(602) El Espíritu Santo- 7. El don de temor
–Cómo andamos los católicos, seamos laicos, o incluso sacerdotes y religiosos…
–Viendo cómo viven algunos, no puede uno menos de pensar que muchos de unos y de otros han perdido el temor de Dios. Y en alguno casos lo han perdido tanto, que se han adentrado ya en la apostasía.
–Los siete dones
La tradición espiritual y teológica entiende que son siete los dones del Espíritu Santo, y halla la raíz de su convencimiento en la Sagrada Escritura, especialmente en algunos lugares principales.
En Isaías 11, 2-3, concretamente, se asegura que en el Mesías esperado habrá una plenitud total de los dones del Espíritu divino. No le serán dados estos dones con medida, como a Salomón se le da la sabiduría o a Sansón la fortaleza, sino que sobre él reposará el Espíritu de Yahavé con absoluta plenitud.
No entro aquí acerca de si los dones son seis o son siete, según el texto original y la versión de los Setenta y de la Vulgata, pues habríamos de analizar cuestiones exegéticas demasiado especializadas para nuestro intento.
Los Padres antiguos vieron también aludidos los siete dones del Espíritu Santo en aquellos septenarios del Apocalipsis que hablan de siete espíritus de Dios (1,4; 5,6), siete candeleros de oro (1,12), siete estrellas (1,16), siete antorchas (4,5), siete sellos (5, 1.5), siete ojos y siete cuernos del Cordero (5,6).
Éstos y otros lugares de la Escritura fueron estimulando desde antiguo en la historia de la teología y de la espiritualidad una doctrina sistemática de los siete dones del Espíritu Santo, que alcanza su madurez en la teología de Santo Tomás, que ya hemos estudiado anteriormente, aunque sea en forma muy breve.
Correspondencia entre virtudes y dones
Santo Tomás enseña que todos los dones del Espíritu Santo están vinculados entre sí, de tal modo que se potencian mutuamente: el don de fortaleza, por ejemplo, ayuda al de consejo, y éste abre camino al don de ciencia, etc. Y a su vez todos los dones están vinculados con la caridad teologal (STh I-II,68,5).
A esa doctrina muy firme, añade el Doctor común otras explicaciones más opinables, en las que señala que hay también una especial correspondencia entre cada una de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, que vienen a perfeccionarlas en su ejercicio (STh I-II,68-69; II-II, 8. 9. 19. 45. 52. 121. 139.141 ad3m).
–Virtudes y dones del Espíritu Santo
–Virtudes teologales y dones sobre el fin, Dios
Caridad — Sabiduría
Fe — Ciencia y Entendimiento
Esperanza — Temor
–Virtudes morales y dones sobre los medios para el fin, Dios
Prudencia — Consejo
Justicia — Piedad
Fortaleza — Fortaleza
Templanza — Temor
Todos los dones del Espíritu Santo son perfectísimos, evidentemente. Sin embargo, la tradición teológica y espiritual suele ver en ellos una escala ascendente de menor a mayor excelencia: en la base pone el temor de Dios y en la cumbre el don de sabiduría.
Notemos, antes de examinar uno a uno los diferentes dones del Espíritu Santo, que aunque sean siete hábitos infusos distintos, todos son participaciones en un mismo y solo Espíritu, que obra así en el hombre al modo divino. El apóstol Pablo lo afirma claramente: «hay diversidad de dones, pero uno solo es el Espíritu» (1Cor 12,4).
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1. El don de temor
–Sagrada Escritura
La Biblia inculca desde el principio a los hombres el santo temor de Dios: «Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? Que temas al Señor, tu Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que sirvas al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma, que guardes los mandamientos del Señor y sus leyes, para que seas feliz» (Dt 10,12-13). En este texto, y en otros muchos semejantes, se aprecia cómo el temor de Dios es amor a Dios, que implica en la Escritura veneración, obediencia y sobre todo amor.
