(614) Evangelización de América, 97. La Cristiada (1) – La Revolución Mexicana
–Fue terrible la persecución contra la Iglesia en la Revolución mexicana ya en el XIX…
–Y sin mayores protestas de intelectuales y naciones de Occidente.
–El siglo XX, principal de los mártires
El siglo XX ha sido el más acentuadamente martirial de toda la historia de la Iglesia. Y conviene recordar en esto que el testimonio excepcional de los mártires de México fue el modelo inmediato para otros católicos que más tarde habrían de dar su sangre por Cristo. En primer lugar, poco después, los mártires españoles, tan numerosos. Antonio Montero, en La historia de la persecución religiosa en España (1936-1939) –obra de 1961, reeditada: BAC 204,1998², p. XIII-XIV– dice que «en toda la historia de la universal Iglesia no hay un solo precedente, ni siquiera en las persecuciones romanas, del sacrificio sangriento, en poco más de un semestre, de doce obispos, cuatro mil sacerdotes y más de dos mil religiosos».
–México, modelo martirial para la Iglesia
Unos años antes (1926-1929), como he dicho, los mártires mexicanos fueron modelo para tantos otros cientos de miles, millones de cristianos aplastados en el siglo XX por la Revolución en cualquiera de sus formas, liberal o nazi, socialista o comunista. Nos interesa, pues, mucho conocer la persecución religiosa en México, y entender bien la respuesta de aquellos católicos fieles, que con su sangre siguieron escribiendo los Hechos de los apóstoles en América.
Hallamos información sobre la Cristiada en obras como la de Aquiles P. Moctezuma, El conflicto religioso de 1926; sus orígenes, su desarrollo, su solución; Antonio Ríus Facius, Méjico cristero; historia de la Asociación Católica de la Juventud Mejicana, 1925-1931; Miguel Palomar y Vizcarra, El caso ejemplar mexicano. Poseemos también de relatos impresionantes de los mismos cristeros, como el de Luis Rivero del Val, Entre las patas de los caballos, que viene a ser el diario del estudiante cristero Manuel Bonilla, o el del campesino Ezequiel Mendoza Barragán, Testimonio cristero; memorias del autor, a cual más admirable. Y disponemos también de excelentes estudios modernos, como el de Jean Meyer, La cristiada, I-III, y Lauro López Beltrán, La persecución religiosa en México. (Al final, en Bibliografía, se indican de estas obras los datos editoriales completos).
Comenzaré esta crónica por el principio:
–Las persecuciones religiosas de México en el siglo XIX, posteriores a la Independencia
En 1810, con el grito del cura Miguel Hidalgo: «¡Viva Fernando VII y muera el mal gobierno!», se inicia el proceso que culminaría con la independencia de México. Todavía en 1821 el Plan de Iguala decide la independencia completa de México como monarquía constitucional que, al ser ofrecida sin éxito a Fernando VII, queda a la designación de las Cortes mexicanas. Tras el breve gobierno del emperador Agustín de Itúrbide (1821-24), rechazado por la masonería y fusilado en Padilla, se proclama la República (1824), que camina vacilante hasta mediados de siglo, y que pierde, en provecho de los Estados Unidos, la mitad del territorio mexicano (1848).
–Benito Juárez
Muy poco después de la independencia, ya en 1855, se desata la revolución liberal con toda su virulencia anticristiana, cuando se hace con el poder Benito Juárez (1855-72), indio zapoteca, de Oaxaca, que a los 11 años, con ayuda del lego carmelita Salanueva, aprende castellano y a leer y escribir, lo que le permite ingresar en el Seminario. Abogado más tarde y político, impone, obligado por la logia norteamericana de Nueva Orleans, la Constitución de 1857, de orientación liberal, y las Leyes de Reforma de 1859, una y otras abiertamente hostiles a la Iglesia.
Por la revolución liberal, contra todo derecho natural, se establecía la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la supresión de las órdenes religiosas, la secularización de cementerios, hospitales y centros benéficos, etc. Su gobierno dio también apoyo a una Iglesia mexicana, precario intento de crear, en torno a un pobre cura, una Iglesia cismática.
