En el fondo, ¿por qué creemos?
Al hablar de “motivo de la fe”, en singular, nos referimos a la razón última por la que creemos, a su porqué más radical. Pueden existir muchas razones penúltimas – y cada uno de nosotros podríamos enumerar algunas de ellas-, pero sólo hay una razón última, un solo motivo de la fe: la autoridad de Dios revelante. Creemos lo que Dios nos dice porque le creemos a Él. No podemos buscar un fundamento más estable, más digno de fe, que el mismo Dios.
La revelación de Dios se caracteriza por la novedad. Dios nos comunica lo que, por nosotros mismos, no podríamos llegar a saber nunca. Y esta novedad en la comunicación exige una novedad proporcionada en la recepción. Realmente, es la manifestación de Dios la que pide y suscita la respuesta de la fe. El acto de creer recibe, así, su especificidad de su motivo, la revelación, que constituye a la vez su contenido y su fundamento. Creer, en sentido teológico, no es creer cualquier cosa; es específicamente creer la revelación divina.
La fe no es una proyección de la conciencia, no es una creación del sujeto ni un resultado de la fantasía, ya que está remitida al contenido objetivo de la revelación. Creemos lo que Dios nos ha comunicado, no lo que nosotros podríamos imaginar por nuestra cuenta. Tampoco la fe es asimilable, sin más, a cualquier otra creencia religiosa, pues se apoya, no en tradiciones religiosas de la humanidad, por venerables que sean en tanto que testimonios de la búsqueda de Dios, sino en la revelación, en la iniciativa divina; en lo que Dios ha querido hacernos saber. Es la misma revelación la que proporciona el medio – la fe - a través del cual resulta posible acceder a ella. Es Dios quien nos permite saber acerca de Dios.
La revelación es el fundamento de la fe porque el misterio de Dios se hace accesible al hombre en la historicidad de la Encarnación: en la figura de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre. Es Jesús la garantía definitiva en la que apoyarse para abrirse a la novedad divina. Por la Encarnación, Dios asume como lenguaje expresivo para llegar a nosotros la humanidad de Cristo, la globalidad de su presencia, de sus palabras y de sus obras (cf Dei Verbum, 4).