También Jesucristo, siendo para nosotros «la manifestación de la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), nos enseña el temor reverencial que debemos al Señor, cuando nos dice: «temed a Aquél que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28).
Sabe nuestro Maestro que «el amor perfecto echa fuera el temor» (1Jn 4,18). Pero también sabe que, cuando el amor es imperfecto, el amor y el servicio de Dios implican un santo temor reverencial. Y como en seguida lo veremos en los santos, un amor perfecto a Dios lleva consigo un indecible temor a ofenderle.
–Teología
El don de temor es un espíritu, es decir, un hábito sobrenatural por el que el cristiano, por obra del Espíritu Santo, teme sobre todas las cosas ofender a Dios, separarse de Él, aunque sólo sea un poco, y desea sometarse absolutamente a la voluntad divina (+STh II-II,19). Dios es a un tiempo Amor absoluto y Señor total; debe, pues, ser al mismo tiempo amado y reverenciado.
No es, por supuesto, el don de temor de Dios un temor servil, por el que se pretende guardar fidelidad al Señor única o principalmente por temor al castigo. Para que el temor de Dios sea don del Espíritu Santo ha de ser un temor filial, que, principalmente en los inicios o únicamente al final, inspira el amor a Dios, es decir, el horror de ofenderle.
El don de temor de Dios intensifica y purifica todas las virtudes cristianas, pero algunas de ellas, como veremos ahora, están más directamente relacionadas con él.
El temor de Dios y la esperanza enseñan al hombre a fiarse solamente de Dios y a no poner la confianza en las criaturas –en sí mismo, en otros, en las ayudas que se puedan conseguir–. Por eso aquel que verdaderamente teme a Dios es el único que no teme a nada en este mundo, ya que mantiene siempre enhiesta la esperanza. El justo «no temerá las malas noticias, pues su corazón está firme en el Señor; su corazón está seguro, sin temor» (Sal 111,7-8). En realidad, no hay para él ninguna mala noticia, pues habiendo recibido el Evangelio, la Buena Noticia, ya está seguro de que todas las noticias son buenas, ya sabe ciertamente que todo colabora para el bien de los que aman a Dios (Rm 8,28).
Por eso, cuando el cristiano está asediado entre tantas adversidades del mundo, se dice: «levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio?»; y concluye: «el auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 120,1-2).
El temor de Dios y la templanza libran al cristiano de la fascinación de las tentaciones, pues el temor sobrehumano de ofender al Señor aleja de toda tentación, por grande que sea la atracción y por mínimo que sea el pecado. Para pecar hace falta mantener ante Dios un atrevimiento que el temor de Dios elimina totalmente.
El temor de Dios fomenta la virtud de la religión, lleva a venerar a Dios y a todo lo sagrado, es decir, a tratar con respeto y devoción todas aquellas criaturas especialmente dedicadas a la manifestación y a la comunicación del Santo.
Quien habla de Dios o se comporta en el templo, por ejemplo, sin el debido respeto, no está bajo el influjo del don de temor de Dios. En efecto, hemos de «ofrecer a Dios un culto que le sea grato, con religiosa piedad y reverencia» (Heb 12,28). El mismo Verbo divino encarnado, Jesucristo, nos da ejemplo de esto, pues «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas, fue escuchado por su reverencial temor» (5,7).
El temor de Dios, en fin, nos guarda en la humildad, que sólo es perfecta, como fácilmente se entiende, en aquellos que saben «humillarse bajo la poderosa mano de Dios» (1Pe 5,6). El que teme a Dios no se engríe, no se atribuye los bienes que hace, ni tampoco se rebela contra Él en los padecimientos; por el contrario, se mantiene siempre humilde y paciente.