Todos estos atropellos provocaron un alzamiento popular católico, semejante, como señala Jean Dumont, al que habría de producirse en el siglo XX. En efecto, «la Cristiada [1926-1931] tuvo un precedente muy parecido en los años 1858-1861. También entonces la catolicidad mejicana sostuvo una lucha de tres años contra los Sin-Dios de la época, aquellos laicistas de la Reforma, también jacobinos, que habían impuesto la libertad para todos los cultos, excepto el culto católico, sometido al control restrictivo del Estado, la puesta a la venta de los bienes de la Iglesia, la prohibición de los votos religiosos, la supresión de la Compañía de Jesús y, por tanto, de sus colegios, el juramento de todos los empleados del Estado a favor de estas medidas, la deportación y el encarcelamiento de los obispos o sacerdotes que protestaran. Pío IX condenó estas medidas, y Pío XI expresó su admiración por los cristeros».
En aquella guerra civil hubo «deportación y condena a muerte de sacerdotes, deportación y encarcelamiento de obispos y de otros religiosos, represión sangrienta de las manifestaciones de protesta, particularmente numerosas en los estados de Jalisco, Michoacán, Puebla, Tlaxcala» (Hora de Dios en el Nuevo Mundo 246). Pero el gobierno liberal prevaleció, gracias a la ayuda de los Estados Unidos.
La Reforma liberal de Juárez no se caracterizó solamente por su sectarismo antirreligioso, sino también porque junto a la desamortización de los bienes de la Iglesia, eliminó los ejidos comunales de los indígenas. Estas medidas no evitaron al Estado un grave colapso financiero, pero enriquecieron a la clase privilegiada, aumentando el latifundismo. Con todo eso, según el historiador mexicano Vasconcelos, también filósofo y político, «Juárez y su Reforma, están condenados por nuestra historia», y él ha pasado, como otros, «a la categoría de agentes del Imperialismo anglosajón» (Breve hª 11).
Sobre esto último bastaría recordar las ofertas increíbles, vergonzosas, del gobierno de Juárez a los Estados Unidos en los tratados Mac Lane-Ocampo y Corwin-Doblado, o en los convenios con los norteamericanos gestionados por el agente juarista José María Carvajal…
El período de Juárez se vió interrumpido por un breve período en el que, por imposición de Napoleón III, ocupó el poder Maximiliano de Austria (1864-67), fusilado en Querétaro poco más tarde. También en estos años la Iglesia fue sujeta a leyes vejatorias, y los masones «le ofrecieron al Emperador la presidencia del Supremo Consejo de las logias, que él declinó, pero aceptó el título de Protector de la Orden, y nombró representantes suyos a dos individuos que inmediatamente recibieron el grado 33» (Acevedo, Hª de México 292).
–Sebastián Lerdo de Tejada (1872-76)
A Juárez le sucedió en el poder Sebastián Lerdo de Tejada (1872-76). Éste, que había estudiado en el Seminario de Puebla, acentuó la persecución religiosa, llegando a expulsar hasta «las Hermanas de la Caridad –a quienes el mismo Juárez respetó–, no obstante que de las 410 que había, 355 eran mexicanas, que atendían a cerca de 15 mil personas en sus hospitales, asilos y escuelas. En cambio, se favoreció oficialmente la difusión del protestantismo, con apoyo norteamericano. En el mismo año de 1873 se prohibió que hubiera fuera de los templos cualquier manifestación o acto religioso» (Alvear Acevedo 310). Todo esto provocó la llamada guerra de los Religioneros (1873-1876), un alzamiento armado católico, precedente de la Cristiada (Meyer II,31-43).
–General Porfirio Díaz (1877-1910)
La perduración de Juárez en el poder ocasionó entre los mismos liberales una oposición cada vez más fuerte. El general Porfirio Díaz –que era, como Juárez, de Oaxaca y antiguo seminarista–, propugnó como ley suprema la no-reelección del Presidente de la República (Plan de la Noria 1871; Plan de Tuxtepec 1876). Desencadenó una revolución que le llevó al gobierno de México durante más de 30 años. Fue reelegido ocho veces, en una farsa de elecciones, entre 1877 y 1910.
