4.06.16

Intentos de unidad: Conmemorar la Reforma

No han faltado, en la historia de la Iglesia, serios intentos de restablecer la unidad con los que, en algún momento, se habían separado de la comunión con Roma. Recordemos, por ejemplo, el Concilio II de Lyon  (1274) o el Concilio de Florencia (1445).

De cara a la conmemoración conjunta luterano- católico romana de la Reforma, en 2017, no podemos hablar de un concilio, pero sí de un momento importante, que ha sido preparado por un documento, titulado “Del conflicto a la comunión”, del que se hacen responsables la Federación Luterana Mundial y el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.

Es un texto bastante extenso y solo voy a fijarme en el capítulo sexto del mismo, en el que se señalan “cinco imperativos ecuménicos”:

1. “Católicos y luteranos deben comenzar siempre desde la perspectiva de la unidad y no desde el punto de vista de la división, para de este modo fortalecer lo que mantienen en común, aunque las diferencias sean más fáciles de ver y experimentar”.

Obviamente, lo que hay en común es algo muy serio, el Bautismo, que incorpora al cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

2. “Luteranos y católicos deben dejarse transformar a sí mismos continuamente mediante el encuentro de los unos con los otros y por el mutuo testimonio de fe”.

No es malo que, los bautizados, nos esforcemos por convertirnos cada día más a Cristo.

3. “Católicos y luteranos deben comprometerse otra vez en la búsqueda de la unidad visible, para elaborar juntos lo que esto significa en pasos concretos y esforzarse continuamente hacia esa meta”.

La unidad se rompió en el siglo XVI. Esa no era la voluntad de Cristo. Hay que hacer lo posible para recuperarla.

4.“Católicos y luteranos deben juntamente redescubrir el poder del evangelio de Jesucristo para nuestro tiempo”.

Los cristianos tenemos que ser misioneros, y la división entre nosotros dificulta esa tarea misionera.

5. “Católicos y luteranos deben dar testimonio común de la misericordia de Dios en la proclamación y el servicio al mundo”.

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3.06.16

El cardenal Cañizares y la intolerancia

Parece que si un obispo habla y dice lo que, en conformidad con el patrimonio doctrinal y moral de la Iglesia, puede y debe decir, se arma la marimorena. Y suelen ser los mayores defensores de la diversidad, de la tolerancia y de la inclusión los que menos soportan la discrepancia. No están dispuestos a que nadie los contradiga.

Como saben que no tienen razón – en el fondo de sí mismos quizá sepan que están equivocados  – , no les queda otro recurso que el de la presión y el de la fuerza, el de la amenaza y el de la condena a la muerte (de momento, civil) de quien no esté dispuesto a comulgar con ruedas de molino. El recurso al ruido y a los gritos. El recurso a la confusión.

No hace falta ser obispo ni cardenal para tener muchas reservas, hasta para oponerse, a lo que uno ve, en conciencia, que atenta contra las exigencias éticas fundamentales y, por consiguiente, contra el bien integral de la persona.

No hace falta ser obispo ni cardenal para tener muchas reservas, hasta el punto de oponerse a leyes civiles que permitan el aborto o la eutanasia. Incluso los países menos totalitarios prevén la objeción de conciencia para los profesionales que pudiesen verse implicados, sin su deseo, en ese tipo de “prestaciones”.

No hace falta ser obispo ni cardenal para tener muchas reservas, hasta oponerse a leyes que no protejan ni respeten los derechos del embrión humano. Y los países menos totalitarios no obligarán, por ejemplo, a los médicos a practicar todo tipo de experimentos con embriones, aunque estos experimentos estén aprobados por las leyes civiles.

Lo mismo vale con relación al matrimonio y a la familia. Es perfectamente legítimo pensar y defender públicamente en un Estado no totalitario lo que uno considera que es verdad: por ejemplo, a la familia, basada en el matrimonio monogámico entre hombre y mujer, o la libertad de los padres en la educación de sus hijos.

También es perfectamente legítimo defender, en un Estado no totalitario, que el ser varón o mujer forma parte de la naturaleza humana, sin que quepa reducir la diferenciación sexual a una especie de opción de la libertad que haga abstracción de lo que somos por nacimiento.

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1.06.16

El corazón habla al corazón

Ian Ker en su John Henry Newman. Una biografía, Madrid 2010, recoge un dato interesante: Una semana después de llegar a Roma, en 1879, para ser creado cardenal, Newman escribió a Birmingham para pedirle a uno de su comunidad – de Oratorianos – que averiguara si las palabras ‘cor ad cor loquitur’ (“el corazón habla al corazón”) se encontraban en la versión Vulgata de la Biblia o en Tomás de Kempis. Había olvidado, Newman, que él mismo había atribuido esas palabras, en su Idea of a University, a San Francisco de Sales.