El don de temor, como hemos señalado, es el menor de los dones del Espíritu Santo: «el principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Prov 1,7). Es cierto; pero aun siendo el menor, posee en el Espíritu Santo una fuerza maravillosa para purificar e impulsar todas las virtudes cristianas, las ya señaladas, y también muchas otras, como fácilmente se comprende: la paciencia, la castidad y el pudor, la perseverancia, la mansedumbre y la benignidad con los hombres. El espíritu de temor ha de ser, pues, inculcado en la predicación y en la catequesis con todo aprecio. Es cierto que en la escala de la perfección es entre los dones del Espíritu Santo el don menor, pero si no se sube el primer escalón, quedan inasequibles todos los otros que llevan a la altura total de la escala.
–Santos
El ejemplo de los santos, que consideraremos en cada uno de los dones del Espíritu Santo, nos hará conocer con claridad y certeza cuáles son los efectos que produce cada uno de los dones.
Ante «el Padre de inmensa majestad», como reza el Te Deum, el hombre, por santo que sea, en ocasiones se estremece. «¡Ay de mí, estoy perdido!, pues siendo un hombre de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Yavé Sebaot», exclama Isaías (6,5). Sí, eso sucede en el Antiguo Testamento, ante Yavé, el Altísimo. Pero el mismo San Juan apóstol, el amigo más íntimo de Jesús, cuando le es dado en Patmos contemplar al Resucitado en toda su gloria, confiesa: «así que le vi, caí a sus pies como muerto» (Ap 1,18).
Este peculiar fulgor del don de temor de Dios se manifiesta innumerables veces en la vida de los santos cristianos. Según Dios da su luz, se da en el alma de los santos una captación muy diversa de sí mismos.
Santa Ángela de Foligno aunque unas veces declara: «me veo sola con Dios, toda pura, santificada, recta, segura en él y celeste» (Libro de la vida, memorial, cp.IX), otras veces siente un horrible espanto de sí misma: «entonces me veo toda pecado, sujeta a él, torcida e inmunda, toda falsa y errónea» (ib.). Y hay momentos extremos en que ella, así lo confiesa, siente la necesidad de andar por ciudades y plazas, gritando a todos: «aquí está la mujer más despreciable, llena de maldad y de hipocresía, sentina de todos los vicios y males» (ib. instruc. I).
San Pablo de la Cruz, el fundador de los pasionistas, antes de fundar, estando retirado unos días a solas en una iglesia solitaria, se siente a veces de tal modo embargado por el temor de Dios, es decir, por la captación simultánea de su propia miseria y de la Santidad divina, que se veía completamente indigno de estar en la iglesia, ante el sagrario, en lugar tan sagrado:
«y decía a los ángeles que asisten al adorabilísimo Misterio que me arrojasen fuera de la iglesia, pues soy peor que un demonio. Sin embargo, no se me quita la confianza con mi Esposo Sacramentado. Y le decía que recordase lo que me ha dejado en el santo evangelio, esto es, que no ha venido él a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Diario espiritual 5-XII-1720).
Santa Margarita María de Alacoque, la que tantas y tan sublimes revelaciones había tenido del amor y de la ternura del Corazón de Jesús, nos muesra que el Espíritu Santo hace que el santo, después de algún pecado, se estremezca de pena y espanto por el don de temor de Dios. Refiere, por ejemplo, que en una ocasión tuvo «algún movimiento de vanidad hablando de sí misma»…
«¡Oh Dios mío! ¡Cuántas lágrimas y gemidos me costó esta falta! Porque, en cuanto nos hallamos a solas Él y yo, con un semblante severo me reprendió, diciéndome: “¿qué tienes tú, polvo y ceniza, para poder gloriarte?, pues de ti no tienes sino la nada y la miseria, la cual nunca debes perder de vista, ni salir del abismo de tu nada"». Y en seguida «me descubrió súbitamente un terrible cuadro, me presentó un esbozo de todo lo que yo soy… Me causó tal horror de mí misma, que a no haberme Él mismo sostenido, hubiera quedado pasmada del dolor. No podía comprender el exceso de su grande bondad y misericordia en no haberme arrojado ya en los abismos del infierno, y en soportarme aún, viendo que no podía yo sufrirme a mí misma. Tal era el suplicio que me imponía por los menores impulsos de vana complacencia; así que a veces me obligaba a decirle: “¡ay de mí, Dios mío!, o haced que muera o quitadme ese cuadro, pues no puedo vivir mirándole"» (Autobiografía 62).
