(366) Santidad-9. Conversión- modos de expiar por los pecados
–Bastante penitencia tiene el hombre con sufrir las penas de su vida. Como para añadirle otras…
–Una vez más da usted muestras del atrevimiento de la ignorancia, por el cual se habla de lo que no se sabe.
¿Cuáles son los modos fundamentales de participar de la pasión de Cristo, y de expiar con él por los pecados?
Aquí nos quedamos en el anterior capítulo al exponer la expiación penitencial (reparación, satisfacción).
Esos modos fundamentales los enseña Trento diciendo que «es tan grande la largueza de la munificencia divina quepodemos satisfacer ante Dios Padre por medio de Jesucristo no sólo con [1] las penas espontáneamente tomadas por nosotros para castigar el pecado [penas de mortificación] o [2] por las penas impuestas a juicio del sacerdote según la medida de la culpa [penas sacramentales], sino que también –lo que es máxima prueba de su amor– [3] por los azotes temporales que Dios nos inflige y nosotros sufrimos pacientemente [penas de la vida]» (Denz 1693; cf. 1713).
Maravillosa enseñanza, y aún más maravillosa realidad. Sigo el orden inverso al explicar ahora esta doctrina.
–Las penas de la vida
El cristiano participa de la cruz de Cristo aceptando las penas de la vida, todas sujetas a la providencia amorosa de Dios: «ni un pajarito cae en tierra sin la voluntad de vuestro Padre. Aun los cabellos todos de vuestra cabeza están contados. No temáis, pues» (Mt 10,29-31). Las penas de nuestra vida no pesan ni un gramo más ni duran un segundo más de lo que Dios permite: enfermedad, sufrimientos morales, decadencia psíquica y física, problemas económicos, fatiga, prisa, trabajo duro, convivencia difícil, inseguridad, soledad, ignorancia, impotencia, muerte. Sin embargo, después de la Eucaristía, la aceptación de las penas de la vida es el modo más valioso de participar de la pasión expiatoria de nuestro Señor Jesucristo.
Las penas de la vida son las más permanentes, desde la cuna hasta el sepulcro; son las más dolorosas, mayores sin duda que cualquier penalidad asumida por iniciativa propia; las más humillantes, las que con elocuencia más implacable nos muestran nuestra condición inerme de criaturas; las más providenciales, pues son inmediatamente regidas por el amor de Dios; las más voluntarias, aunque pueda parecer otra cosa, pues su aceptación las hace realmente nuestras, y requiere actos muy intensos de la voluntad; y en fin, las más universales, ya que todos los hombres, conozcan o no a Jesucristo, todos las llevan de uno u otro modo sobre sus hombros.
Que las penas de la vida son muy valiosas lo afirma Cristo –«tome cada día su cruz» (Lc 9,223)–, la Escritura en muchos lugares, la Tradición, el Magisterio (p. ej., cta. apost. de Juan Pablo II, Salvifici doloris 1984), el Vaticano II: «recuerden todos que con el culto público y con la oración, con la penitencia y la libre aceptación de los trabajos y desgracias de la vida, con la que se asemejan a Cristo paciente (2Cor 4,10; Col 1,24), pueden llegarse a todos los hombres y ayudar a la salvación del mundo» (AG 16g). Muchos cristianos, sin embargo, ignoran esta verdad tan central del cristianismo, y no le ven «la gracia» a las cruces de cada día: las entienden y viven como si fueran «des-gracias».
Hay grados muy diversos en la aceptación de las cruces cuotidianas. Y con la gracia de Dios, hemos de pedir y procurar una aceptación cada vez más profunda y continua: «hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»… Así como veneramos la cruz de Cristo, la besamos y ponemos en ella la esperanza de nuestra salvación, veneremos nuestra cruz, y conozcamos bien la virtualidad santificante que tiene para nosotros y para el mundo. Sepamos que la cruz nuestra es cruz de Cristo, pues somos sus miembros: es una astilla de la Cruz del Calvario. Veamos, pues, en cada sufrimiento de nuestra vida un peldaño en la escala ascendente hacia el cielo. Oremos y, con la gracia de Dios, esforcémonos por aceptar y ofrecertodos y cada uno de nuestros sufrimientos. No olvidemos este empeño espiritual, pues, como digo, hay muchos grados en la aceptación de las cruces personales…
–La fe nos da aceptación y paciencia ante el dolor, nos libra de la amargura y la desesperación, nos hace ver que tendríamos que sufrir mucho más, y que el Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10).
