(573) Evangelización de América 81 -Río de la Plata VII. -Las Reducciones jesuitas 2 -orden comunitario, artes y oficios

 

–Impresionante.

–Es un ejemplo muy notable de cómo la gracia sobrenatural perfecciona la naturaleza.

 

–Gobierno interior

En la comunidad reduccional los caciques, que en cada poblado eran 20 o 30, tuvieron al comienzo bastantes atribuciones, pero poco a poco fueron relegados a la condición decorativa de nobles, en tanto que se desarrolló una organización electiva de todos los cargos y ministerios. Los cargos en general solían ser anuales, de modo que se veían frecuentemente renova­dos. El indio Corregidor, en cambio, era autoridad constituida por cinco años, y sólo el Superior general de la federación de reducciones, jesuita, por graves causas, podía de­ponerle. Con él, venía en importancia el Cabildo o consejo elegido, com­puesto de alcaldes, fiscales y otros ministros. El Cura, jesuita, asistía, ha­cía observaciones, que normalmente eran acogidas, y tenía en ciertas cues­tiones un poder que podríamos llamar de veto; pero en general su mayor trabajo era asistir a los indios para que asumieran sus responsabilidades y las ejercitaran.

Piensa Clovis Lugon que «es por las elecciones y por el ejercicio de las funcio­nes públicas por lo que los guaraníes adquieren un sentimiento tan vivo de su autonomía nacional y de su responsabilidad frente al bien común» (62). En realidad, aquella gran autonomía que, respecto de las autoridades civiles y eclesiásticas locales, habían conseguido de la Corona las reduc­ciones, ocasionó en estas muchas ventajas, pero dió lugar también a no pocas sospechas y odiosidades. En todo caso, es evidente que en el régimen comunitario de las reducciones una de las claves más decisivas fue preci­samente el aislamiento del mundo hispano americano. Los indios, por este aislamiento autónomo, no solamente se vieron libres de muchos vicios y tentaciones, escándalos y abusos, sino que también tuvieron ocasión de cobrar conciencia nacional, identidad propia de pueblo guaraní, directa­mente vinculado a la Corona española.

En todo caso, como decía el padre jesuita Cardiel, «todo este concierto es insti­tuido por los Padres: que el indio de su cosecha no pone orden, economía ni concierto alguno. El Padre es el alma de todo: y hace en el pueblo lo que el alma en el cuerpo. Si descuida algo en velar, todo va de capa caída. Dios nuestro Señor, por su altísima providencia, dio a estos pobrecitos indios un respeto y obediencia muy especial para con los Padres; de otra manera era imposible gobernarlos» (70-71).

Por lo demás, ya entonces, como ahora, había intelectuales progresistas que, a mil o diez mil kilómetros de distancia, sin haber pisado jamás la selva, ni conocer siquiera sea de vista a los indios guaraníes, «decían que todo este gobierno era errado», que aquellos indios para hacerse realmente adultos «necesitaban tener sus propiedades privadas, su trato con los españoles y su capacidad libre de comerciar; y los Padres sólo enseñar la Doctrina cristiana».

A lo que responde el misionero jesuita Cardiel: «Qué más quisiéramos nosotros, que poder conseguir esto, por estar libres de tanto cuidado temporal. Muchas pruebas se han hecho para conseguir algo de esto en diversos tiempos: mas nada se ha podido alcanzar. Si estos indios fueran como los españoles, o como los indios del Perú y Méjico, que antes de la con­quista vivían con gobierno de Reyes y leyes, con economía y concierto, con abundancia de víveres, adquiridos labrando sus tierras, en pueblos y ciudades: si fueran de esta raza, casta y calidad, se podía decir eso. Pero son muy diversos. Eran en su gentilismo fieras del campo como se ha dicho. La experiencia ha mostrado que el cultivo de 150 años, que ha que empezaron sus primeras conversiones, sólo ha podido conseguir el amansarlos y reducirlos a concierto, como se ha dicho, de que se admiran mucho los Obispos y otros, considerando lo que eran, teniendo por mucho lo que se ha hecho y conseguido» (92). Recuerde el lector aquel artículo mío anterior (565) Así estaban.

Téngase, por lo demás, en cuenta que los mismos jesuitas usaban por esos años de una pedagogía pastoral muy diversa en otras regiones de América, lo que demuestra que la política seguida en las reducciones guaraníes no procedía tanto de principios ideológicos de la Compañía de Jesús, como de las necesidades impuestas por la misma realidad de aque­llos indios.