Sin embargo, confiesa al final de su escrito, «por grandes que sean mis faltas, jamás me priva de su presencia [el Señor] este único amor de mi alma, como me lo ha prometido. Pero me la hace tan terrible cuando le disgusto en alguna cosa, que no hay tormento que no me fuera más dulce y al cual no me sacrificara yo mil veces antes que soportar esta divina Presencia y aparecer delante de la Santidad divina teniendo el alma manchada con algún pecado. [Éste es el santo don del temor de Dios: un gran amor a Dios].
«En esas ocasiones, bien hubiera querido esconderme y alejarme de ella, si hubiese podido; mas todos mis esfuerzos eran inútiles, hallando en todas partes esa Santidad, de que huía, con tan espantosos tormentos que me figuraba estar en el Purgatorio, porque todo sufría en mí sin ningún consuelo, ni deseo de buscarle» (ib. 111).
El temor de Dios, en efecto, produce a veces en los santos verdaderos estremecimientos de espanto por los más pequeños pecados cometidos contra la Santidad divina. Sufren así entonces, como bien dice Santa Margarita María, sufrimientos muy semejantes a los propios del Purgatorio. Y muy al contrario, los cristianos todavía carnales son sumamente atrevidos a la hora de ofender a Dios en algo. No está en ellos despierto todavía el don del temor de Dios; y ofendiéndole, aunque sea en cosas pequeñas o no tan chicas, todavía se creen muy buenos.
Santa Catalina de Siena nos muestra el horror que una ofensa mínima contra Dios causa en los santos, como puede verse en esta anécdota que refiere de su vida. Estando en oración, se distrae un momento, volviendo la cabeza para ver a un hermano suyo que pasaba. Al punto, la Virgen María y San Pablo le reprenden por ello con gran fuerza, y ella llora y solloza interminablemente con inmensa pena, sin poder hablar palabra con los que le preguntan. Y su director espiritual cuenta:
«Cuando la virgen [Catalina] pudo por fin abrir la boca, dijo entre sollozos: “¡infeliz de mí, miserable de mí! ¿Quién hará justicia a mis iniquidades? ¿Quién castigará un pecado tan grande?"» (Leyenda 203).
La santa virgen Catalina tenía temor de Dios de un modo divino, sobrehumano. Y el beato Raimundo de Capua, dominico, su director, refiere que ella encarecía con frecuencia «el odio santo y el desprecio por sí misma» que debe sentir el alma:
«Tened siempre en vosotros, hijos míos -decía-, ese odio santo, porque os hará siempre humildes. Tendréis paciencia en las adversidades, seréis moderados en la abundancia, os adornaréis con vestidos honestos, gratos y amables a Dios y a los hombres». Y añadía: «cuidado, mucho cuidado con quien no tenga ese odio santo porque, donde ese odio falta, reina necesariamente el amor propio, que es el pozo negro de todos los pecados, la raíz y la causa de todo pésimo afán» (101).
Cuando el don espiritual del temor divino actúa en el alma con la potencia sobrehumana del Espíritu Santo, el menor de los pecados es sentido como una atrocidad indecible. Santa Teresa de Jesús decía: «no podía haber muerte más recia para mí que pensar si tenía ofendido a Dios» (Vida 34,10). Eso es el temor de Dios.
