos formulados, los hallamos ya en los antiguos filósofos paganos. Nos muestran bien que negar la providencia, efectivamente, equivale a negar a Dios. Después de los horrores de la II Guerra Mundial no pocos intelectuales apostataron o se vieron reforzados en su ateísmo.
–Algunos acusan a Dios y blasfeman de él con ocasión de su providencia sobre el sufrimiento del mundo. Suelen alegar especialmente el sufrimiento de los niños. Se permiten pensar que Dios o es cruel o inexistente. No es ésta, por supuesto, la actitud evangélica. Si alguna vez, desde el fondo de nuestro dolor, nos atrevemos a «preguntar» a Dios sobre ciertos males nuestros o ajenos incomprensibles, no lo hagamos en forma acusativa, sino conánimo filial, desde la humildad y la confianza, dispuestos a recibir dócilmente la respuesta o el silencio de Dios. Aunque no entendamos nada, nos fiamos de él en todo. No tiene por qué darnos explicaciones sobre cómo gobierna nuestra vida o la del mundo. En este sentido, decía San Pablo: «¡Oh hombre! ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la vasija de barro dirá al alfarero “por qué me hiciste así”?» (Rm 9,20)… Si de verdad creemos que la cruz de Cristo es providencial, ya estamos curados de espanto ante los males que sucedan, sean lo que fueren.
Guardémonos de acusar a Dios. Ningún problema habría si Dios hubiera hecho al hombre no-libre, sino necesario, como las piedras, las plantas o los astros; pero quiso hacerlo a imagen Suya, quiso hacerlo libre, con todos los riesgos y grandezas que ello implica, con posibilidad de méritos admirables y de abominables culpas y crímenes. Y lo hizo previendo un Redentor que haría sobreabundar la gracia donde abundó el pecado (Rm 5,20). Lo hizo previendo que un dolor pasajero en esta tierra, «valle de lágrimas», sería introducción a una gloria indecible y eterna (2Cor 4,17-18).
Así pues, guardémonos bien de mirar con acusación y amargura la Providencia divina, que es con nosotros mil veces más suave de lo que nos merecemos: «No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (Sal 102,10-14).
–No intentemos forzar los planes de la providencia de Dios con oraciones llenas de exigencia, ni con «chantajes» inadmisibles: «Que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos» (Mc 15,32). Los antiguos judíos, sitiados por los asirios en Betulia, flaquearon en su esperanza, y se atrevieron a «emplazar» a Dios: O nos salvas en cinco días o entregamos la ciudad. Pero el Espíritu divino suscitó a Judit, mujer llena de fe y de confianza: «¿Quién sois vosotros para tentar a Dios? ¿Al Dios omnipotente pretendéis poner a prueba?… De ningún modo, hermanos, irritéis al Señor, Dios nuestro, que si no quisiere ayudarnos en los cinco días, poder tiene para protegernos en el día que quisiere o para destruirnos en presencia de nuestros enemigos. No pretendáis forzar los designios del Señor, Dios nuestro, que no es Dios como un hombre que se mueve por amenazas. Por tanto, esperando la salvación, clamemos a él para que nos socorra. Y él escuchará nuestra súplica, si le place hacerlo» (Jdt 8,12-17).
–Modos del gobierno divino providente
La providencia de Dios ordena inmediatamente todas y cada una de las criaturas a su fin. Las innumerables mediaciones de que Dios se vale –una persona, un libro, un encuentro, una persecución, una gran limosna– no eliminan la inmediatez propia de la acción divina. Cuando Dios nos toca por sus criaturas, no nos llega de él solo la virtualidad de su acción, sino que inmediatamente Dios mismo nos toca, ya que él no se distingue de su acción.
Estos son los medios por los que Dios realiza su gobierno providencial:
1.–Por las leyes físicas, que él imprime y mantiene vigentes en las criaturas. El Señor hizo desde el principio sus obras, «las ordenó para siempre y les asignó su oficio, según su naturaleza…. y jamás desobedecerán sus mandatos» (Sir 16,27.29).
