25.06.16

Calumnia, que algo queda: La “Operación Retablo”

La calumnia, dice el Diccionario, es la “acusación falsa, hecha maliciosamente para causar daño”.

Y calumniar, han calumniado. A gusto. Por el solo afán de hacer daño a la Iglesia. Por nada más que eso, pero tampoco por nada menos que eso.

Me refiero a la así llamada “Operación Retablo”, una supuesta, o real, oscura trama de amaños en la restauración de arte sacro. Se trató, por todos los medios, de involucrar a un Obispo y a dos sacerdotes en el asunto. Sin base alguna. La verdad es que, algunos de los acusadores, quisieron mezclar en el tema a cuantos más curas, mejor. Sin fundamento objetivo, pero eso era lo de menos.

Si alguien, en ese proceso, no se ha portado bien, que sea juzgado. Pero es absurdo culpar a quienes nunca han tenido culpa. A quienes no han ganado ni un euro. Si a un párroco se le ayuda, con todos los permisos oficiales, a restaurar un retablo, no dirá que no. Pero el retablo no está en su salón privado, sino en la iglesia parroquial.

Pocas veces se piensa en que solo por velar por el patrimonio cultural – muy generalmente,  el único que hay en los pueblos y aldeas – los curas ya merecerían un buen sueldo. Lejos de eso, solo se amenaza con impuestos, con el famoso “IBI” y demás. Se ha perdido la racionalidad y la sensatez.

Todo lo que suene a Iglesia es sospechoso. Yo, que soy de tendencia un poco liberal en lo económico, casi sería partidario de cerrar todas las parroquias que no fuesen económicamente solventes. Pero esta opción condenaría al abandono más absoluto a las parroquias rurales, a las buenas gentes que desean contar con la celebración de la Santa Misa o con un entierro católico.

Sería injusto si se les concediese a partidos, sindicatos, fundaciones, etc., lo que se le negaría a la Iglesia Católica. ¿Qué debe primar: el bien de las personas o los intereses de un Estado totalitario?

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22.06.16

Cuidar más a nuestros feligreses

La parroquia, dice el Código de Derecho Canónico, es “una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio”.

Es una definición interesante: una comunidad de fieles, estable, con un pastor propio, que es el párroco. Obviamente no es una iglesia particular, sino que forma parte de una iglesia particular, presidida por el Obispo.

Muchas veces me pregunto cómo lograr que nuestras parroquias sean lo que han de ser. Y no pienso en términos de eficiencia o similares. Es verdad que esos parámetros no deben ser desdeñados sin más. Pero, la Iglesia, aunque está en el mundo, no es del mundo. No es una empresa ni una multinacional. Ni la parroquia es una franquicia. Es otra cosa.

Es una comunidad de fieles. El vínculo de unión que relaciona a todos los feligreses es la profesión de la fe, la oración, la vida cristiana y la celebración litúrgica. Es eso y no otra cosa. Una parroquia no es un club de fútbol, una agencia de viajes o un sindicato. Es una parroquia.

Y se trata de una comunidad estable, permanente, dentro de lo que nuestro mundo permite, hoy, que sea estable y permanente. En la mayor parte de los casos, ambas cualidades – estabilidad y permanencia – vienen dados por el lugar de residencia. Por la presencia en un determinado territorio.

Pero un territorio, en sí mismo, no es nada. Lo importante es quien habita ese espacio. Y, en eso, en la atención a las personas, sí que debemos mejorar, pienso yo.

El Papa habla mucho de la “Iglesia en salida”, de las “periferias” y demás. En el fondo, se trata de lo mismo de siempre: de que la Iglesia sea misionera.

Yo creo que una parroquia es misionera si cuida a sus feligreses. No es nada fácil hacerlo, pero hay que intentarlo. Hoy un católico es como un misionero que se adentra en un mundo indiferente, amigable, a veces, o, hasta, hostil. Cada uno de nuestros feligreses suele vivir en “territorio comanche”. Las personas que vienen a Misa son personas que, en su familia, no siempre están rodeadas de comprensión hacia la fe o la vida de fe. A veces, sí; muchas otras, no.

Pero, estos misioneros, que suelen ser las personas mayores, tienen la virtud de la fortaleza. La fe los ha acompañado a lo largo de sus vidas y no quieren, al final de las mismas, apostatar.

Es de justicia hacer todo lo posible para no abandonarlos. Y es, incluso, la mejor opción misionera no hacerlo.

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16.06.16

Mucha presencia católica y poco efecto en los programas

La revista “Vida Nueva” ha encargado una encuesta para sondear la intención de voto de los católicos en España.  El 39,8% respaldaría al partido de Mariano Rajoy el próximo 26 de junio; el 23,8% se decantaría por los socialistas; el 15,5% por el partido de Albert Rivera; y un 14% por la coalición Unidos Podemos.

¿Pues qué quieren que les diga? Que, como católicos, no votamos. Votaremos, en todo caso, como ciudadanos que, además, somos católicos. El catolicismo en este caso, el del voto, es adjetivo y no sustantivo. Como católicos mucho me temo que no podríamos votar a nadie. Pero el reino de Dios no es de este mundo. A la hora de votar, nos encontramos con una triste opción: votar entre lo malo y lo peor. O no votar. O votar a quien nadie vota.