–Disposición receptiva ante los dones
Para recibir el don de temor lo más eficaz es pedirlo al Espíritu Santo, por supuesto; pero además, con su gracia, el cristiano puede prepararse a recibirlo, ejercitándose especialmente en ciertas virtudes y prácticas:
1. Meditar sobre Dios con frecuencia, sobre su inmensa bondad y misericordia, majestad y santidad, y sobre la entrega de Cristo por nosotros: «me amó y se entregó por mi» (Gal 2,20); «habéis sido comprados a precio» (1Cor 6,20; 7,23); «vivid con temor todo el tiempo de vuestra peregrinación, considerando que habéis sido comprados… con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni mancha» (1Pe 1,18-19). Hay que contemplar a Dios también como el Señor del universo, el Autor del cielo y de la tierra, el que con su Providencia lo gobierna todo, el Juez final inapelable. Y en que a Cristo «le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18).
2. Meditar en el pecado, en su malicia indecible: «contra Ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Sal 50,8); considerar los graves desastres de sus consecuencias temporales, y el horror de sus posibles consecuencias después de la muerte: el purgatorio, el infierno.
3. Cultivar la virtud de la religión, y con ella la reverencia hacia Dios y hacia todo aquello que tiene en la Iglesia una especial condición sagrada –el culto litúrgico, la Palabra divina, la Eucaristía, el Magisterio apostólico, los sacerdotes, las iglesias, etc.–
4. Guardarse en la humildad ante Dios y ante los hermanos, así como observar el respeto y la obediencia a los superiores, que son re-presentantes del Señor.
5. Recibir la enseñanza y las leyes de la Iglesia, guardando fidelidad humilde ante la Mater et Magistra en temas doctrinales y morales, sin preferir los juicios propios, y observando sus normas litúrgicas y pastorales, sin caer en subjetividades arbitrarias. Quien falla seriamente en este punto, y más si lo hace en forma habitual, es porque no tiene temor de Dios.
José María Iraburu, sacerdote
14 comentarios
Gracias, padre I
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JMI.-Gracias, hija. Bendición +
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JMI.-Gracias. Lo que digo en las conferencias más o menos puede verlo escrito en
-"Síntesis de Espiritualidad Católica", Rivera-Iraburu, que lo tiene íntegro en www.gratisdate.org, y que si lo quiere editado como libro, puede pedirlo a [email protected], dando nombre y dirección postal.
También halla lo que dice en mi blog de infocatolica.com, "Reforma o apostasía", donde en unos once años he puesto 602 artículos (posts). Como al final de cada art. hay un Indice de Reforma o Apostasía, hipervinculado, es muy fácil buscar y hallar lo que le interese.
Ánimo.
Bendición +
Todo lo contrario es el amor propio, raíz de todo mal y pecado.
Dios lo bendiga P. Iraburu!
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JMI.-Santa Catalina de Siena insiste MUCHO en lo que Ud. señala.
Bendición +
Y todos los santos, claro.
El Señor con su presencia de Espíritu se nos presenta y abre con su llave nuestro interior y como en una pantalla nos presenta nuestra vida; toda ella anotada y durante tiempo olvidada y ya no podemos escapar; es reconocernos tal cual fuimos y somos; queda postrarnos en nuestra humanidad con humildad; malheridos y doloridos con sufrimiento y solo nosotros somos responsables de nuestras acciones y omisiones.
Le hemos ofendido a El; a nuestro prójimo y a nosotros ;donde El tiene su morada y no puede estar por nuestro pecado.
Temor de Dios reverente que nos cura confesando y llorando nuestras transgresiones
Y recibir su perdón y reconciliación y dándonos su paz y alegría.
La nada y pequeñez del hombre solo está llena de su Santo Espíritu cuando nos reconocemos pecadores y dejamos nuestra vida y muerte en El.
Le doy gracias por este artículo al igual que los anteriores y oro por Ud.
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JMI.- "Un corazón contrito y humillado Tú no lo desprecias" (Sal 50).
Bendición +
Ahora me he empezado a enredar con el tema de las pasiones y apetitos del alma, entiendo que me faltan bases de antropología tomista... y en fin. Que vamos poco a poco....Por eso he estado explorando en Gratisdate haber si encuentro más luces.
