La belleza de la Pascua
A mí me gustan y me emocionan todos los momentos del tiempo litúrgico. Porque el año litúrgico es la celebración del Misterio de Cristo, que es el Señor del tiempo, que abarca y resume en sí mismo todos los tiempos.
Si tuviese que expresar una preferencia, muy personal, me inclinaría por el llamado “tiempo ordinario”. No está focalizado en un acontecimiento peculiar, sino en la base y en el fundamento de todos ellos. Cristo es el Verbo encarnado, el Emmanuel, el Dios con nosotros, que redime lo que ha asumido: el hambre y la sed, el cansancio y el descanso, la vida y la muerte.
La divina humanidad de la Liturgia nos seduce. Nos seduce el Nacimiento del Salvador, el trasunto histórico del misterio de la Encarnación. Dios hecho hombre. Dios hecho niño. Dios inerme, como inermes somos nosotros. Necesitado de cuidados, de protección, hasta de mimos.
El Padre quiere a su Hijo y, en la economía de la Trinidad, permite, si así podemos decirlo, su envío al mundo. Pero encomienda la recepción de su Hijo a la Persona que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Y crea, “ex novo”, como prototipo de toda criatura, a María Santísima, a la dulcísima Madre del Verbo encarnado. Dios sabe cómo somos los hombres y nos ha facilitado el camino de reconocer nuestro origen dándonos a una Madre.