Obviamente, entre quienes son más agresivos contra los católicos y quienes lo son menos, estaré a favor de los segundos. El martirio es una gracia, pero buscar el martirio, por gusto, suena a otra cosa, no precisamente muy católica. Por otra parte, la mayoría de los votantes es gente mayor – así está la natalidad en España – y es, entre la gente mayor, donde más se conserva la fe.

Es impensable creer que los católicos – tan diversos entre nosotros, tan libres, en suma – votemos al unísono. Pero es surrealista que, transversalmente, como se suele decir, no seamos capaces de apoyar lo que el papa Benedicto XVI llamaba “valores no negociables”.

Y citemos al papa Benedicto: “Es importante notar lo que los Padres sinodales han denominado coherencia eucarística, a la cual está llamada objetivamente nuestra vida. En efecto, el culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana”.

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15.06.16

Totalitarios y ridículos

El Diccionario define el “totalitarismo” de la siguiente manera: “Doctrina y regímenes políticos, desarrollados durante el siglo XX, en los que el Estado concentra todos los poderes en un partido único y controla coactivamente las relaciones sociales bajo una sola ideología oficial”.

La sociedad controlada, sometida. El Estado como máximo poder, como único poder. Y un solo “partido” – que, en la práctica, pueden ser más de uno, pero dentro de la “norma” - que regula y dirige absolutamente todo: el pensamiento, la palabra, las acciones y las relaciones.

Que asalten una capilla no es, al menos en Galicia, novedad. Lo hacen cada día. Iglesias y capillas rurales son objeto habitual de robos y de atentados contra la religión, la propiedad y el patrimonio. Normalmente, no parece que exista, en estas actuaciones vandálicas, una carga ideológica. A veces, sí, como se ha podido comprobar recientemente en unas iglesias de Narón.

La profanación de la capilla de la Universidad Autónoma de Madrid es un ataque claramente motivado por una obsesión ideológica, a la vez totalitaria y ridícula. Entrar a la fuerza en una capilla para llenarla de pintadas en las que se lee “educación laica” y “aborto libre” es una muestra de intolerancia que denota, al mismo tiempo, muy poca inteligencia. Sería como manifestarse en agosto en Sevilla pidiendo: “¡que haga calor!". O en Santiago, durante casi todo el año, implorando: “Que llueva, que llueva”

Quienes perpetran esas agresiones no defienden su libertad de pensar de otro modo. No. Pretenden que nadie pueda discrepar de ellos. Quieren que todo el mundo apueste – independientemente de sus convicciones – por lo que llaman una “educación laica” – léase “atea” – y por un “aborto libre” – léase “obligatorio” - . No admiten, como totalitarios que son, que alguien pueda pensar, con buenas razones, que la educación ha de incluir el cultivo intelectual de la dimensión religiosa del ser humano. Y que la escuela pueda ser sensible a ese deseo, a ese derecho, de los padres y de los alumnos. Esa mínima posibilidad de discrepancia, de libertad, ni la contemplan.

Tampoco conciben, ni se les pasa por la cabeza, que alguien normal muestre sus motivos a favor del derecho a la vida de los seres humanos concebidos y aún no nacidos. Preguntar, simplemente preguntar, si no hay que pensárselo dos veces antes de matar a un embrión humano, es un reto que les ofende profundamente. La duda, para ellos, ofende. Ante la duda, aborto. Ante la duda, muerte.

Pero, además de estar adornados por este cariz totalitario, quienes perpetran estas acometidas son, encima, muy ridículos. ¿Reivindicar la educación laica en España? Ya lo es. Para encontrar un mínimo espacio de religión en el ámbito educativo hay que pedir – en la escuela pública – la clase de Religión, que es un derecho de los padres, o bien apuntarse a una escuela confesional. Quien no quiera ni oír hablar de religión lo tiene más fácil que quien busque una enseñanza en la que se tome en cuenta la religión.

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14.06.16

Blasfemos y cobardes

Faltar públicamente al respeto a Dios o, por extensión, a la Virgen María, a los santos o, incluso, a la Iglesia, se ha convertido, parece, en un recurso fácil de promoción personal o de agitación política, por parte de “artistas” con afán de notoriedad o de grupos radicales igualmente necesitados de que se hable de ellos.

Es ciertamente lamentable que estas cosas sucedan. Y uno, que las repudia, siempre se ve, a la hora de repudiarlas, en una especie de dilema. No se sabe qué es mejor o peor. Darle notoriedad a un blasfemo – persona o colectivo - es propiciar que se hable de él, que es, en el fondo, lo que busca. Callar del todo tampoco es coherente con la fe y con el honor que debemos tributar a Dios y a lo sagrado.

No creo que haya que callarse. Hay que protestar contra eso. Sobre todo, desagraviando, que equivale a una reparación ante Dios. Muchos ofenderán, o querrán hacerlo, a Dios. Si desagraviamos, estamos presentando nuestra protesta ante lo que es absolutamente injusto. Y no hay mayor injusticia que ofender a Dios.

También los católicos, y los demás creyentes, debemos pedir el amparo de las leyes que, en última instancia, se apoyan, o dicen hacerlo  – con un mayor o menor grado de incoherencia – , en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que habla de la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Y esa Declaración Universal, en lo que tiene de mejor, se basa en la ley moral natural.

A mí me ofenden todas las blasfemias. Pero, si alguna me resulta especialmente aborrecible, es la blasfemia contra María, la Madre de Jesús, la Madre de Dios. Hay que ser de lo peor para ofender a la Madre de Jesucristo.

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