 

Economía

Siguiendo las instrucciones primeras del padre Torres, las reducciones se centraron económicamente en la agricultura y la ganadería. Los indios hasta entonces conocían sólo un cultivo itinerante: quemaban parte del bosque, se establecían unos años en esas tierras, hasta que las abandona­ban al perder la fertilidad. En cambio en las reducciones pudieron perfec­cionar mucho la agricultura, no sólo el uso de arados y animales de trac­ción –que nunca habían tenido–, sino con la diversificación de cultivos, entre los cuales sobresalió la yerba mate. También la ganadería alcanzó también un desarrollo muy no­table en cantidad y calidad, marcando la fisonomía del país hasta nues­tros días.

Yapeyú, por ejemplo, llegó a tener más de 200.000 cabezas de ganado. De este modo, el autoabastecimiento era prácticamente completo, y la dieta media de los indios bastante superior a la del mundo circundante. El jesuita José Cardiel da cuenta de las estancias inmensas de ganado, y prevé que para quien no haya conocido directamente las reduccio­nes todos esos datos le parecerán increíbles: «se le hará imposible estancia de cincuenta leguas [unos 280 kilómetros]: gasto de diez mil vacas al año en un pueblo de mil setecien­tos vecinos: precio de ellas de solo tres reales de plata, etc. Pero es otro mundo aquél. La misma admiración nos causaba a nosotros a los principios. O pensará que las vacas son chicas como carneros: y otras cosas a este modo. Son tan grandes como las de España, o más. Ni las leguas son chicas. Las estancias de Yapeyú [50 leguas por 30] y San Miguel [40 por 20] son las mayores [y a ellas llevaban ganado de varias reducciones]; las demás son de ocho, diez, o a lo más veinte leguas de largo» (79).

Con todo esto, en opinión del francés Clovis Lugon, «ninguna región de América conoció en la época una prosperidad tan general ni un desarrollo económico tan sano y equilibrado» (92). Y eso que la jornada laboral con horas limitadas –más reducida en el caso de labores más penosas–, ya se había establecido en las reducciones, con una anticipación de dos o tres siglos respecto de los países más adelantados del Occidente.

Por lo demás, el régimen económico era mixto, privado y comunal, tanto en la propiedad como en el trabajo, tanto en la agricultura como en la ga­nadería. Muchos europeos y criollos veían mal este excesivo comunismo establecido por los jesuitas, y a veces éstos pretendieron modificarlo en algo, como en la posesión privada de ganado, pero sin éxito. El padre José Cardiel, escribe: «Hemos hecho en todos tiempos muchas pruebas para ver si les podemos hacer tener y guardar algo de ganado mayor y menor y alguna cabalgadura, y no lo hemos podido conseguir» (71).

 

Industrias y máquinas

Pronto se establecieron en las reducciones molinos de viento o de agua, fá­bricas de azúcar y de aceite, de ladrillos y de tejidos, así como naves para el secado y preparación de la yerba mate. En las herrerías y fundiciones, modestas, pues la región era pobre en metales, se produjeron en seguida campanas, con mineral importado de Conquimbo o de Chile, y en cuanto hubo autorización para armar a los indios, también se fabricaron armas y municiones.

Los funcionarios o misioneros que visitaban las reducciones quedaban asombrados al ver relojes, órganos y toda suerte de instrumen­tos musicales o esferas astronómicas, fabricados completamente por los indios. En la reducción de San Juan tenían un reloj en el que iban salien­do los doce apóstoles al dar las campanadas del mediodía. En el río Uru­guay y en el Paraná tuvieron también astilleros donde construían naves, bien adaptadas y extremadamente resistentes, para el transporte de sus productos.

Roa Bastos recuerda que «ochenta años antes que en Buenos Aires, capital de la gober­nación y luego del virreinato del Río de la Plata, se establecieron en las Misiones las pri­meras imprentas» (Tentación 34). En ellas se publicaron muchos textos, gramáticas, cate­cismos y libros espirituales, en lengua guaraní, como la obra Temporal y eterno, publicada en 1705 en las prensas de Loreto, con 67 viñetas y 43 láminas grabadas por artesanos guaraníes. También tenían imprentas Santa María Mayor, San Javier y Candela­ria. Este cultivo del lenguaje guaraní, ya iniciado por el franciscano Bolaños, fue decisivo para que la lengua haya podido conservarse viva hasta nuestros días. El provincial Ruiz de Montoya decía que los guaraníes «tanto estiman su lengua, y con razón, porque es dig­na de alabanza y de celebrarse entre las de fama» (Tentaciones 70). También en las re­ducciones se imprimieron los mapas geográficos de América más exactos de la época.

Por otra parte, la orientación profesional se practicaba en aquellos po­blados misionales dos o tres siglos antes que en el Occidente culto. Y así en los relatos del jesuita Charlevoix, publicados en París en 1747, se dice que en las reducciones «desde que los niños están en edad de poder ini­ciarse en el trabajo, se les lleva a los talleres y se les coloca en aquellos para los que parecen mostrar más inclinación, ya que se estima que el arte debe estar guiado por la naturaleza» (Lugon 98).

