He estado, en ese rato de relativa intimidad que sucede al almuerzo, acompañado por el runrún lejano de la televisión - con sus noticias, sus tragedias, sus frivolidades - , repasando un manual de Homilética: Francisco Javier Calvo Guinda, “Homilética” (BAC Manuales 29), Madrid 2006.
Me he dirigido al capítulo IX de ese libro, que trata sobre el lenguaje. Y ahí, apenas empezar, el premio. Una cita de Sertillanges – un dominico ilustre - . Decía el sabio tomista: “El orador cristiano debe conocer su lengua en el grado en que es posible por ser una cosa que huye a medida que se coge y que, además, es variable. Hablando en términos generales, nadie sabe su lengua; pero se la puede ignorar más o menos, y un apóstol debe estar en esta materia a la altura de las gentes elevadas y distinguidas aun entre los oradores y los escritores. Sin esto, rebaja la palabra de Dios y, además, se priva de un elemento esencial de cultura general y, por consiguiente, de un medio de acción y de expresión”.
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