–La esperanza nos hace sufrir con buen ánimo todas las penalidades: «tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rm 8,18), «pues por la momentánea y ligera tribulación se nos prepara un peso eterno de gloria incalculable» (2Cor 4,17-18).
–Y la caridad nos da a conocer la alegría de compartir la cruz con Cristo: «me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Y vosotros igual: «debéis alegraros en la medida en que participáis de los padecimientos de Cristo» (1Pe 4,13; cf. Hch 5,41; Gál 6,14; 1Tes 1,6).
Errores
–Algunos piensan que las penas impuestas, no pueden ser voluntarias ni meritorias. Ven, por ejemplo, el mérito que puede haber en un ayuno voluntario, pero no ven el valor de cruz de un ayuno obligado por una pobreza irremediable. Es éste un error muy grave. Identifican la acción libre, voluntaria, con la acción espontánea, realizada por propia iniciativa. Dejan así sin explotar la mina preciosísima de los sufrimientos diarios, como si fueran materia sin valor. Olvidan que la cruz de Cristo fue una pena de la vida, una pena impuesta, no espontáneamente decidida por él, sino aceptada con un acto absoluta y máximamente voluntario (Jn 10,17-18; 14,31).
–Algunos temen que la aceptación del dolor les lleve a una pasividad cobarde y estéril, y así justifican indirectamente la rebeldía contra la providencia de Dios, como si los males se vencieran mejor desde la amargura reivindicativa, y a veces desesperada. El cristiano tiene en las penas la paz de la aceptación, y con paz y buen ánimo se ocupa en poner los medios por superarlas. No hay en ello contradicción alguna, sino todo lo contrario: un enfermo, por ejemplo, con el buen ánimo de la aceptación –«que sea lo que Dios quiera»–, debe tratar de curarse. Y con buen ánimo, incluso con el gozo de sufrir con Cristo, se curará antes, si así está de Dios.
–Otro ven el sufrimiento como un mal absoluto, contra el cual todo es lícito: cualquier medio –el aborto, el divorcio o el adulterio, el terrorismo, la guerra, la huelga salvaje, los fraudes y crímenes económicos– todo es lícito si, al menos a corto plazo, muestra alguna eficacia para neutralizar la cruz. Esta es una atroz negación del Evangelio: «nunca hagamos el mal para que venga el bien», aunque ese mal traiga sobre nosotros ignominia, ruina o muerte. Por el contrario, venzamos «el mal con el bien» (Rm 3,8; 12,21).
–Otros hay que aceptan las penas limpias, pero no las sucias; es decir, están dispuestos a aceptar aquellas penas que no proceden de culpa humana –una sequía, un terremoto–, pero se sienten autorizados a rebelarse contra las penalidades que vienen de pecados –injusticias, calumnias, egoísmos–.
Así, el mismo que puede dormir con el ruido de la calle, queda insomne por el ruido de la casa, aunque sea menor, porque éste le indigna y le subleva, y aquél no, porque es inevitable y no implica culpa. La misma mujer que sufre con paciencia que su hermana no pueda ayudarle en los trabajos de la casa porque se ha puesto enferma, se desespera si ésta no le ayuda por pereza e irresponsabilidad.
Pues bien, todos los sufrimientos de la vida, los limpios y los sucios, todos deben ser cristianamente aceptados como cruz que son de Cristo (Mt 25,42-45; Hch 9,1-5)–. Toda cruz, limpia o sucia, debe ser tomada cada día, para seguir a Jesús (Lc 9,23; 14,27). Su cruz fue la más sucia de todas. Ninguna cruz, como aquella del Calvario, procede de tantas y tan terribles culpas.
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–Las penas sacramentales
El acto penitencial impuesto a cada uno por el sacerdote en el sacramento «hace participar de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al mismo tiempo que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos» (Pablo VI, 1966, const. apost. Paenitemini 42).
