La mirada de misericordia
En un sobrecogedor Via Crucis, mientras el Papa luchaba con la muerte, el Cardenal Ratzinger comentaba, en el Coliseo, la novena estación: “Jesús cae por tercera vez”: “¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz?” Y como un dardo certero, el Cardenal apuntaba como mayor dolor del Redentor a la traición de los discípulos y a la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre. Y no evitaba una referencia explícita al sacerdocio: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!”.
La exclamación podemos hacerla nuestra. No sólo por los escándalos que hayan podido protagonizar – ayer y hoy – algunos sacerdotes, sino por un “escándalo” más radical: que algunos hombres, nacidos pecadores como los demás hombres, hayan sido elegidos, por voluntad de Dios, para ser ministros e instrumentos de su gracia. No habría escándalos si no hubiese pecados, y no habría pecados sin pecadores ni, en el mundo visible al menos, habría habido pecadores si no hubiese hombres, hijos de Adán.