Y lo mismo que sucedió a los misioneros de Nueva España ocurrió tam­bién aquí a los jesuitas, que quedaban impresionados al ver la habilidad manual de los indios, y sobre todo su prodigiosa capacidad de aprendizaje por imitación.

El jesuita tirolés Anton Sepp, en 1696, observaba: «No pueden inventar ni idear absolu­tamente nada por su propio entendimiento, aunque sea la más simple labor manual, sino siempre debe estar presente el padre y guiarlos; debe darles sobre todo un modelo y ejem­plo. Si tienen uno, él puede estar seguro de que imitarán la labor exactamente. Son indes­criptiblemente talentosos para la imitación. Por ejemplo: queríamos tener hermosas pun­tillas grandes para un altar. ¿Qué hace la india? Toma una puntilla de un palmo de an­cha traída de Europa, coge los hilos con la aguja, deshace un poco la puntilla, ve cómo está tejida o tramada y de inmediato hace otra. La nueva es tan parecida a la vieja que no puedes reconocer cuál es la puntilla holandesa o española, y cuál la indígena. Y así es con todas las cosas. Tenemos dos órganos, de los cuales uno fue traído de Europa, mientras el otro ha sido hecho por los indios tan idénticamente, que al principio yo mismo me confun­dí, tomando el indígena por el europeo. Aquí hay un misal, una impresión de Amberes, de la mejor calidad; allí hay un misal copiado por un indio: no se puede reconocer cuál es el misal impreso y cuál el copiado. Las trompetas son idénticas a las de Nüremberg, los relo­jes no ceden en nada a los de Augsburgo, famosos en el mundo entero. Hay pinturas que parecen haber sido pintadas por Rubens. En una palabra, los indios imitan todo, mien­tran tenga un modelo o ejemplo» (Tentación 122).

El talento natural de los indios, en el orden de una vida estable y pacífi­ca, y la organización del trabajo, daba lugar a estas industrias sorpren­dentes. Así las cosas, bien puede afirmarse que la federación de reduccio­nes guaraníes formó en su tiempo la única nación industrializada de América del Sur (Lugon 98).

 

Música

Los indios de América, en general, con sus pobres instrumentos ances­trales, no conocían apenas las maravillas del mundo de la música, y que­daban absolutamente fascinados cuando entraban en él. El sonido de las campanas, del violín, de las trompetas o del órgano creaban para ellos un mundo mágico, apenas creíble. Esta fuerza misionera de la música fue conocida desde un principio, como ya lo vimos en los franciscanos de México.

Cuando los do­minicos del padre Las Casas entraron en la Verapaz, habían enseñado a cuatro indios cristianos unas coplas, que cantaron ante los paganos acompañándose de un teneplaste (madero hueco), sonajas y cascabeles. Éstos quedaron tan encantados «que tuvieron que cantarlas durante ocho días» (MH 6,1949, 503). Y en las reducciones guaraníes, quizá de un modo especial, la música tuvo una extraordinaria importancia, gracias en buena parte a los misioneros jesuitas centro-europeos.

En efecto, el hermano jesuita Louis Berger, originario de la Picardía, enseñó a los guaraníes la música vocal e instrumental. El padre belga Jean Vassaux, de Tournai, de ser maestro de música en la corte de Carlos V pasó a enseñar solfeo y la notación musical más moderna a los indios de las reducciones, y murió en 1623, en Loreto, al servicio de los apestados. De todos modos fue quizá Anton Sepp el mejor maestro de música que hubo en las reducciones. Escuelas de danza, de canto y de música instru­mental existían en todas ellas, aplicando estas artes fundamentalmente a la vida religiosa. Los cronistas hablan de que los indios formaban verda­deras orquestas, a un nivel europeo.

Anton Sepp cuenta en una relación de 1696: «En este año ya logré que dominaran sus instrumentos: seis trompetistas de distintas reducciones –cada pueblo tiene cuatro trompetistas–, tres buenos tiorbistas, cuatro organistas… Este año he logrado que trein­ta ejecutantes de chirimía, dieciocho de trompa, diez fagotistas hicieran tan grandes pro­gresos que todos pueden tocar y cantar mis composiciones. En mi reducción he anotado para ocho niñitos indios el famoso Laudate Pueri. Lo cantan con tal garbo, tal gracia y es­tilo que en Europa apenas se creería de estos pobres, desnudos, inocentes niñitos indios. Todos los misioneros están llenos de alegría y agradecen al Señor Supremo que, después de tantos años, les haya enviado un hombre que también ponga a la música en buenas condiciones… Cuánto me honran y aman los indios, la modestia y el pudor no permiten describirlo. Yo soy indigno de todo esto, y el mayor pecador y más inútil de todos los sier­vos en Cristo» (Tentación 118-119).