El confesor, al imponer la penitencia, puede añadir esta admirable oración: «La pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la bienaventurada Virgen María y de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados y premio de vida eterna» (Nuevo Ritual de la Penitencia 104). Todo ello nos indica que las penitencias sacramentales, bien aplicadas, pueden tener un influjo sumamente benéfico sobre la vida espiritual del cristiano.
«El objeto y la cuantía de la satisfacción deben acomodarse a cada penitente, para que así cada uno repare el orden que destruyó y sea curado con una medicina opuesta a la enfermedad que le afligió. Conviene, pues, que la pena impuesta sea realmente remedio del pecado cometido y, de algún modo renueve la vida» (NRP 6; cf. Trento 1551: Denz 1692).
En la práctica, la aplicación de esta norma resulta difícil, sobre todo cuando el confesor no conoce personalmente al penitente, que es lo más frecuente: teme que una penitencia severa, enérgicamente medicinal, pueda resultar inconveniente o suscitar una reacción negativa. Por otra parte, aquellos que necesitarían penitencias más graves suelen ser los menos capaces de asumirlas, y los que están más dispuestos, los que menos las merecen. Por eso el Episcopado Español propone que la obra penitencial expiatoria, «sin quitar nada al valor de ser impuesta por el ministro, pueda ser sugerida por el penitente o considerada por ambos» (Orientaciones 65, anexas a NRP). De este modo, además, las mortificaciones privadas pueden ser elevadas a la dignidad y eficacia de penas sacramentales, que tienen especial fuerza para unir a la pasión de Cristo.
Es lamentable que con frecuencia hoy las penas sacramentales sean meramente simbólicas: es lamentable 1) que no guarden proporción alguna entre la culpa y la pena, y 2) que la pena impuesta no tenga especial sentido medicinal. Se contraría así la Tradición católica de la disciplina penitencial y la voluntad actual de la Iglesia. Esta deficiencia está justificada cuando median circunstancias pastorales como las que aludíamos; pero es injustificable cuando procede de una falta de fe en el valor espiritual de la expiación. En este sentido, las penas levísimas, casi inexistentes, que en nuestra época se imponen en el sacramento de la penitencia –«rece usted una Avemaría»; y algunos confesores no siquiera imponen penitencia alguna–, contrastan notablemente con el peso y la fuerza medicinal de las penitencias aplicadas en la antigüedad, en la edad media, en el renacimiento o hasta hace no mucho. Esto hace pensar que la espiritualidad cristiana actual padece un déficit grave en la captación del misterio de la cruz y de la expiación cristiana por el pecado.
La Conferencia Episcopal Española, comentando el nuevo Ritual de la Penitencia (1975), para que la pena de satisfacción impuesta pueda ser más proporcionada a las culpas principales del penitente, más medicinal e incluso más grave, sugiere muy acertadamente que «sin quitar nada del valor de ser impuesta por el ministro, puede ser sugerida por el penitente o considerada por ambos» (65). Difícilmente el confesor se atreve a aplicar una pena fuerte y medicinal, sobre todo cuando no conoce personalmente al penitente, como es lo más frecuente. Pero sí puede aplicársela, con efectos a veces muy benéficos, si el propio penitente se la propone, siempre que el ministro la estime prudente.
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–Las penas procuradas (mortificación)
El cristiano expía también con Cristo por los pecados asumiendo por iniciativa propia ciertas penalidades, que afligen alma o cuerpo, es decir, «con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria» (Paenitemini 59). Esta doctrina espiritual es de fe, es de todos los tiempos; pero hoy está muy ignorada, incluso es negada. El Magisterio apostólico, sin embargo, siempre la ha enseñado (hoy, por ejemplo, en la Salvifici doloris que he citado). Y halla en la devoción y en el culto al Corazón de Jesús una expresión particularmente elocuente.
Pío XI enseña (1928, enc. Miserentissimus Redemptor) que «si lo primero y principal de la consagración [al Corazón de Jesús] es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos reparación» (5). El cristiano ha de «entregarse a la voluntad divina y se afanará por reparar el ofendido honor de la divina Majestad, ya orando asiduamente, ya sufriendo pacientemente las mortificaciones voluntarias, y las aflicciones que sobrevinieren, ya, en fin, ordenando a la expiación toda su vida» (13).
