(90) La ley de Cristo –XI. las Constituciones Apostólicas. 2
–Ya se ve que esos cristianos antiguos eran buena gente, si se les podía hablar así.
–Eran cristianos.
A través de las Constituciones Apostólicas del 380, seguimos contemplando la forma primera que el Espíritu Santo dió a la Iglesia en ese siglo IV tan importante, el primero en que los cristianos del Imperio romano gozaron de libertad cívica y pudieron organizar libremente su comunidades y cultos, sus instituciones y costumbres.
—La disciplina penitencial
Así lo mandó el Señor: «considera “como si fuera un publicano o un pagano” al [cristiano] que ha sido reprendido por una mala acción y no ha mostrado arrepentimiento” (Mt 18,17). Pero si después se arrepiente, nos comportaremos con él como hacemos con los paganos. Cuando quieren convertirse y apartarse del error, los acogemos en la Iglesia, para que escuchen la Palabra, pero sin comulgar [en la Eucaristía] con ellos, en tanto no hayan recibido la signación [bautismal] y hayan llegado a ser perfectos.
«De igual manera, mientras no hayan dado frutos de penitencia (Mt 3,8), permitiremos a los que se han arrepentido que entren [en la iglesia], para que escuchen la Palabra y no perezcan definitiva y totalmente. Pero no deben participar en la oración [de los fieles], sino que deben salir después de la lectura de la Ley, de los Profetas y del Evangelio, a fin de que, como resultado de su exclusión, corrijan su manera de vivir. Y deben tener interés en las asambleas diarias y darse a la oración, para que también ellos puedan ser admitidos, a fin de que quienes les vean se sientan interpelados por ellos y se mantengan firmes por miedo a que no les llega a pasar lo mismo» (Constituciones II,39,1-6).
«En todo caso, tú, obispo, no te alejarás con disgusto del que haya caído una primera y una segunda vez. No le impedirás que escuche la palabra del Señor, ni lo excluirás de la vida comunitaria, puesto que el Señor no se negó a comer con publicanos y pecadores, y dijo: “no necesitan médico los sanos, sino los enfermos” (Mt 9,12). A aquellos, pues, que por sus pecados han sido apartados de vuestra asamblea [sometidos a la disciplina penitencial], tratadlos con frecuencia, vivid con ellos, preocupaos por ellos, dadles ánimos, diciéndoles: “fortaleceos, manos débiles y rodillas vacilantes” (Is 35,3). Porque es necesario consolar a los que están apenados y dar ánimos a los desmoralizados, para no arriesgarse a que, por exceso de tristeza, se hundan en la demencia», pierdan la fe (II,40,1-3).
Las penitencias concretas impuestas por el obispo han de ser diversas: «para unos te limitarás sólamente a amonestarles; a otros les impondrás que socorran a los pobres; a otros les indicarás que hagan ayunos; a otros aún, les echarás fuera, según la gravedad de lo que se les imputa. Para los diferentes pecados, imponed castigos distintos» (II,48,1-3).
El obispo ha de acoger con todo amor al cristiano arrepentido, una vez cumplido el tiempo de la penitencia, como el padre de la parábola acogió al hijo pródigo: «el padre, en su bondad, lo acogió con músicos, le dió nuevamente el vestido que había tenido, el anillo y el calzado, y organizó una fiesta (Lc 15,22-29). Por tanto, tú, obispo, haz lo mismo. Así como después del baño y de la enseñanza haces entrar al pagano, de igual manera impondrás las manos al pecador, ya purificado por la penitencia. Y mientras todos oran por él, tú lo situarás nuevamente en el lugar que tenía anteriormente. La imposición de las manos [en el sacramento de la reconciliación] será para él como el baño [un segundo bautismo], ya que por nuestra imposición de las manos, el Espíritu Santo es dado a los que abrazan la fe» (II,41,1-2).
«Por el contrario, si ves que uno no se arrepiente, sino que permanece endurecido, entonces, con tristeza y dolor, apártalo de la Iglesia, puesto que se trata de un caso incurable: “extirparás el mal de en medio de ti” (Dt 17,7; 1Cor 5,13)» (II,41,9).
