El Corazón de Cristo
Apenas ha pasado mayo y ya hemos entrado en junio. La vida es así, un pasar, un ir de un momento al siguiente, aunque sabemos que no sin sentido ni finalidad. En junio, los cristianos se vuelven al Corazón de Cristo. La iconografía al uso no nos ha hecho, por regla general, un gran favor y, si uno no profundiza un poco, podría pensar, sin duda erróneamente, que, al hablar de la devoción al Corazón del Verbo encarnado, nos remitimos a épocas pasadas de la historia.
No es así. El corazón es la profundidad del ser, la raíz última de lo que uno es. Si decimos de alguien: “Es una persona de buen corazón”, estamos diciendo que, más allá, tal vez, de las apariencias, esa persona merece la pena; se puede contar con ella, es digna de confianza.
Nadie es más digno de confianza que Dios. Y Dios se ha hecho hombre, porque Jesucristo es la Palabra que se hizo carne. Dios, que ama como sólo Él puede hacerlo, tiene, por consiguiente, un “corazón” humano. El amor divino es, por el misterio de la Encarnación, un amor humano. Palpamos así la verdad concreta de la llamada “comunicación de idiomas”: todo en la humanidad de Jesucristo, y obviamente su centro, su corazón, debe ser atribuido a su Persona como a su sujeto propio. Los milagros y el sufrimiento. Y hasta la muerte.