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JMI.-Doy muchas gracias a Dios, que me ha concedido hacerle algún bien. En lo que le digo a un comentarista anterior Pedro de Madrid tiene orientación bibliográfica de publicaciones mías.
Pero muchas más puede hallarlas en www.gratisdate.org
Bendición +
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JMI.- Las obras que los santos escriben, como San Juan Bosco, siempre tienen una luminosidad y un fuego muy propios, o por mejor decir, muy claramente procedentes del Espíritu Santo. Y siempre son lecturas espirituales muy benéficas. Nada de "ñoñadas", todo lo contrario.
Gracias por su gratitud. Bendición +
No salía de mi asombro .¿Esto es “la nueva normalidad” en la iglesia?
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JMI.-No, no lo es. Simplemente es una pastoral litúrgica sacrílega. Y de paso, avasalladora de los fieles, a los que en la práctica se les obliga a comulgar. Prepotencia clerical.
Jesús: "temed más bien a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna" (Mt 10,28). El Juez universal que premiará a los que obraron el bien y castigará a los que obraron el mal. "Apartáos de mí, malditos, id al fuego eterno... E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna" (Mt 25,41-46). El cura que Ud. cita se avergüenza de la enseñanza de Cristo, y enseña lo contrario que Él, y que todos los Padres, doctores, santos y grandes teólogos y maestros espirituales, y párrocos fieles durante XX siglos. Prefiere su juicio al de todos ellos. Da mucha pena.
Por otra parte, el que ama a Dios con TODO su corazón, TEME ofender a Dios y resistirle más que cualquier otro mal corporal o espiritual. El temor de Dios es amor a Dios.
Sacrilegio y herejía. Muy completo.
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JMI.-Bueno, si elige el nombre de Sofrosine, ya en él va la paz tranquila, el carácter estable y benéfico, etc. Sea perfecta en Ud. su significación con la gracia de Cristo.
Bendición + JMI
"Recibir la enseñanza y las leyes de la Iglesia, guardando fidelidad humilde ante la Mater et Magistra en temas doctrinales y morales, sin preferir los juicios propios, y observando sus normas litúrgicas y pastorales, sin caer en subjetividades arbitrarias."
Duele mucho ver como algunos católicos manifiestan una agresiva resistencia a las enseñanzas del C.V. II y lo califican de causa de todos los males actuales de la Iglesia (y además, algunos lo califican de herético). Se lo ataca por "exceso" y por "defecto".
Por otra parte, también se observa entre los católicos una tendencia a juzgar de manera muy estricta algunas decisiones prudenciales de los Papas.
En fin, que el Espíritu Santo nos ayude a tener temor de Dios y humildad en nuestra relación con nuestra Santa Madre, la Iglesia Católica.
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JMI.- Dios te oiga.
La última gran manifestación de lo que dice la tenemos en las críticas a veces durísimas que no pocos cristianos, incluso de los buenos, han lanzado contra lo que en relación al coronavirus han hecho o no han hecho los Obispos. Sin piedad.
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JMI.-Las realidades espirituales no tienen una motivación o significación únicas. El temor de Dios implica fundamentalmente:
+el horror a ofender a Dios, a distanciarse de El por el pecado, y también
+el temor que indica Cristo cuando dice "Temed, más bien, a Aquel que puede enviar a la gehenna".
No se contradicen, sino que se complementan.
2. Pues, en caso contrario, es porque Dios abandona nuestra alma.
3. El mayor castigo de Dios en el tiempo concedido de misericordia es que no ejerza Su justicia, pues al dejarnos sin castigo no hay remordimiento de conciencia y el alma queda en tinieblas sumida. Donde el cerco del don de temor impedía la entrada de los monstruos del vicio, al quitarlo el ESanto entran todos.
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JMI.-Gracias por su gratitud.
Bendición +
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