—No recurrir a tribunales paganos
«Para un cristiano es gran elogio que no tenga conflicto alguno con nadie. Pero si alguno se ve atrapado en un conflicto, que se esfuerce en resolverlo, aunque haya de sufrir algún perjuicio, pero que no acuda en modo alguno a un tribunal pagano. No admitáis que sean magistrados seculares los que juzguen vuestros asuntos. Por ellos el diablo hace recaer la culpa a los servidores de Dios y provoca sarcasmos. Como si nosotros no tuviésemos ningun hombre prudente que pueda dictar justicia entre nosotros y resolver los litigios» (II,45,1-2). Adviértase que a finales del siglo IV, cuando era ya un gran pueblo el que había sido un pusillus grex, todavía la Iglesia podía exhortar a los fieles a que se atuviesen a esta norma de San Pedro (1Pe 2,18-25) y de San Pablo (1Cor 6,1-8).
«Preferid resultar perjudicados y buscar cuanto favorece la paz. Porque si resultas lesionado en asuntos seculares, no sufres ningún perjuicio en los bienes divinos, desde el momento en que eres piadoso y vives según los preceptos de Cristo. Pero si los hermanos andan culpándose unos a otros, vosotros, los dirigentes, debéis entender en seguida que no obran como hermanos en el Señor, sino como enemigos peleadores» (II,46,1-2).
«Es preciso también perdonarse mutuamente las injusticias, ya que esto no concierne a los jueces, sino a las partes en litigio». Hay que saber perdonar setenta veces siete (Mt 18,2-1-22), como enseñó el Maestro. «Así deben comportarse los verdaderos discípulos, según la voluntad del Señor: que nadie tenga jamás nada contra alguien» (II,46,5-6).
«Vuestros procesos [eclesiásticos] deben tener lugar el segundo día de la semana, para que si vuestra sentencia es impugnada, haya tiempo suficiente hasta el sábado para examinar la impugnación y el domingo se pueda rehacer la paz entre las partes en desacuerdo. Los diáconos y presbíteros deberán estar presentes en el proceso. Deben ellos juzgar con imparcialidad, con justicia, como hombres de Dios (1Tim 6,11)» (II,47,1).
Llegado el domingo, «vosotros, obispos, cuando estéis a punto de empezar la oración, después de las lecturas, que el diácono, de pie junto a vosotros, diga en alta voz: “que nadie tenga nada contra nadie”. Y si se hallasen allí algunos que estuvieren en desaveniencia, se les estimulará en su conciencia, invocarán a Dios y se reconciliarán con sus hermanos». El saludo al entrar en un lugar ha de ser «paz en esta casa». Pero «si se pide para los demás la paz, cuánto más uno mismo debe permanecer en ella, como hijo de la luz (Jn 12,36); porque quien no tiene la paz en sí mismo, no está en condiciones de dársela al otro» (II,54,1-2).
—La Liturgia de la Eucaristía, signo y causa de la comunión eclesial
La descripción más amplia y exacta de la celebración de la santa Misa a fines del siglo IV la hallamos en las Constituciones Apostólicas, especialmente en el Libro VIII, pero también en otros Libros, como el II. La celebración eucarística que describe es muy semejante a la actual. Destaco sólo algunos puntos, que no se refieren tanto a la forma concreta de los ritos, sino al pueblo cristiano congregado en Cristo.
El orden interior del templo. «Cuando reunes tú, obispo, a la Iglesia de Dios, exige, como el piloto de un gran navío, que los reunidos se comporten con gran disciplina, y manda a los diáconos, como si fueran los marineros, que, con gran solicitud y dignidad, asignen sus lugares a los hermanos, que son como los pasajeros. El edificio será alargado, y vuelto hacia el Oriente. Se parecerá a un navío» (II,57,2-3). Los jóvenes, los ancianos, los niños, las jóvenes, las casadas, las vírgenes, viudas y ancianas, todos ocuparán su lugar propio: «El diácono preverá los espacios necesarios, a fin de que, en el momento de entrar, cada uno se dirija a su lugar. Igualmente vigilará para que nadie cuchichee, ni duerma, ni ría, ni haga señas. En la iglesia es preciso estar atento, sobrio y despierto, con el oído atento a la Palabra del Señor» (II,57,10-13).
Todos reciben la comunión eucarística. Terminada la liturgia de la Palabra y la oración universal de los fieles, «acto seguido, tendrá lugar el sacrificio. Todo el pueblo estará de pie y orará tranquilo. Cuando la oblación se haya realizado, cada grupo por separado comulgará con el cuerpo del Señor y con su preciosa sangre, ordenadamente, con respeto y piedad. Las mujeres, al acercarse a comulgar, llevarán la cabeza velada, tal como conviene que haga el grupo de las mujeres. Habrá quien guarde las puertas [el ostiario], para que no entre ningún infiel o alguien que no esté iniciado» (II,57,21).