Y sigue enseñando el mismo Papa (1932, enc. Caritate Christi compulsi): «Es, por tanto, la penitencia un arma salvífica» en manos de los cristianos: «es arma que va directamente a la raíz de todos los males, a saber: a la concupiscencia de las riquezas materiales y de los placeres desordenados de la vida. Mediante sacrificios voluntarios, mediante prácticos renunciamientos, quizá dolorosos, mediante las varias obras de penitencia, el cristiano generoso sujeta las bajas pasiones que tienden a arrastrarlo a la violación del orden moral. Mas si el celo de la ley divina y la caridad fraterna son en él tan grandes como deben serlo, entonces no sólo se da al ejercicio de la penitencia por sí y por sus pecados, sino que se impone también la expiación de los pecados ajenos, a imitación de los Santos, que con frecuencia se hacían heroicamente víctimas de reparación por los pecados de generaciones enteras; más aún, a imitación del Divino Redentor, que se hizo “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”» (13).
Jesucristo y todos los santos se han mortificado con penas voluntarias. Cristo, al comienzo de su vida pública, se retiró al desierto cuarenta días, en oración y ayuno total (Mt 4,1-2; como lo hizo Moisés en el Sinaí, Dt 9,18). Y el Espíritu de Jesús ha iluminado y movido a todos los santos para que hicieran mortificaciones voluntarias, a veces durísimas.
Santa Teresa comenzó a mortificarse con mucho miedo, pensando que «todo nos ha de matar y quitar la salud. Como soy tan enferma, hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre estuve atada y sin valer nada. Vi claro que en muchas [cosas], aunque yo de hecho soy harto enferma, era tentación del demonio o flojedad mía; y que después que no estoy tan mirada y regalada, tengo mucha más salud» (Vida 13,7). Así, con grandes expiaciones penitenciales, han querido siempre vivir los santos, bien unidos a la cruz de Cristo. Y así han querido morir: San Pedro de Alcántara murió de rodillas, según nos cuenta la misma Santa (27,16-20), como también San Juan de Dios. Y San Francisco de Asís quiso morir desnudo, postrado en tierra (Celano, II Vida 217). En fin, no acabaríamos si hiciéramos memoria de las penitencias de los santos cristianos. Pero probablemente nuestros relatos no serían suficientes para persuadir a quienes se atreven a pensar que todos los santos estaban equivocados, y que sus ideologías tienen más valor que la Tradición católica y el Magisterio apostólico.
El valor y la necesidad de la expiación penitencial voluntaria ha sido siempre doctrina de la Iglesia. San Agustín decía: «el pecado no puede quedar impune, no debe quedar impune, no conviene, no es justo. Por tanto, si no debe quedar impune, castígalo tú, no seas tú castigado por él» (ML 38,139). Es la doctrina de Trento, que condena el error de los que dicen que «en manera alguna se satisface a Dios por los pecados en cuanto a la pena temporal por los merecimientos de Cristo con los castigos espontáneamente tomados, como ayunos, oraciones, limosnas y también otras obras de piedad, y que por lo tanto la mejor penitencia es solamente la nueva vida» (Denz 1713). Es la enseñanza de Juan XXIII en la encíclica Pænitentiam agere (1-VII-1962); la del concilio Vaticano II sobre los laicos (SC 105a; 110a; OT 2e; AG 36c) y especialmente sobre obispos, sacerdotes y religiosos (CD 33b; PO 12, 13, 16, 17; PC 7, 12b; AG 24, 40b); la de Pablo VI (1966, const. apost. Paenitemini). Y es también la enseñanza espiritual de la Liturgia de la Iglesia, cuando, por ejemplo, en los prefacios cuaresmales nos habla del «ayuno corporal» o de las «privaciones voluntarias».