Y añade: «Todos los días de fiesta, después de vísperas y antes de la misa mayor, engalanamos a algunos chicuelos indios en forma hermosa; tan hermosa como los pobres indios no han visto en su vida. Luego representan sus bailes en la iglesia, donde todos están reunidos. También organizamos espectáculos de baile en las procesiones públicas, especialmente en la fiesta del Corpus Christi» (126).

La excelencia de la música en las reducciones, ya desde sus comienzos, fue opinión co­mún. El padre Ripario escribe en 1637 al provincial de Milán que los indios acompañan la misa «con buonissima musica». En 1729, el padre Mathias Strobel dice en una carta diri­gida a un jesuita de Viena: «Se creería que esos músicos han venido a la India de alguna de las mejores ciudades de Europa» (146). Y el padre Cardiel, ya anciano y exiliado en Ita­lia, no puede contener las lágrimas cuando evoca «el devotísimo estruendo» de voces e ins­trumentos que solemnizaba la liturgia en las reducciones: «Todos los días cantan y tocan en la Misa. Al empezar la Misa tocan instrumentos de boca y a veces de cuerdas… cau­sando notable devoción. En el laudate comienzan los tenores y los demás músicos grandes con los clarinetes y chirimías, instando a los niños tiples: laudate pueri, pueri laudate, laudate nomen Do-mini… (No se maravillen si va mojado de lágrimas este papel). Cantan con tal armonía, majestad y devoción, que enternecerá el corazón más duro. Y como ellos nunca cantan con vanidad y arrogancia, sino con toda modestia, y los niños son inocentes, y muchos de voces que pudieran lucir en las mejores Catedrales de Europa, es mucha la devoción que causan». Y bajando de sus recuerdos extasiados, continúa el padre Cardiel: «Como los misioneros primitivos vieron que estos indios eran tan materiales, pusieron es­pecial cuidado en la música, para traerlos a Dios; y como vieron que esto les traía y gus­taba, introdujeron también regocijos y danzas modestas» (117-118).

En las reducciones los padres tenían formado un verdadero Ministerio de ocios y juegos, de modo que con los indios más artistas y dotados orga­nizaban danzas, paradas militares y evoluciones de jinetes en la plaza mayor, que a un tiempo eran entrenamiento bélico, juego y fiesta, sesiones de teatro, procesiones con cantos para ir, regidos cada día por los toques de cam­pana, al trabajo en los campos.

Con todos estos recursos obtenían los mi­sioneros lo que en un principio a ellos mismos había parecido imposible, integrar a aquellos indios en una vida asociada y armoniosa, y estimu­larles a un trabajo sostenido, aunque sólo fuera unas pocas horas cada día, siendo ellos en principio tan reacios a todo ordenamiento laboral.

 

Orden y justicia

El derecho penal era en las reducciones extremadamente benigno para los usos de la época, y la pena de muerte estaba excluida dos o tres siglos antes que en los países de Occidente.«Aunque este gentío es de genio hu­milde, pacífico y quieto, especialmente después de cristianos, no puede menos de haber en tanta multitud algunos delitos dignos de castigo. En toda la América, los Curas, clérigos y regulares, castigan a sus feligreses indios. Para todos los delitos hay castigo señalado en el Libro de Ordenes: todos muy proporcionados a su genio pueril, y a lo que puede el estado sa­cerdotal. No hay más castigo que cárcel, cepo y azotes. Los azotes nunca pasan de veinticinco. Todos los encarcelados de ambos sexos vienen cada día a Misa y a Rosario con sus grillos, acompañados de su Alguacil y Su­periora».

«El Cura [de la reducción] es su padre y su madre, juez eclesiástico y todas las cosas. Cayó uno en un descuido o delito: luego le traen los Alcaldes ante el Cura a la puerta de su aposento: y no atado y agarrado, por grande que sea su delito. No hacen sino decirle: Vamos al Padre: y sin más apremio viene como una oveja: y ordinariamente no le traen delante de sí, ni en medio, sino detrás, siguiéndoles: y no se huye». El Cura hace sus pre­guntas y averiguaciones, y quizá concluya: «Yahora, hijo, que te den tantos azotes. Siem­pre se les trata de hijos. El delincuente se va con mucha humildad a que le den los azotes, sin mostrar jamás resistencia: y luego viene a besar la mano del Padre, diciendo: Aguye­bete, cheruba, chemboara chera haguera rehe: Dios te lo pague, Padre, porque me has dado entendimiento. Nunca conciben el castigo del Padre como cosa nacida de la cólera u otra pasión, sino como medicina para su bien, y en persuadirles esto inculcan los Cabil­dantes cuando los domingos repiten la plática del Padre. Es tanta la humildad que mues­tran en estos casos, que a veces nos hacen saltar las lágrimas de confusión» (146-147).

Jose María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

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