2.–Por las leyes morales, y también por las frecuentísimas iluminaciones y mociones particulares con las que dirige al hombre. El Señor no solamente creó al hombre, y por las leyes morales «le llenó de ciencia e inteligencia, y le dio a conocer el bien y el mal» (Sir 17,6), sino que además obra una y otra vez sobre él; «es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Un ejemplo: el anciano Simeón, «movido por el Espíritu Santo, vino al Templo» y encontró a Jesús (Lc 2,27). Aquí no hay casualidad, hay providencia. El hombre carnal atribuye todo lo que hace a sí mismo, a la casualidad, a las circunstancias o a las causas segundas. Pero dice verdad la Escritura sagrada cuando, por ejemplo, afirma que Simeón fue al Templo movido por un íntimo impulso de Dios providente (Lc 2,25-28: tres veces atribuye la escena a la inspiración del Espíritu Santo). Toda nuestra vida está llena de iluminaciones y mociones de Dios.
3.–Por la oración de petición. El Señor quiere que pidamos; nos manda pedir. «Pedid y se os dará» (Lc 11,9). La oración de petición es eficaz, pero no lo es porque cambie o fuerce la voluntad de Dios providente, sino porque ayuda a que el hombre, libremente, realice el plan de Dios.
Sin necesidad de grandes especulaciones filosóficas y teológicas, los creyentes siempre han sabido que sus peticiones a Dios eran escuchadas, eran eficaces. Así Judit, antes de obrar, ora: Señor, «tú ejecutas las hazañas, las antiguas, las siguientes, las de ahora, las que vendrán después; tú planeaste lo que estaba por venir, y sucedía como tú lo habías decretado, y se presentaba diciendo “Heme aquí”, pues todos tus caminos están dispuestos, y previstos todos tus juicios». Sobre esa fe en la providencia se apoya la súplica final: «Dame a mí, pobre viuda, fuerza para ejecutar lo que he premeditado» (Jdt 9,12-14; +Est 4,17s; 5,1s).
Santo Tomás concilia inmutabilidad de la Providencia divina y eficacia de la oración de petición: «Excluir el efecto de la oración [alegando la inmutabilidad de la providencia de Dios] equivale a excluir el efecto de todas las otras causas. Así pues, si la inmutabilidad del orden divino no priva a las demás causas de sus efectos, tampoco resta eficacia a la oración. En consecuencia, las oraciones tienen valor no porque cambien el orden de lo eternamente dispuesto, sino porque están ya comprendidas en dicho orden» (Summa Contra Gentiles III,96).
4.–Por milagrosas intervenciones extraordinarias. La fe cristiana nos enseña que Dios puede hacer y a veces hace milagros. Los santos suelen hacer no pocos milagros. Es tan «normal» que los hagan, que si faltan, la Iglesia no «declara» oficialmente la santidad. También por modos extraordinarios y milagrosos la providencia de Dios gobierna la vida de los hombres y de los pueblos. Si los milagros no son más frecuentes –los que llegan a ser conocidos–, esto se debe ante todo, como dice Jesús, a nuestra «poca fe» (Mt 13,57-58; Mc 6,3-6).
–Espiritualidad providencial
El misterio de la providencia debe ser contemplado en toda su majestuosa grandeza, en toda su belleza fascinante. Eso sí, contemplar no es comprender. Dios da a los que sinceramente le buscan luz suficiente para ir acertando con Su voluntad; pero no siempre les desvela en forma clara los designios de su providencia Es verdad que algunos hombres, elegidos por Dios para ciertas misiones en el mundo, reciben de él luces especiales para entender la época, o algunos aspectos de ella, y para captar ciertos planes concretos de la providencia. Otros hay que cumplen en el mundo con fidelidad misiones importantes de Dios sin apenas entender conscientemente los planes divinos. En todo caso, sí puede decirse que, en principio, cuanto más espiritual y santo es un cristiano, con más facilidad capta la providencia de Dios sobre sí mismo, sobre su tiempo, sobre las personas y las obras.