El Código de Derecho Canónico afirma que «todos los fieles, cada uno a su modo, están obligados por ley divina a hacer penitencia; sin embargo, para que todos se unan en alguna práctica común de penitencia, se han fijado unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad, y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia» (c. 1249). La Conferencia Episcopal Española (7-VII-1984) precisó:
«A tenor del canon 1253, se retiene la práctica penitencial tradicional de los viernes del año, consistente en la abstinencia de carnes; pero puede ser sustituida, según la libre voluntad de los fieles, por cualquiera de las siguientes prácticas recomendadas por la Iglesia: lectura de la Sagrada Escritura, limosna (en la cuantía que cada uno estime en conciencia), otras obras de caridad (visita de enfermos o atribulados), obras de piedad (participación en la Santa Misa, rezo del rosario, etc.) y mortificaciones corporales. En cuanto al ayuno, que ha de guardarse el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, consiste en no hacer sino una sola comida al día; pero no se prohibe tomar algo de alimento a la mañana y a la noche, guardando las legítimas costumbres respecto a la cantidad y calidad de los alimentos».
Errores
–La impugnación doctrinal de la mortificación voluntaria, hoy no infrecuente, apenas fue conocida en la antigüedad, y puede decirse que comenzó en Lutero, que la consideraba un tormento inútil y perjudicial, un sufrimiento que suponía insuficiente para nuestra salvación el dolor de Cristo en la Cruz. Y en el s. XVII la continuó también, partiendo de otras premisas teológicas, Miguel de Molinos: «la cruz voluntaria de las mortificaciones es una carga pesada e infructuosa, y por tanto hay que abandonarla» (Denz 2238).
–Otros hay que solamente impugnan la mortificación corporal, como si ésta implicara un dualismo antropológico hostil al cuerpo. Quienes así piensan sufren una mala antropología, como si el hombre fuera el alma, y el cuerpo algo ajeno y accidental, que no se hubiera visto implicado en el pecado ni en sus consecuencias.
Enseña Pablo VI: «La verdadera penitencia no puede prescindir en ninguna época de la ascesis física. Todo nuestro ser, cuerpo y alma, debe participar activamente en este acto religioso. Este ejercicio de mortificación del cuerpo –ajeno a cualquier forma de estoicismo– no implica una condena de la carne, que el Hijo de Dios se dignó asumir; al contrario», considera al cuerpo unido al alma, y no como un objeto extraño a ésta (Paenitemini 46-48).
José María Iraburu, sacerdote
27 comentarios
Espero que ayuden a muchas personas desanimadas por el peso de sus problemas a conocer la grandeza del don que encierran.
Gracias de nuevo.
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JMI.-SPablo se gloría en la Cruz de Cristo, y está "concrucificado" con Él (Gal 2,19; 5,14). Todas las negatividades ( - ) de nuestra vida han de ser positivizadas por la Cruz, el signo ( + ) total y universal. "Tome su cruz cada día y sígame".
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JMI.-Le copio de Las Orientaciones doctrinales que la Conf. Episcopal Española puso al nuevo Ritual de la Penitencia:
"La oración es indudablemente una de las formas de expresar y fortalecer la conversión [[es volverse a Dios]]; sin embargo, no debe imponerse la recitación de oraciones, en mayor o menor cantidad, como recurso normal para la satisfacción, con un criterio simplista de facilidad" (n. 65).
Pero se hace.
Ay, Señor...
Es una pena que se predique tan poco sobre estas cosas y que la gente se rasgue las vestiduras por el tema de la mortificación, pero sí se sacrifican por tener salud, hacen deporte exhaustivamente, aguantan a sus jefes todo tipo de impertinencias, se someten a cirugias estéticas cruentas...
Dios nos ilumine a todos y a usted lo bendiga.
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JMI.-Bendición +
Queria preguntarle, ¿es normal que vivamos como penitencia lo que deberiamos de vivir con gozo y como un regalo de Dios?. Me refiero a leer la Palabra de Dios, compartir con los necesitados nuestros bienes, visitar a ancianos enfermos etc. Viviendo en el Espiritu de Cristo, ¿no es todo esto algo por lo que debieramos estar inmensamente agradecidos?. ¿No deberiamos vivir las penitencias de tal manera que no penaramos por ellas por el Amor de Dios que hay en hacerlas?.