En ese largo tiempo ejerció una dictadura de orden y progreso, muy favorable para los inversores extranjeros –petróleo, redes ferroviarias–, sobre todo norteamericanos, y para los estratos nacionales más privilegiados. También en su tiempo aumentó el latifundismo, y se mantuvieron injusticias sociales muy graves (+Kenneth Turner, México bárbaro). Por lo demás, el liberalismo del Porfiriato fue más tolerante con la Iglesia. Aunque dejó vigentes las leyes persecutorias de la Reforma, normalmente no las aplicaba; pero mantuvo en su gobierno, especialmente en la educación preparatoria y universitaria, el espíritu laicista antirreligioso.
Los últimos años del Porfiriato y los siguientes, en medio de continuas ingerencias de los Estados Unidos, registran innumerables conspiraciones y sublevaciones, movimientos indígenas de reivindicación agraria, y guerras marcadas por crueldades atroces. La revolución liberal, que tan duramente perseguía a los católicos, iba devorando también uno tras otro a sus propios hijos:. Es el horror del «proceso histórico del liberalismo capitalista, que durante el siglo XIX y la mitad del XX, logró apoderarse de las conciencias de nuestros pueblos y no sólo de sus riquezas» (Vasconcelos, Hª de México 10).
Surgen en ese período nombres como los del presidente Madero (+1913, asesinado), Emiliano Zapata (+1919, asesinado), presidente Carranza (+1920, asesinado), Pancho Villa (+1923, asesinado), ex presidente Alvaro de Obregón (+1928, asesinado)..
–Venustiano Carranza y (1916-20)
La revolución del general Venustiano Carranza, que le llevó a la presidencia (1916-20), se caracterizó por la dureza de su persecución contra la Iglesia. En el camino hacia el poder, sus tropas multiplicaban los incendios de templos, robos y violaciones, atropellos a sacerdotes y religiosas. Todavía hoy en México carrancear significa robar, y un atropellador es un carrancista.
Ya en el poder, cuando los jefes militares quedaban como gobernadores de los Estados liberados, dictaban contra la Iglesia leyes tiránicas y absurdas: que no hubiera Misa más que los domingos y con determinadas condiciones; que no se celebraran Misas de difuntos; que no se conservara el agua para los bautismos en las pilas bautismales, sino que se diera el bautismo con el agua que corre de las llaves; que no se administrara el sacramento de la penitencia sino a los moribundos, y «entonces en voz alta y delante de un empleado del Gobierno» (López Beltrán 35).
La orientación anticristiana del Estado cristalizó finalmente en la Constitución de 1917, realizada en Querétaro por un Congreso constituyente formado únicamente por representantes carrancistas. En efecto, en aquella Constitución esperpéntica el Estado liberal moderno, agravando las persecuciones ya iniciadas con Juárez en las Leyes de Reforma, establecía la educación laica obligatoria (art.3), prohibía los votos y el establecimiento de órdenes religiosas (5), así como todo acto de culto fuera de los templos o de las casas particulares (24). Y no sólo perpetuaba la confiscación de los bienes de la Iglesia, sino que prohibía la existencia de colegios de inspiración religiosa, conventos, seminarios, obispados y casas curales (27). Todas estas y otras muchas barbaridades semejantes se imponían en México sin que pestañease ningún liberal ortodoxo de Occidente.
–General Álvaro Obregón (1920-24)
El gobierno del presidente Obregón (1920-24) llevó adelante el impulso perseguidor de la Constitución mexicana: se puso una bomba frente al arzobispado de México; se izaron banderas de la revolución bolchevique –lo más «progresista», en aquellos años– sobre las catedrales de México y Morelia; un empleado de la secretaría del Presidente hizo estallar una bomba al pie del altar de la Virgen de Guadalupe, cuya imagen quedó ilesa; fue expulsado Mons. Philippi, Delegado Apostólico, por haber bendecido la primera piedra puesta en el Cerro del Cubilete para el monumento a Cristo Rey… El general Obregón fue asesinado en 1928.
–General Plutarco Elías Calles (1924-29) – persecución total contra la Iglesia
Después de la presidencia de Juárez (1855-72), México fue gobernado casi siempre, como hemos visto, por generales: general Porfirio Díaz (1877-1910), general Huerta (1913-14), general Carranza (1916-20), general Obregón (1920-24). Y en forma aún más brutal, fue gobernado por el general Plutarco Elías Calles (1924-29).