No conviene, sin embargo, que el cristiano pretenda conocer los designios de la providencia con una curiosidad exigente, no apreciando debidamente ese avanzar seguro del que camina en pura fe. Ya dice San Juan de la Cruz que el hombre «para llegar a Dios antes ha de ir no entendiendo que queriendo entender» (2 Subida 8,5; +Llama 3,48).
El cristiano carnal quiere «comprender» a Dios, quiere dominarlo –saber es dominar–, es decir, quiere «ser como Dios» (Gén 3,5). Por eso, como no comprende los planes de la Providencia, o bien la niega («Dios no interviene para nada en el mundo»), o bien se abstiene de contemplarla. Le molesta que sus preguntas («¿son pocos los que se salvan?», Lc 13,23; «¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?», Hch 1,6) no reciban de Dios una respuesta comprensible. El cristiano espiritual, por el contrario, no niega la providencia de Dios, ni la relega a un olvido desdeñoso, sino que humildemente la contempla día a día, dilatando así su corazón en la adoración del Inefable.
La espiritualidad providencial nos lleva a ver el amor de Dios en todo lo que sucede. No entendemos nada de lo que pasa si no alcanzamos a ver en ello el amor de Dios en acción. Entendemos nuestra vida, la de nuestros hermanos, el desenvolvimiento de la historia, si vemos el amor de Dios como la dirección constante de ese río de vicisitudes tantas veces erradas o culpables. «Todo lo que sucede es adorable», decía León Bloy, converso, de vida abundante en penas. Hemos de dar gracias a Dios y alegrarnos por los designios de su providencia. Y eso sea cual fuere nuestra situación y la del mundo, sea cual fuere nuestro grado de comprensión de los sucesos. Lo cierto es que «el Señor deshace los planes de las naciones, pero el plan del Señor subsiste por siempre, los proyectos de su corazón de edad en edad» (Sal 32,10-11). Por tanto, «canten de alegría las naciones», porque el Señor rige el mundo con justicia, y gobierna las naciones de la tierra (66,5).
Una serena confianza se mantiene siempre en el corazón de los cristianos. Pase lo que pase. El hombre necio y carnal vive en la inquietud, se altera por cualquier cosa, es «una caña agitada por el viento» (Mt 11,7). El cristiano sabio y espiritual guarda siempre su alma en la confianza, porque cree firmemente en la amorosa providencia del Señor y se fía de El: «Yo sé de quién me ha fiado» (2Tim 1,12). Nuestra vida está en las manos de un Dios que nos ama, y que todo lo gobierna. El, que ha querido ser nuestro Padre, conoce nuestras necesidades (6,32), y hasta el número de nuestros cabellos (10,30). Vivimos tranquilos y confiados, aunque tengamos que pasar por valle de tinieblas, seguros de que él va con nosotros (Sal 22,4). Vivimos «alegres en la esperanza» (Rm 12,12).
Nuestra voluntad queda en la inalterable paz de Cristo cuando nada desea al margen de la voluntad de Dios, la que sea, la que su providencia nos vaya manifestando en cada momento. No se inquieta por el mañana, que ya el mañana tendrá sus propias inquietudes: le basta a cada día su afán (Mt 6,34). Así es como acallamos y moderamos nuestros deseos, como un niño en brazos de su madre (Sal 130,2-3). Quede la inquietud y ansiedad para el que no se apoya en Dios, sino en sí mismo o en la criatura: «Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza, y de la carne hace su apoyo, y aleja su corazón de Yavé» (Jer 17,5).