¿No es lo ideal que todo esto no llegara a costarnos porque Cristo pago el precio de nuestro egoismo(que es el que se resiste en nosotros), derramando SU Amor?. Penar y dolernos mucho, aunque serenamente, cuando pecamos, pero cuando reparamos, creo, que deberiamos gozarnos en y por el Señor.
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JMI.-De suyo la penitencia es una de las virtudes que más pueden alegrarnos, porque lo propio de ella es hacernos pasar de la cautividad a la libertad, de la enfermedad a la salud, de la muerte a la vida, de la tristeza de los pecados, aunque no sean mortales, al gozo de una mayor unión con Dios.
De hecho los santos más penitentes suelen ser los más alegres, p. ej., San Francisco de Asís.
Decimos amar a Dios pero lo dividimos. Sólo aceptamos de El las alegrías humanas y espirituales que nos reporta pero nada de querer acompañarLe en Su dolor y sufrimiento por nosotros.
Siempre nos preguntamos el por qué del sufrimiento y la pregunta sería el para qué. ¿Para qué sufrir por Cristo, con El y en El? Su artículo nos da la respuesta. Es sencillo, para Amar en plenitud. Es un Amor esponsal difícil de aceptar en estos tiempos en los que nadie está dispuesto a perder "su vida" para encontrar a Cristo.
Gracias, Dios le bendiga.
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JMI.-Bendición +
A cuento de lo que refiere usted, Padre, sobre la incomprensión -y hasta el frontal rechazo- a las penitencias corporales que impera entre las huestes "católicas" de hoy en día, le comentaré la siguiente anécdota:
Terminado uno de los retiros predicados por esa congregación y ya vueltos a su monasterio, me llama uno de los sacerdotes porque ha comprobado que se han olvidado las dos disciplinas de los predicadores, y me ha pedido que vaya al lugar, las retire y se las envíe en la primera ocasión propicia. Pero me hace una salvedad: la "operación" ha de hacerse en el mayor de los sigilos y a la brevedad posible, pues se teme fundadamente que si trasciende que los sacerdotes se autoflajelan cunda el escándalo, tanto en la parroquia que ha cedido el espacio físico para el retiro, como también entre los mismos participantes al retiro.
Por supuesto que eso entre católicos esto no debería causar ninguna extrañeza, pues hay una tradición más que milenaria que avala el beneficio de estas prácticas. Y el mismísimo S. Ignacio describe con crudeza las penitencias que se impuso estando en Manresa.
Pero bueno, así está el patio hoy.
Estamos en la "civilización del confort", que conste.
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JMI.-Pues sí, así está el patio.
Pero nuestro glorioso Señor Jeuscristo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
En la Liturgia de las Horas, en el Oficio de lectura, hoy rezábamos:
"Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente" (Sal 65).
Oremos, oremos, oremos.
Como es por la salud, no pasa nada.
Lo de las disciplinas es solo por la salud espiritual y es un signo de fanatismo (ironía, claro está)
Me ayudó a entender esto la lectura de la obra del P. Leonardo Castellani, víctima y denunciante de la tal persecución.
Y me lo corroboró mi experiencia de vida eclesial, pues he sido testigo del proceder de ciertas camarillas en perjuicio de sacerdotes irreprochables y de excelente doctrina.
Es que lo del "humo de Satán" no era cuento, entonces debemos estar preparados para el "buen combate" aún en el campo menos pensado.
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JMI.-Trigo y cizaña en el mismo campo del Señor, la Iglesia. Así es la cosa.
Que podamos decir como SPablo al final de su vida: "He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe" (2Tim 4,7).
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JMI.-Me parece perfectamente lícito, justo, equitativo y saludable, que si no ve usted en conciencia que el Señor le conceda la gracia de hacer penitecias físicas no las haga. (Bueno, haga sólo las ordenadas por la Iglesia:ayunos y abstinencias en sus días señalados).
Lo que no me parece bien es que afirme con firme firmeza que está en desacuerdo con el Magisterio apostólico y la enseñanza y ejemplo de Cristo y de los santos. Eso ya no.