En la página web del International Centre of Newman Friends podemos leer una glosa muy interesante sobre esta frase, que sería el lema cardenalicio del gran converso inglés. ¿Qué quiere decir que “el corazón habla al corazón”? Un primer nivel de referencia sería el diálogo intratrinitario, pero es este un diálogo que quiere expandirse y abarcarnos también a nosotros. Y este “exceso” se ha llevado a cabo con la Encarnación del Verbo.

Dios es un Dios personal que no deja de comunicarse, en Jesucristo, “de corazón a corazón” con cada uno de nosotros. Y esta comunicación se expande a otros hombres; hace posible el hablar “de corazón” al otro.

No valen solo las argumentaciones para atraer a alguien a Cristo; hace falta algo más: hace falta el testimonio, el compromiso de la propia vida. Hace falta la santidad. La verdad de Dios se transmite de corazón a corazón, como una candela enciende otra. “Pocos hombres  grandes – nos dice Newman – bastarán para salvar al mundo por siglos”.

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31.05.16

El Sagrado Corazón

El corazón, en su sentido bíblico, indica lo más profundo del ser, la raíz de los actos, donde la persona se decide o no por Dios. Es el lugar del encuentro y de la alianza del hombre con Dios, como explica el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2563).

La alianza nueva y definitiva entre Dios y la humanidad se ha establecido para siempre en Jesucristo. En el Corazón del Redentor se encuentran el amor humano y divino con que Jesucristo ama continuamente al Padre y a todos los hombres.

Grandes testigos de la espiritualidad cristiana han vivido y propagado la devoción al Corazón de Cristo; entre ellos, San Bernardo, San Juan Eudes o santa Margarita María de Alacoque.

La Iglesia aprobó, acogió y difundió el culto al Corazón de Jesús. En 1765 se concedió la primera aprobación pontificia a este culto. Y los Papas de la era contemporánea, desde el beato Pío IX hasta Juan Pablo II, han defendido y recomendado vivamente la devoción al Sagrado Corazón. También Benedicto XVI ha recordado que “en el corazón del Redentor adoramos al amor de Dios por la humanidad, su voluntad de salvación universal, su infinita misericordia” (Angelus del 5-VI-2005).

La Liturgia ve en el Sagrado Corazón el símbolo de la grandeza del amor de Dios a los hombres, manifestado en Cristo, de cuyo corazón traspasado manaron los sacramentos de la Iglesia.

La piedad de los fieles, alimentada en las fuentes vivas de la Escritura, que nos hace conocer el corazón de Cristo, y de los textos litúrgicos, puede encontrar también hoy en la devoción al Sagrado Corazón un medio de acrecentar el amor a Jesús y el deseo de identificarse con Él.

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30.05.16

Las iglesias siempre abiertas

“La Iglesia ‘en salida’ es una Iglesia con las puertas siempre abiertas”, dice el Papa. Y añade: “Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes” (Evangelii gaudium, 46-47).

Tiene razón el Papa. El deseo de cualquier párroco, o de cualquier responsable de una iglesia, es que las puertas estén abiertas durante el mayor tiempo posible. Recuerdo al párroco de mi parroquia natal, que se negaba a cerrar, durante el día, la iglesia: “No soy el carcelero de Dios”, decía.

Pero los deseos, por buenos que sean, no siempre equivalen a la realidad. La realidad, lo que es, se impone con una contundencia absoluta. Y esa realidad nos dice que lo ideal no siempre es lo más prudente; lo que, de modo razonable, podríamos llevar a cabo aquí y ahora.

Durante el día, durante bastantes horas del día, es posible acceder a la Basílica de San Pedro. Pero no sin pasar unos controles de seguridad muy parecidos a los de los aeropuertos. ¿Justificados? Sin duda. Justificadísimos. No se trata solo de velar por la integridad de la Basílica, sino también por la de quienes la visitan.

Otros templos del mundo – la Iglesia es muy grande – no corren, quizá, tantos riesgos, pero tampoco tienen los medios de seguridad de los que dispone la Basílica de San Pedro. Y una norma de prudencia, a mi modo de ver, aconseja no dejar la iglesia abierta sin nadie que vigile. Y los sufridos feligreses no pueden vigilar durante todo el día.

El ideal es claro: la iglesia abierta. La realidad habrá de moderar ese ideal en el plano de lo razonablemente posible. Y todos, o muchos, tenemos experiencias desagradables de lo que puede pasar si la iglesia está abierta sin nadie que vigile. La peor posible, pero, por desgracia, no extraña, es la profanación de la Eucaristía.

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