–Abandono confiado en la Providencia
Numerosas expresiones en el habla común de los cristianos expresan ese abandono confiado en la Providencia divina, tan propio de la espiritualidad cristiana, que vive en la fe y la esperanza: «Que sea lo que Dios quiera», «Dios proveerá», «Dios dirá», «Dios quiera que»…, «Si Dios quiere» (+Sant 4,15), «Con el favor de Dios», «Gracias a Dios», «Así nos convendrá», «No hay mal que por bien no venga» (+Rm 8,28), «Todo está en manos de Dios», «Dios escribe derecho sobre renglones torcidos», «Dios da la ropa según el frío», «Dios aprieta, pero no ahoga», «El hombre propone y Dios dispone», etc.
El abandono en la Providencia divina nos guarda en la paz. Los cristianos hemos de querer las cosas que nos parecen buenas y oportunas, y debemos pretenderlas con empeño, pero sin apegos carnales, sin agobios, sin prisas, guardando el corazón siempre libre de todo lazo, siempre suelto en docilidad incondicional al impulso, tantas veces imprevisible, del Espíritu Santo, en una incondicional ofrenda incesante: «No se haga mi voluntad, sino la Tuya» (Lc 22,42).
Tendremos absoluta fortaleza y paciencia en las pruebas, si confiamos en la Providencia, si en Dios tenemos puesta toda nuestra esperanza. Nada podrá con nosotros: ni hambre, ni angustia, ni persecución, ni criatura de arriba o de abajo: nada «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39). Si contemplamos la providencia de Dios en la cruz de Cristo, sabremos contemplar el amor divino en la cruz que suframos, sea cual fuere.
La audacia evangélica es tan formidable en los santos porque confían en la Providencia. Ellos están convencidos de que «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27). Intentan confiadamente su propia santificación y la de sus hermanos. No se desconciertan ante los peores desastres y las mayores injusticias. Acometen empresas que a la prudencia de la carne parecen a veces descabelladas. Llevan la pobreza hasta unos límites de despojamiento que se dirían locura. La explicación de todo esto es muy sencilla: son hijos de Dios que confían en la providencia del Padre celestial. «Con tu auxilio embestimos al enemigo, en tu Nombre pisoteamos al agresor: pues yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria. Tú nos das la victoria sobre el enemigo, y derrotas a nuestros adversarios» (Sal 43,6-9).
–La vía del abandono
El abandono confiado en la Providencia divina –tal como la he descrito– llega a constituir en la historia de la espiritualidad una de las síntesis prácticas más perfectas, pues siendo tan alta como sencilla, es una espiritualidad asequible a todos los cristianos, sea cual fuere su condición o estado (+Catecismo 305).
Esta espiritualidad, netamente evangélica y fundamentada en la teología de la Providencia, establecida sobre todo por San Agustín y Santo Tomás, ha tenido muy altos exponentes, entre los que citaremos a Santa Catalina de Siena en el Diálogo, a San Francisco de Sales en L’Amour de Dieu, a Bossuet en su Discours sur l’acte d’abandon à Dieu, a Santa Teresita del Niño Jesús en su caminito de la infancia espiritual, a Dom Vital Lehodey en Le saint Abandon, o al padre Garrigou-Lagrange en La Providence et la confiance en Dieu; fidélité et abandon.
La fe nos descubre siempre que «todo está sometido a la Providencia, no solamente en general, sino en particular, hasta en el menor detalle» (STh I,22,2). Lo revela el Evangelio claramente: «no cae en tierra un pajarito sin la voluntad de vuestro Padre» (Mt 10,29). Por eso escribe Garrigou-Lagrange en la obra citada (pg. 265), conocemos que «por encima de la secuencia de hechos exteriores de nuestra vida, hay una serie paralela de gracias actuales que nos son ofrecidas» cada día por Dios. Y así, de una parte, queremos ser fieles a la voluntad divina providente, ofrecida como gracia en «las pequeñas cosas» de cada «momento presente»; y de otra, queremos abandonarnos, haciéndonos como niños, sin ninguna inquietud, a todo lo que la Providencia divina quiera disponer en nosotros día a día, hora a hora, minuto a minuto.
