Leo en este portal de noticias que en una diócesis irlandesa se ha tomado la decisión de reducir el número de celebraciones de la santa Misa. No conozco la realidad de Irlanda, pero una situación similar a la descrita en ese caso se da también entre nosotros, en muchas diócesis de España: muchas celebraciones, escasa asistencia a las mismas y disminución del número de sacerdotes.
Podemos hacer como si todo siguiese igual, ignorando la realidad, y emprender una huida hacia adelante que, al menos humanamente, tiende a ser un camino agotador hacia la nada o, por el contrario, tomar nota de lo que sucede y reajustar los programas de acción pastoral.
La norma, que tiene excepciones previstas en el ordenamiento canónico, dice que “no es lícito que el sacerdote celebre más de una vez al día” (canon 905). Y aunque el sacerdote no está obligado a celebrar cada día la santa Misa, sí debe celebrarla con frecuencia e incluso “se recomienda encarecidamente la celebración diaria, la cual, aunque no pueda tenerse con asistencia de fieles, es una acción de Cristo y de la Iglesia, en cuya realización los sacerdotes cumplen su principal ministerio” (canon 904). Podríamos resumir la norma en una expresión sencilla: “Una Misa al día y ningún día sin Misa”.
La escasez de sacerdotes puede motivar que el Ordinario del lugar conceda que, “con causa justa, celebren dos veces al día, e incluso, cuando lo exige una necesidad pastoral, tres veces los domingos y fiestas de precepto”. Habría mucho que discutir acerca de qué se entiende por “necesidad pastoral”, pero, en cualquier caso, parece evidente que ni el Ordinario del lugar tiene potestad de permitir más de tres celebraciones los domingos y fiestas de precepto. Tampoco cualquier sacerdote puede permitírselo a sí mismo.
En diferentes circunstancias – básicamente por la escasez de sacerdotes - será imposible celebrar la santa Misa en todas las parroquias. Se recomienda a los fieles “acercarse a una de las iglesias de la diócesis en que esté garantizada la presencia del sacerdote, aun cuando eso requiera un cierto sacrificio. En cambio, allí donde las grandes distancias hacen prácticamente imposible la participación en la Eucaristía dominical, es importante que las comunidades cristianas se reúnan igualmente para alabar al Señor y hacer memoria del día dedicado a Él. Sin embargo, esto debe realizarse en el contexto de una adecuada instrucción acerca de la diferencia entre la santa Misa y las asambleas dominicales en ausencia de sacerdote” (Sacramentum caritatis, 75).
En las parroquias más grandes – y en las ciudades en la que suele haber parroquias muy próximas entre sí -, habrá que preguntarse qué razones pueden empujar a celebrar, incluso el domingo, más de una sola vez la santa Misa. Solo se me alcanza, en la mayoría de los casos, una: que la afluencia de fieles sea tan elevada que no quepan en la iglesia participando en una sola celebración. Pero esta asistencia tan excepcional no creo que ocurra con demasiada frecuencia.
Fuera de esta eventualidad, parece razonable pensar que resulta más rica una sola celebración dominical con una asamblea nutrida, con canto, que haga más visible la dimensión eclesial de la santa Misa y que favorezca lo que indica Sacrosanctum Concilium 48: “la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos”.
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