Reformando el Código Penal, la Ley Calles de 1926, expulsa a los sacerdotes extranjeros, sanciona con multas y prisiones a quienes den enseñanza religiosa o establezcan escuelas primarias, o vistan como clérigo o religioso, o se reúnan de nuevo habiendo sido exclaustrados, o induzcan a la vida religiosa, o realicen actos de culto fuera de los templos… Repitiendo el truco de los tiempos de Juárez, también ahora desde una Secretaría del gobierno callista se hace el ridículo intento de crear una Iglesia cismática mexicana, esta vez en torno a un precario Patriarca Pérez, que finalmente murió en comunión con la Iglesia.
Los gobernadores de los diversos Estados rivalizan en celo persecutorio, y así el de Tabasco, general Garrido Canabal, un déspota corporativista, al estilo mussoliniano, y mujeriego, exige a los sacerdotes casarse, si quieren ejercer su ministerio (+Meyer I,356). En Chiapas una Ley de Prevención Social «contra locos, degenerados, toxicómanos, ebrios y vagos» dispone: «Podrán ser considerados malvivientes y sometidos a medidas de seguridad, tales como reclusión en sanatorios, prisiones, trabajos forzados, etc., los mendigos profesionales, las prostitutas, los sacerdotes que ejerzan sin autorización legal, las personas que celebren actos religiosos en lugares públicos o enseñen dogmas religiosos a la niñez, los homosexuales, los fabricantes y expendedores de fetiches y estampas religiosos, así como los expendedores de libros, folletos o cualquier impreso por los que se pretenda inculcar prejuicios religiosos» (+Rivero del Val 27).
–Cesación del culto (31-7-1926)
Los Obispos mexicanos, en una enérgica Carta pastoral (25-7-1926), protestan unánimes, manifestando su decisión de trabajar para que «ese Decreto y los Artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados. Y no cejaremos hasta verlo conseguido». El presidente Calles responde fríamente: «Nos hemos limitado a hacer cumplir las [leyes] que existen, una desde el tiempo de la Reforma, hace más de medio siglo, y otra desde 1917… Naturalmente que mi Gobierno no piensa siquiera suavizar las reformas y adiciones al código penal». Era ésta la tolerancia de los liberales frente al fanatismo de los católicos. Ellos exigían a los católicos solamente que obedecieran las leyes.
A los pocos días, el 31 de julio de 1926, previa consulta a la Santa Sede, el Episcopado ordena la suspensión del culto público en toda la República. Inmediatamente, una docena de Obispos, entre ellos el Arzobispo de México, son sacados bruscamente de sus sedes, y sin juicio previo, son expulsados del país.
Es de suponer que los callistas habrían acogido la suspensión de los cultos religiosos con frialdad, e incluso con una cierta satisfacción. EPero ellos no se esperaban, como tampoco la mayoría de los Obispos, la reacción del pueblo cristiano al quedar privado de la Eucaristía y de los sacramentos, al ver los altares sin manteles y los sagrarios vacíos, con la puertecita abierta…
El cristero Cecilio Valtierra cuenta aquella experiencia con la elocuencia ingenua del pueblo: «Se cerró el templo, el sagrario quedó desierto, quedó vacío, ya no está Dios ahí, se fue a ser huésped de quien gustaba darle posada ya temiendo ser perjudicado por el gobierno; ya no se oyó el tañir de las campanas que llaman al pecador a que vaya a hacer oración. Sólo nos quedaba un consuelo: que estaba la puerta del templo abierta y los fieles por la tarde iban a rezar el Rosario y a llorar sus culpas. El pueblo estaba de luto, se acabó la alegría, ya no había bienestar ni tranquilidad, el corazón se sentía oprimido y, para completar todo esto, prohibió el gobierno la reunión en la calle como suele suceder que se para una persona con otra, pues esto era un delito grave» (Meyer I,96).
Cuando en 1926, en lo que había sido el Virreinato de la Nueva España, se alzaron en armas los Cristeros, la Iglesia católica venía sufriendo más de 70 años la criminal persecución de la Revolución liberal: desde Juárez (1855-1872) hasta Calles (1924-1929).
José María Iraburu, sacerdote
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