José María Iraburu, sacerdote
7 comentarios
Pero claro, cuando consideramos que el mayor mal es la condenación eterna, sabemos que cada uno de nosotros está a un paso infinitesimal de la misma y atisbamos que muchedumbres enteras han ido o van camino derecho a ella, entonces es muy difícil creer en una Providencia en los términos de este post.
La mayor dificultad para creer en la Providencia, o incluso para creer en Dios, no es el mal físico, sino la condenación eterna de muchos. Y si al mal físico se le puede responder como hace santo Tomás, que Dios saca bienes de los males, al mal de la eterna condenación es casi blasfemo responder así.
Es muy fácil confiar en Dios, creer en Dios, etc. cuando espero MI salvación. Eso hasta Lutero lo hacía muy bien. El problema es confiar en Dios, creer en Dios, cuando lo que se quiere es la salvación de otros. Parece que san Pablo sentía muy a lo vivo esta dificultad: Romanos 9,3.
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JMI.-El gran tema SALVACIÓN O CONDENACIÓN lo expuse en 2009, en los artículos (8-9), que puede consultar pues trata de "ese" tema más ampliamente. Nuestro Sr. Jesucristo concretamente nos enseña en unos 50 lugares distintos del Evangelio la posibilidad de salvación para los que han obrado el bien, y de condenación para los que han obrado el mal. Y los cristianos creemos con fe absoluta la palabra de Dios en Cristo. Por eso cuando algo hay que no alcanzamos a entender, no lo rechazamos, sino que nos fiamos de El sin permitirnos dudar. Ese punto oscuro, el que lo sea, p. ej., "ya no hay pan, sino el Cuerpo de Cristo", no es para nosotros en la fe un "problema", es un "misterio" de la fe, que adoramos. Sabemos el "qué" de la presencia real-substancial-verdadera de Cristo en el pan consagrado por la Eucaristía; pero no sabemos el "cómo", no sabemos explicarlo.
Algo semejante nos ocurre con la Providencia en ciertos puntos: "creemos" en ellos fiados según clarísimas palabras de la Revelación, tanto en el AT como en el NT, pero son "misterio" que no sabemos explicar.
"Al presente, nuestro conocimiento es imperfecto... Ahora vemos como en un espejo y obscuramente; entonces veremos cara a cara" (1Cor 13,9-12).
El problema no es ¿dónde estaba Dios en Birkenau? Eso es un problema, pero NO el problema.
El problema es ¿dónde está Dios en esta ciudad en la que tantos le niegan, tantos le blasfeman, tantos apostatan, tantos mueren sin Fe, sin Sacramentos, sin gracia y tantos, tantas muchedumbres se condenan?
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JMI.-En el artículo anterior, con muchas citas convergentes de la Sagrada Escritura, afirmo con la Iglesia Católica que todas las criaturas en Dios nos movemos, existimos y somos. Y que los hombres sin El no podemos ni pensar, ni querer, ni hablar, ni existir.
Es el que siempre leo en la cuestión de la actuación de la gracia y su relación con las obras, pero filosóficamente no lo tengo aclarado.
Gracias.
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JMI.-Podría, pero no lo haré porque me exigiría mucho texto. Mejor es que entre Ud. en el Índice de REFORMA O APOSTASÍA, cuya enlace aparece al final de todos mis artículos. Allí descubrirá la serie GRACIA Y LIBERTAD (61-75). Y como en el Índice aparece cada uno con un breve resumen, puede Ud. explorarlo y entrar en él o en los art/s que le interesen.
Es una inmensa pena, que sacerdotes en sus homilias, no hagan mención a este escrito ( pues da para mucho ), o al menos, citen frases recogidas en el mismo. " No estamos sólos en nuestro caminar , y todo es para bien de los que siguen al SEÑOR ".
Son una catarata de esperanza para suavizar las cruces de la Vida.
