4.04.10

La belleza de la Pascua

A mí me gustan y me emocionan todos los momentos del tiempo litúrgico. Porque el año litúrgico es la celebración del Misterio de Cristo, que es el Señor del tiempo, que abarca y resume en sí mismo todos los tiempos.

Si tuviese que expresar una preferencia, muy personal, me inclinaría por el llamado “tiempo ordinario”. No está focalizado en un acontecimiento peculiar, sino en la base y en el fundamento de todos ellos. Cristo es el Verbo encarnado, el Emmanuel, el Dios con nosotros, que redime lo que ha asumido: el hambre y la sed, el cansancio y el descanso, la vida y la muerte.

La divina humanidad de la Liturgia nos seduce. Nos seduce el Nacimiento del Salvador, el trasunto histórico del misterio de la Encarnación. Dios hecho hombre. Dios hecho niño. Dios inerme, como inermes somos nosotros. Necesitado de cuidados, de protección, hasta de mimos.

El Padre quiere a su Hijo y, en la economía de la Trinidad, permite, si así podemos decirlo, su envío al mundo. Pero encomienda la recepción de su Hijo a la Persona que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Y crea, “ex novo”, como prototipo de toda criatura, a María Santísima, a la dulcísima Madre del Verbo encarnado. Dios sabe cómo somos los hombres y nos ha facilitado el camino de reconocer nuestro origen dándonos a una Madre.

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3.04.10

Dios nos lo hizo ver

Dios nos lo hizo ver

(Homilía para el Domingo de Pascua, ciclo C)

El domingo de Pascua es el último día del Triduo Pascual. Resuena, en este día, el “kerigma”, el solemne anuncio de la resurrección de Cristo hecho por Pedro el día de Pentecostés: “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección” (Hch 10,40-41).

“Dios lo resucitó al tercer día”. La Resurrección, enseña el Catecismo, “es una intervención trascendente de Dios mismo en la creación y en la historia” (n. 648). Se realiza por el poder del Padre, que “ha resucitado” a su Hijo, introduciendo de manera perfecta su humanidad – con su cuerpo – en la Trinidad. Dios lo ha resucitado, no para que vuelva a morir, sino para que viva para siempre, para que entre en una vida que ya no tendrá fin.

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Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron

Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron

(Homilía para la Vigilia Pascual. Ciclo C)

La Resurrección de Jesús es la “verdad culminante” de nuestra fe en Cristo, la verdad central y fundamental (cf Catecismo 638). San Lucas relata que las mujeres fueron las primeras que, de madrugada, acudieron al sepulcro (cf Lc 24,1). ¿Por qué esa premura? Beda comenta esa diligencia diciendo: “Si vinieron muy de mañana las mujeres al sepulcro, fue porque habían de enseñar a buscarlo y encontrarlo con el fervor de la caridad”. Es el amor el que mueve a buscar y a creer. Es el amor lo que conduce a Cristo.

Son las mujeres las últimas que lo dejan la tarde de su muerte. Habían seguido a José de Arimatea y habían visto el sepulcro y cómo había sido colocado allí el cuerpo de Jesús. Buscaban a Jesús muerto, para tributarle un último homenaje, llevando aromas y ungüentos. No era la primera vez que las mujeres ungían con perfume, en un gesto de generoso derroche, el cuerpo del Señor. Así, en Betania, María, la hermana de Lázaro, “tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos” (Jn 12,3).

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Las siete palabras de Cristo en la Cruz, un sermón de K. Rahner

Primera Palabra:
“PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN” (Lc 23,34)

Cuelgas de la cruz. Te han clavado. No te puedes separar de este palo erguido sobre el cielo y la tierra. Las heridas queman tu cuerpo. La corona de espinas atormenta tu cabeza. Tus manos y tus pies heridos son como traspasados por un hierro candente. Y tu alma es un mar de desolación, de dolor, de desesperación.

Los responsables están ahí, al pie de la cruz. Ni siquiera se alejan para dejarte, al menos, morir solo. Se quedan. Ríen. Están convencidos de tener la razón. El estado en que estás es la demostración más evidente: la prueba de que su acto no es sino el cumplimiento de la justicia más santa, un homenaje a Dios, del que deben estar orgullosos. Se ríen, insultan, blasfeman. Mientras tanto cae sobre ti, más terribles que los dolores de tu cuerpo, la desesperación ante tal iniquidad. ¿Existen hombres capaces de tanta bajeza? ¿Hay, al menos, un punto común entre Tú y ellos? ¿Puede un hombre torturar así a otro hombre, hasta la muerte? ¿Desgarrarlo hasta matarlo con el poder de la mentira, de la traición, de la hipocresía, de la perfidia…. y mantener la pose del juez imparcial, el aspecto del inocente, las apariencias de lo legal? ¿Cómo lo permite Dios? ¡Oh Señor, nuestro corazón se habría destrozado en una furiosa desesperación! Habríamos maldecido a nuestros enemigos y a Dios con ellos.

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2.04.10

Venerar la Cruz

Homilía para la Celebración de la Muerte del Señor.

El Viernes Santo, el primer día del Triduo Pascual, celebramos que Cristo, “en favor nuestro instituyó, por medio de su sangre, el misterio pascual”. La muerte del Señor es el primer paso de su “tránsito” de este mundo al Padre. La muerte, la sepultura y la exaltación al cielo son los tres momentos que conforman el único Misterio Pascual. En la unidad de este Misterio, la Cruz de Cristo es una Cruz gloriosa, digna de ser adorada: “Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos; por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.

Al venerar la Cruz de Nuestro Señor no nos complacemos en el dolor, no magnificamos un instrumento de tortura y de muerte, sino que cantamos el “ornato del Señor”, el “sacramento de nuestra eterna dicha”: “Las banderas reales se adelantan y la cruz misteriosa en ellas brilla; la cruz en que la Vida sufrió muerte y en que sufriendo muerte nos dio vida”. En la unidad de la Pascua, la Cruz de Cristo se alza como la única esperanza, capaz de redimir y de vencer todas las cruces que jalonan la historia de los hombres.

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