«En el caso de que entre un hermano o una hermana que hayan traído cartas de recomendación [litteræ comendatitiæ] de otra parte, el diácono examinará su situación y verificará si se trata de creyentes, si forman parte de la Iglesia, si no se han manchado con una herejía. Con esta información, sabiendo que son verdaderos creyentes y se encuentran en comunión de pensamiento en cuanto concierne al Señor, el diácono conducirá a cada uno al lugar que le corresponde». Si es obispo, se le invitará a predicar y a ofrecer la Eucaristía, pero si declina el honor, «tú le urgirás para que al menos dé la bendición al pueblo» (II,57-1-3).
Se ha de participar en las reuniones litúrgicas asiduamente. «Tú, obispo, en tu enseñanza recomienda y persuade al pueblo que frecuente asiduamente la iglesia, cada día, mañana y tarde, y no se dispense de asistir en modo alguno, sino que acuda a la reunión sin cesar. Que no mutile a la Iglesia, apartándose de la misma, y que no ampute un miembro del cuerpo de Cristo. Y éstas son palabras que no conciernen sólo a los sacerdotes, sino también a los laicos. Cada uno de ellos, si reflexiona, debe entender que el Señor dijo para él: “el que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Mt 12,30).
«Puesto que vosotros sois los miembros de Cristo, no os disperséis, pues, faltando a las asambleas. Ya que según su promesa vosotros tenéis a Cristo por cabeza, unido a vosotros y en comunión con vosotros, no os mostréis descuidados con vosotros mismos, no dividáis su cuerpo, no debilitéis a sus miembros y no deis preferencia a los asuntos seculares por encima de la palabra divina, antes bien, reuníos cada día, mañana y tarde, para salmodiar y orar en las casas del Señor. Sobre todo el día del sábado y el día de la resurrección del Señor, el domingo, tened aún más solicitud por reuniros, para elevar vuestra alabanza a Dios, que creó todas las cosas por Jesús, que nos lo envió, que aceptó que sufriera y que lo resucitó de entre los muertos. ¿Cómo podría justificarse ante Dios el que no se une a la asamblea en este día para escuchar la saludable doctrina sobre la resurrección?» Este día, elevamos oraciones, hacemos lecturas de la Escritura sagrada, realizamos «la ofrenda del sacrificio y recibimos el don del sagrado alimento» (II,59,1-4).
Los cristianos alejados vienen a ser apóstatas. «¿Acaso no sería un enemigo de Dios el que se afana día y noche en los asuntos temporales, pero es negligente con “los bienes eternos” (2Cor 4,18), aquel que se entrega a los baños y a toda suerte de alimentos perecederos, pero no se preocupa de los bienes que duran eternamente?» (II,60,1). Los paganos se reúnen en sus templos y los judíos en las sinagogas. «Y tú, ¿cómo te justificarás delante de Dios, el Señor, si además de que abandonas su Iglesia y no imitas ni a los paganos, te conviertes, por tu desafección, en indiferente, apóstata o pérfido? ¿Cómo podrá justificarse el que se haya mostrado negligente con la Iglesia de Dios o se habrá alejado de ella?» (II,60,4-5).
Los alejados no tienen excusa. «Si alguno presenta como pretexto de su negligencia que está ocupado con su trabajo, que sepa que para los fieles los oficios son trabajos suplementarios y que su labor es la religión. Ejerced, pues, vuestros oficios como algo complementario, para vuestra subsistencia, pero como obra capital, practicad la religión, como dice el Señor: “esforzaos no por conseguir el alimento transitorio, sino el permanente, el que da la vida eterna” (Jn 6,27)» (II,60,6).
Vivamos en la Casa de Dios, sin abandonarla. «Haced vuestras las leyes de Dios y consideradlas más preciosas que los asuntos seculares. Concededles el mayor respeto y acudid a la Iglesia de Dios, “que Él ha adquirido con la sangre de Cristo” (Hch 20,28; 1 Pe 1,19). Ella es la hija del Altísimo, ella os ha alumbrado por la palabra de la gracia y “ha hecho que en vosotros tomara forma Cristo” (Gal 4,19), con el que habéis sido asociados y del que sois miembros sagrados y elegidos, “sin mancha, ni arruga, ni cosa parecida, ya que sois irreprochables y santos” (Ef 5,27)» (II,61,4-5).
Sin comentarios.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
11 comentarios
¿La vida del pueblo cristiana era como se indica en las constituciones, o eran estas más bien un ideal?