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JMI.-Fíjese que "yo" no digo nada. No hago más que dar lo que dicen una y otra vez las palabras luminosas y vivificantes de la Sagrada Escritura, la Tradición, el Magisterio, los grandes Maestros espirituales santos de la Iglesia. No soy un genio. 2 + 2 = 4; +2 = 6... etc. Como ve, sé sumar... Gracias por sus bondadosas palabras.
Bendición +
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JMI.- Es lo que enseña Escritura, Tradición, Magisterio y todos los santos. Santa Teresita con una gracia especial.
Abrazo, Gonzalo, y bendición +
La divina Providencia es una acción invisible, que un creyente puede imaginar y vivir a través de la naturaleza y la razón.
Dios sostiene toda su creación, al no ser conciente de éste misterio, la vida carece de sentido.
+ espiritualidad + cultura de vida
- espiritualidad + confusión o paganismo
Dios no abandona en situación de pecados, por ignorar los designios de Dios o por ser rechazados, nos purifica con penas medicinales. En estos casos la pregunta es ¿Donde está Dios?
Para un creyente es ¿Que lugar ocupa Dios en mi vida?
Si estoy confundida espero corrección. Muchas gracias
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JMI.-Bendición
Quizás por eso, para mi lo más difícil de lograr sea precisamente el abandono en la divina Providencia. Supongo que aquí el temperamento de unos es más acusado que otros, pero creo que, por mucha fe que creamos tener, siempre tendemos a tratar de corregir el tiro de cuanto ("malo") nos acontece... Hasta la propia santa Teresa de Ávila, que era tremenda, tenía una oración muy ocurrente, en la que, según se cuenta, decía algo así como "Señor te ruego que atiendas esta súplica que ahora te hago, si conviene. Y si no...haz que convenga".
Gracias. Dios le pague sus escritos y todo el bien que nos hace con ellos.
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JMI.- Gracias. Muy bueno lo de Santa Teresa.
Pero mire cómo quería y sentía su abandono TOTAL a la providencia del Señor, fuera cual fuere:
Vuestra soy, para Vos nací.
¿Qué mandáis hacer de mí?
Soberana Majestad,
eterna Sabiduría,
Bondad buena al alma mía,
Dios, alteza, un ser, bondad,
la gran vileza mirad
que hoy os canta amor así.
¿Qué mandáis hacer de mí?
¿Qué mandáis, pues, buen Señor,
que haga tan vil criado?
¿Cual oficio le habéis dado
a este esclavo pecador?
Veisme aquí, mi dulce Amor,
Amor dulce, veisme aquí.
¿Qué mandáis hacer de mí?
Veis aquí mi corazón,
yo le pongo en vuestra palma,
mi cuerpo, mi vida y alma,
mis entrañas y afición;
dulce Esposo y redención,
pues por vuestra me ofrecí,
¿Qué mandáis hacer de mí?
Dadme muerte, dadme vida,
dad salud o enfermedad,
honra o deshonra me dad,
dadme guerra o paz cumplida,
flaqueza o fuerza a mi vida
que a todo diré que sí.
¿Qué queréis hacer de mí?
Si queréis, dadme oración,
si no, dadme sequedad,
si abundancia y devoción,
y, si no, esterilidad.
Soberana Majestad,
sólo hallo paz aquí.
¿Qué mandáis hacer de mí?
Dadme, pues, sabiduría,
o por amor ignorancia;
dadme años de abundancia
o de hambre y carestía;
dad tiniebla o claro día,
revolvedme aquí o allí.
¿Qué mandáis hacer de mí?
Si queréis que esté holgando,
quiero por amor holgar;
si me mandéis trabajar,
morir quiero trabajando.
Decid, dónde, cómo y cuando;
decid, dulce Amor, decid.
¿Qué mandáis hacer de mí?
Esté callado o hablando,
haga fruto o no le haga;
muéstreme la Ley mi llaga,
goce de Evangelio blando;
esté penando o gozando,
sólo Vos en mí vivid.
¿Qué mandáis hacer de mí?
Vuestra soy, para Vos nací.
¿Qué mandáis hacer de mí?
Bendición +
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