Con el ejemplo de Cristo, que, p.ej., enseña el valor del ayuno (Mt 6,16-18), que él mismo practica. ¿No es una aflicción corporal la que se impone libremente guardando ayuno absoluto durante 40 días (cuarenta) con sus noches en el desierto? (Mt 4,2; Lc 4,2). ¿No creerá usted que un ayuno tan enorme lo hacía Jesús por perder unos kilos y mejorar su "look" antes de presentarse en su ministerio público?... Era un ayuno evidentemente penitencial, no por sus pecados, por supuesto, pero sí por los pecados del mundo.
Si Dios quisiera de verdad eso, sería un Díos despreciable.
Pero como es simplemente amor y nada menos que amor, sencillamente no puede querer todo eso.
Desde luego no cuenten conmigo para predicar disciplinas y mortificaciones.
No lo he hecho en 30 años de años de catequista y no voy a hacerl jamás
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JMI.-Que no lo haga, porque Dios no se lo da, no problema.
Pero que cargue como lo hace contra una enseñanza basada directamente en la Escritura, la Tradición unánime de Oriente y Occidente, el Magisterio apostólico, también el reciente (Poenitentiam agere, Juan XXIII; Poenitemini, Pablo VI), la enseñanza y ejemplo de los santos (SBenito, SIgnacio, SCatalina de Siena, StaTeresa, SFrancisco de Asís, etc.), y que a todo eso prefiera su propio juicio, eso ya me parece muy mal. Lamentable.
Hay un tratamiento estético que consiste en pinchar (generalmente la cara) con unas agujas muy finas, para introducir las plaquetas de la propia sangre. Creo que la cara se queda como un verdadero poema. Pues nadie se queja, es bien caro y no dura para siempre.
Hay que mirar con los ojos de la fe.
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JMI.-Que las penas de la vida (el bebé enfermo, etc.) son las más duras, las más humillantes, las más universales, etc. eso lo digo claramente en el escrito. Y efectivamente, las penitencias de mortificación corporales son menos duras. Entre otras cosas, porque si uno no puede con ellas, las retira. Y punto. Pero si Dios da hacerlas, son muy meritorias. Por eso las recomiendan el Magisterio, los santos, la liturgia cuaresmal, etc.
Simplemente afirmo que no enseñaré tal cosa.
Y que si Dios quisiera eso, yo no podría creer en un Dios tan poco paternal.
Si usted puede, no se lo reprocho. Solo le compadezco
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JMI.-Se compadece usted no tanto de mí, sino de lo que ha enseñado y vivido la Iglesia de Oriente y Occidente en 20 siglos.
Sería mejor que se compadeciera usted de sí mismo.
De mi mismo no porque confío en la misericordia del padre ¿Usted no?
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JMI.-Está muy bien que se confíe en la misericordia del Padre.
Pero convendría también que no se fiase usted de su juicio cuando es contrario a la Escritura, a la Tradición, al Magisterio apostólico y a la enseñanza y ejemplo de los Santos.
"Ego, contra omnes, dico vobis..."
Patético.
Echo de menos en las charlas cuaresmales, sacerdotes con el valor y la fe del Padre Iraburu.
Dios le bendiga.
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JMI.-Que un señor, catequista por más señas, diga, venga a decir: la Escritura, la Tradición, el Magisterio y los santos pueden cantar las alabanzas de la mortificación voluntaria. Pero YO ESTOY EN CONTRA, y por supuesto mi juicio sobre el tema debe prevalecer, al menos en mi vida, es una barbaridad de un calibre inconmensurable.
Y no es temerario pensar que quien aplica ese principio mental-moral al tema de las penas-autoimpuestas penitenciales, lo aplique también a cualquier otra cuestión de fe-moral que se le ponga por delante.
Un horror.
El relativismo (lo señalaba Benedicto XVI en su primer discurso) tiene fuerza para derrumbar vidas cristianas e Iglesias locales. Es una forma de apostasía, sencillamente.
Es que cuando todas esas cosas van en contra del sentido común, me cuesta mucho pensar que Dios pueda estar en contra del sentido común que tan generosamente nos ha concedido.