¿Tenemos documentos que confirman que así vivían la comunidades cristianas?
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JMI.- Hombre, por supuesto que en el pueblo cristiano había entonces cristianos perfectos, medianejos y malos (sujetos incluso a disciplina penitencial). Pero el mismo hecho de que el pueblo cristiano "resistiera" unos planteamientos tan santos y evangélicos, y que las Constituciones Apostólicas hubieran tenido tantas traducciones y citas posteriores, indica que el nivel general de la vida cristiana era indeciblemente más alto que el actual.
Hay homilías de S. Agustín, p.ej. (cito de memoria) de este estilo: "Se alegra mi espíritu contemplando el cuerpo de Cristo, congregado en esta santa asamblea, en la que resplandece la belleza de Dios en este Jardin suyo, donde maravilla la castidad de las vírgenes y de las viudas, la fidelidad sagrada de los esposos", etc. Esa predicación en una parroquia de hoy es impensable. A no ser que el cura esté bebido.
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JMI.- Buena pregunta.
Como usted comenta: "eran cristianos"... el verdadero cristiano, todos los asuntos de su vida, los lleva a la oración, es decir a Dios, y desde allí actúa.
Comparto unas frases del Papa Benedicto XVI en su libro "Jesús de Nazaret" que me parece viene al caso:
"Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, que se puede dejar de lado temporal o permanentemente en nombre de asuntos más importantes, entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes.
No se puede gobernar la historia con meras estructuras materiales, prescindiendo de Dios. Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón sólo puede venir de Aquel que es la BONDAD misma, el Bien.
En este mundo hemos de oponernos a las ilusiones de falsas filosofías y reconocer que no sólo vivimos de pan, sino ante todo de la obediencia a la PALABRA DE DIOS. Y sólo donde se vive esta obediencia nacen y crecen esos sentimientos que permiten proporcionar también pan para todos."
Gracias padre y Dios lo siga bendiciendo.
Respecto a saber quién iba a entrar en la iglesia, si era de fuera y que tuviesen que llevar cartas de recomendación, da idea de la importancia que le daban a ser verdaderos cristianos y no aceptar a los herejes, apóstatas.. igual que ahora...
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JMI.- Ya se entiende lo que quieren decir las Constituciones. Como se entiende lo que dice Cristo "no servir a dos señores", "venderlo todo y comprar el campo con el tesoro". Por supuesto que un laico ha de cumplir fielmente sus obligaciones familiares y laborales.
"La vieron arrastrarse a lo lejos y, por un momento, pensaron que era un animal. No es de extrañarse, pues Olivia no tiene piernas. Fue al acercarse cuando las religiosas se dieron cuenta que lo que tenían delante era una joven de 25 años.
Las Hermanitas de los Ancianos Desamparados viven en Chissano, Mozambique, y ahí atienden a sus queridos pobres, con todo el amor con que una religiosa enamorada de Cristo y de las almas es capaz. Todos los días atienden a las personas, les transmiten la fe y buscan paliar un poco el dolor en que viven.
Olivia provenía de una localidad a cuatro kilómetros de Chissano. Todos los domingos tenía que gatear esa distancia para poder participar en la Misa. En las épocas de más calor, la arena del camino le quemaba las palmas de las manos, pero ello no impidió que su corazón, que ardía en amor más que el mismo sol, buscase el consuelo de Dios.
Al principio, Olivia recibió la preparación catequética gracias a una persona que se acercaba a su domicilio, pero para la misa no le quedaba otra opción que serpear por el camino los cuatro kilómetros. ¡Bien valía la pena!
Ahora, gracias a un bienhechor, Olivia puede moverse en una silla de ruedas, que le ayuda a recorrer más fácilmente su ya conocido camino. "
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Sinceramente, me parece mucho mejor llevarlos a los tribunales públicos que cambiarlos de parroquia o no hacer nada. Además, si yo, seglar católico, al cometer un delito debo moralmente comparecer ante la justicia pública, ¿por qué no un sacerdote que abuse de un menor? ¿Qué garantías se ofrece a la víctima?
La cuestión de los tribunales civiles creo que es muy delicada, y que hay que tener en cuenta varios aspectos. Que yo sepa:
1- Cada uno es responsable de sus actos. En algunos casos "institucionales", si una persona se ha puesto bajo el cuidado de una institución, ésta podría tener una responsabilidad subsidiaria.
