El Primogénito traspasado
Homilía para el XII Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)
“Me mirarán a mí, a quien traspasaron”, dice el profeta Zacarías. Jesús, en la Cruz, es la fuente de la gracia y de la clemencia (cf Za 12,10-11;13,1). Esta imagen del Mesías, traspasado por la lanza que abrió su costado, nos habla de la misericordia de Dios, de su clemencia con Israel, con todos los hombres y, particularmente, con los pecadores.
La misión y la identidad de Jesús no pueden ser comprendidas prescindiendo de su pasión y de su muerte. Él no es sólo un profeta, alguien que habla de parte de Dios: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Lc 9,22). Su misión pasa por la cruz. Quien quiera seguirle no puede esperar algo muy diferente a la cruz: “la Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella” (Camino 277).
El Señor consuma en la cruz su sacrificio, el amor hasta el extremo (cf Jn 13, 1). Sólo Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, podía cargar sobre sí los pecados de todos y ofrecerse en sacrificio por todos. Pero nosotros no quedamos al margen de esta ofrenda. Él se ha unido, por su Encarnación, a cada uno de nosotros. Y, en consecuencia, también nosotros podemos, tomando nuestras propias cruces, “seguirle”, uniendo nuestros pequeños sacrificios al suyo, ofreciendo nuestras espaldas para cargar con el peso infinito del desamor y de la rebeldía y, de este modo, transformarlo, porque Él lo transforma, en entrega y obediencia.
“Jesús reemplaza nuestra desobediencia con su obediencia”, dice el Catecismo (n. 615). El Siervo doliente se dio a sí mismo en expiación, satisfaciendo al Padre por nuestros pecados. No es el Padre quien se “complace” con nuestra sangre. Al Padre le basta – porque en eso consiste nuestro bien - la obediencia, el reconocimiento justo de su paternidad y de nuestra filiación. Somos nosotros, en la medida en que edificamos nuestra vida sobre la desobediencia a Dios, los responsables de que la obediencia cueste sangre.

Salgo de la sala y hay hasta un par de curas hablando con unas señoras -no recuerdo nunca haber asisitido al cine con curas de espectadores, vestidos de cura, se entiende-, pero me marcho, esquivando a muchas más personas que salían de la proyección y a otros que entraban a ver cualquiera de las películas que proyectan en los cines Palafox de Madrid.
Abstenerse de hablar puede merecer la pena. No todo se puede decir y no siempre lo que se dice es importante.
Había estado, desde el amanecer y ya era mediodía, calafateando su nueva embarcación, una pequeña chalupa de una vela, poco más que un bote, pero el hombre quería que fuera marinera, él, que era un marengo de segunda, pues las calas de Agrigento, bien conocidas en sus años infantiles, merecían el esfuerzo.
Homilía para el Domingo XI del Tiempo Ordinario (Ciclo C)