Soy consciente de que a pesar de que le llamen ·"padre" usted no tiene experiencia en paternidad, es decir no tiene hijos, pero ¿Cree usted que un padre decente puede desear que un hijo suyo se flagele para expiar no importa que culpa de la que sea responsable? Yo no puedo concebirlo.
Gracias a Dios (nunca mejor dicho) la mayoría de los obispos, párrocos, curas e incluso el mismo Papa, no están de acuerdo en la valoración (y el padre Iraburu) que hace usted de los catequistas.
Y si fuera de otra manera yo no llevaría 30 años siéndolo (y en diferentes parroquias, que la vida da muchas vueltas y uno cambia de domicilio de vez en cuando)
Es, más bien, de sentido sobrenatural y de fe.
Qui potest capere, capiat.
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JMI.-La fe nunca es contraria a la razón: sería absurdo creer que fuera posible, pues son dos luces de conocimiento que concede Dios al hombre: no pueden contra-decirse. Pero sí es cierto que la fe ve mucho más alto y profundo que la razón, y "el justo vive de la fe" (Rm 1,17), de "la fe operante por la caridad" (Gal 5,6).
Que una cosa, p. ej., enseñada y manda por la Iglesia no llegue a ser entendida por la razón, o no alcance a ser entendida concretamente por una persona, en modo alguno hace lícito que sea rechazada como absurda o perjudicial, y menos en público.
Como lo bueno, aunque sea en cantidad, nunca empacha, quizas algunos
catequistas podrían mejorar la vocación, si aceptaran una pequeña dosis de la misma medicina. Seamos humildes, (en plural) y aceptemos también ser
catequizados siempre que nos convenga; que en realidad engloba todo el
tiempo de nuestra existencia.
Tengo tres hijos. Los tres han estudiado en un colegio religioso (jesuitas). Desgraciadamente no tengo muy buena opinion sobre la formacion religiosa en la que los han educado. A pesar de los muchos años de educacion, principios y dogmas catolicos sobre la Salvacion, Redencion, Penitencia, son tan laxos e inconexos que he tenido que completar esa labor catequetica con mi propia formacion. No me extraña que con la labor de gente como ustedes la juventud se aleje cada vez mas de la Iglesia.
Me ha hecho mucho bien esta lectura y sus reflexiones y respuestas a los comentaristas. No se puede imaginar usted cuanto
Gracias, nuevamente
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JMI.-Bendigamos al Señor.
Bendición +
Se sale del tema ya hace varios comentarios.
No hablamos tampoco aquí de "el rigorismo absurdo y el planteamiento de la fe como el cumplimiento de unas leyes irracionales [de la Iglesia] lo que los aleja" [a los jóvenes]. Tratamos de la conversión penitencial y de los modos principales de expiación por los pecados propios y ajenos.
Gracias por su respuesta y paciencia
Lo primero es si podría brevemente explicar la distinción entre penitencia y mortificación.
Lo segundo: es sobre cuál es el criterio para descubrir a qué penitencias le mueve Dios a un alma. Porque hoy día, muchos de los miembros de la Iglesia que hacen penitencia/mortificación digamos que la tienen reglada (Carmelitas Descalzas, Opus Dei, Clarisas...) y en esa Regla se manifiesta para ellos la voluntad de Dios.
Los que no estamos sujetos a ninguna Regla de Vida, ¿el criterio es siempre consultar con el padre espiritual?
Gracias
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+Ya comprende, me figuro, que contestar comentarios repartidos en 600 posts ya publicados es cosa imposible para el bloguero.
No distinción penitencia-mortificación. Hay penitencias regladas y otras asumidas por propia iniciativa. Unos son más corporales, otras más espirituales; y otras las dos cosas a la vez. En principio no es necesario consulta al dir. espiritual, tratándose de pequeñas cosas; si son grandes-importantes, sí.
Bendición + JMI
Y muchas gracias por el artículo tan claro y necesario.
Padecemos una deficiente formación quienes hemos tenido ciertos catequistas, profesores, párrocos, etc. Un mal que lleva tiempo instalado. Poner como excusa el rigorismo, el cual desconozco, pero no niego, para justificar la actual laxitud, no ayuda en nada, simplemente traslada el péndulo al otro extremo.
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