2- No hay obligación moral ni jurídica de denunciarse a sí mismo, ni de denunciar a una persona próxima. (No se mete en la cárcel al padre de un drogata por no haberlo denunciado).
3- Las leyes (civiles y eclesiásticas) no tienen que castigar necesariamente con su peso todos los pecados, pues puede suceder que ese castigo prodúzca más daño que el bien que se trata de defender.
4- Independientemente de las leyes (civiles y eclesiásticas), hay obligación moral de reparar los daños producidos... en la medida de lo posible.
5- Existe un cierto derecho al honor y a la honra, que lleva a que no se publiquen datos de pecadores y/o delincuentes, salvo que sean de hechos notorios y de relevancia pública.
6- La finalidad del derecho canónico es la salus animarum, no el mero castigo punitivo.
7- La moral es más importante que las leyes (afirmación que hoy no se acepta en la mayoría de los ambitos civiles).
Con todo esto considero razonable afirmar:
8- Un niño enfadado por una tontería irracional rompe unos cristales caros de la casa del vecino. El vecino reclama a su padre, que paga los daños. Ni el vecino ni el padre denuncian al hijo por un delito de vandalismo, destrozos, o como se llame.
9- (Para algunos "legalistas", habría que meter en la cárcel al hijo por los destrozos, al padre por encubridor, y al vecino por evasión de impuestos al recibir el importe de los daños).
10- Los abusos a menores, de por sí, no parecen una cuestión de órden público, ni que tenga que afectar a instituciones (civiles o eclesiásticas) más allá de ser un caso institucional, sucedido en actividades parroquiales, escolares, deportivas, etc.
11- Por su propia naturaleza (terrible), puede producir daños profundos en la psicología del niño. Un proceso judicial en el que tenga que declarar puede disminuirlos (por quitarse un peso de encima) o aumentarlos (por volver a rememorar): dependerá de la persona concreta y sus circunstancias.
12- Ante un caso de abuso a un menor en una institución, parece posible que su padre acuda al superior de la misma, que se indemnice en lo posible a la víctima y que se tomen medidas de castigo y para evitar la reincidencia del agresor culpable.
13- Peeero: si años después ese mismo padre acude a los tribunales, en una cuestión que se considera "sensible", esa institución podría quedar en muy mal lugar... de modo artificial e injusto.
En resumen, mi opinión personal sobre la norma de "obligación de denuncia ante las autoridades civiles" me parece que:
14- Actualmente es conveniente para defender a la Iglesia de los duros ataques recibidos.
15- Puede ser perjudicial para las víctimas, en algún caso.
16- Sirve para que los superiores de los denunciados se tomen muy en serio tanto la prevención como las medidas de reparación y castigo necesarias.
Perdón por la extensión, pero creo que los problemas complejos requieren un minimo de análisis. Incluyo unos nº de párrafo para facilitar el trabajo a quien vea oportuno discutir y precisar estas afirmaciones.
Y vaya por delante mi aceptación de todo lo que indica la Nuestra Santa Madre Iglesia, y mi retractación automática de cualquier error o herejia, etc. etc.
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JMI.- Largo, extenso, es cierto. Pero no sobra una línea.
Un saludo,
cristina
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JMI.- Nos salimos del tema. Estamos contemplando la primera configuración pública que la Iglesia, con una libertad civil recién adquirida, va realizando por obra del Espíritu Santo en el siglo IV y siguientes. Concretamente consideramos las Constituciones Apostólicas del 380.
Que a principios del siglo XXI convenga o no denunciar ciertos pecados/delitos a los tribunales civiles es un tema muy distinto. Y como bien dice Cristina debe regirse hoy por las normas que ha dado el Papa. No estamos estudiando aquí-ahora "este tema", ni vamos a derivar a él nuestro estudio.
Sin duda, aquel pobrecito de Asís, sin los dones del Espíritu Santo Constructor, no hubiera podido llevar a buen puerto la obra encomendada por el Señor.
Creo en la Iglesia, guiada por el Espíritu a través de las manos de Benedicto XVI. Y me identifico con él, con sus sufrimientos, su carga enorme, porque -como él- sé que he sido llamada a la santidad y que mi santidad, como la suya, como la tuya, y la tuya..., son necesarias para completar la obra de la Iglesia. Oración, Sacramentos, Escrituras, blogs como este, y un espíritu decidido y confiado, esperanzado. San Francisco bendecía así: "Sumo y omnipotente Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón. Y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, para cumplir tu santo y veraz mandamiento". Amén.
Saludos a todos,
cristina
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