24.10.10

La homilía del Domingo (escrito por Koko)

En la liturgia de este Domingo las lecturas se centran en la oración del pobre, es decir, en la oración del humilde.

En el Evangelio vemos claramente dos actitudes, una a evitar y la otra a tener en cuenta.

Vemos que el fariseo sube al Templo pero en vez de rezar, en realidad lo que hace es presentar a Dios sus virtudes, su méritos, y además lo hace despreciando a los demás, creyéndose mejor que nadie. Ésta es la oración del arrogante, del soberbio que Dios difícilmente puede atender.

Por otro lado vemos al publicano, que abrumado por sus pecados, se reconoce pecador delante de Dios, reconoce su nada, su miseria, y por eso Dios lo escucha.

Quizás esta parábola se entienda mejor con un cuento.

Dicen que una vez en las proximidades de un templo vivía un monje, y en la casa de enfrente moraba una prostituta. Al observar la cantidad de hombres que la visitaban el monje decidió llamarla.

Y el monje le dijo: Tú eres una gran pecadora. Y le reprochó: - todos los días y todas las noches le faltas el respeto a Dios. ¿Es posible que no puedas reflexionar sobre tu vida después de la muerte?

Entonces la pobre mujer se quedó muy deprimida con las palabras del monje y con sincero arrepentimiento rezó a Dios e imploró su perdón. Y le pidió también que le hiciera encontrar otra manera de ganarse el sustento. Pero no encontró ningún trabajo diferente, por lo que después de haber pasado hambre durante una semana volvió a prostituirse. Sólo que ahora, cada vez que entregaba su cuerpo a un extraño rezaba al Señor y pedía perdón. El monje irritado porque su consejo no había producido ningún efecto pensó para sí.

A partir de ahora voy a contar cuantos hombres entran en aquella casa hasta el día de la muerte de esa pecadora. Y desde ese día el no hizo otra cosa que vigilar la rutina de la prostituta. Y por cada hombre que entraba añadía una piedra a una montaña que se iba formando.

Cuando pasó algún tiempo, el monje volvió a llamar a la prostituta y le dijo:

¡Ves esa montaña de piedras!, pues cada piedra representa uno de los pecados que has cometido a pesar de mis advertencias. Y le dijo: - Ahora te vuelvo a avisar. Cuidado con las malas acciones.

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23.10.10

Éste no debería vivir

Esta mañana he seguido parte de la retransmisión televisiva de una protesta a favor de la vida y en contra del aborto, convocada como reacción frente a un congreso de especialistas en eliminar vidas humanas antes del nacimiento.

Contaba uno de los participantes en la concentración a favor de la vida que, en un determinado momento, uno de los congresistas pro-aborto se dirigió a él. El manifestante en favor de la vida estaba acompañado por un señor aquejado de evidentes deficientes físicas y quizá también psíquicas. El congresista pro-aborto lo increpó directamente y, señalando a la persona enferma, afirmó: “Éste no debería vivir. Sólo ocasiona gastos a la sociedad”.

En este hecho, verdaderamente reprobable, se manifiesta el rostro de la ideología favorable al aborto. Quienes la sostienen se sienten por encima del bien y del mal, atribuyéndose el derecho de decidir quienes merecen vivir y quienes no.

Resulta muy cruel señalar a una persona y decir algo así como “éste se nos ha escapado”, “no ha funcionado la eugenesia con él”. Pero si es cruel decir esto de alguien ya adulto, no menos cruel es sentenciar lo mismo a propósito de un ser humano en proceso de gestación: “Por si no sale bien, para evitar la carga que supondría, hay que eliminarlo”.

Es verdad que no todos los abortos – algunos de ellos sí – obedecen a razones eugenésicas. En muchos casos, posiblemente en la mayoría de ellos, se aborta porque el bebé no llega en el momento “oportuno” y deseado, bien sea porque compromete un proyecto personal que quiere afirmar la propia independencia por encima de cualquier otra consideración, o bien porque la situación económica de la madre, o del padre y de la madre juntos, no es la más favorable para hacer frente a la responsabilidad de criar a un hijo.

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22.10.10

La oración humilde

Homilía. C. Domingo XXX del Tiempo Ordinario

Textos: Si 35,15b-17.20-22a; Sal 33; 2 Tm 4,6-8.16-18; Lc 18,9-14.

La oración, además de perseverante, ha de ser humilde. Por eso comienza con el reconocimiento de los propios pecados: “los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan”, dice el libro del Eclesiástico. La humilde toma de conciencia de lo que somos debe empujarnos a ofrecernos al Señor para ser purificados: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”, rezaba el publicano.

La oración es incompatible con el menosprecio de Dios. “¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde ‘lo más profundo’ (Sal 130,1) de un corazón humilde y contrito?”, se pregunta el Catecismo. Atribuirse principalmente a uno mismo, y no a Dios, las buenas obras equivale, en cierto modo, a negar a Dios, ya que todo lo bueno procede de Él.

San Gregorio comenta que “de cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón con que se da a conocer la arrogancia”. La primera de ellas es “cuando cada uno cree que lo bueno nace exclusivamente de sí mismo”. El fariseo no se desprende de su yo: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. De este modo no reconoce la primacía de la acción de Dios. Las buenas obras se deben, en primer lugar, a la gracia de Dios, y sólo secundariamente a nuestra colaboración libre con ella.

Se da a conocer también la arrogancia “cuando uno, convencido de que se le ha dado la gracia de lo alto, cree haberla recibido por los propios méritos”. En sentido estricto, frente a Dios no hay “mérito” por parte del hombre: “Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador” (Catecismo, 2007). Los méritos de nuestras obras son dones de Dios que tienen su fuente en el amor de Cristo.

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21.10.10

Había estado (VII). Escrito por Norberto

Mientras Mohse llevaba el mulo a la caballeriza Eulogio,entusiasmado con el recorrido que había hecho, buscaba a su madre para contarle todo lo admirado y encantado que estaba, traspasó el umbral de la puerta, y cruzando en rápidos pasos el porche que llevaba a la entrada a la vivienda se sorprendió al no encontrarla, siguió adelante, hasta el patio posterior, donde, junto a la higuera, estaba con Judith.

Allí estaban con un semblante diferente: Judith, se aplicaba en hermosear el jazmín plantado en el arriate limpiándolo de hojas secas, procedentes de la higuera, y , ahuecando la tierra, con las manos, para airearla, esponjarla, y, así, empapara mejor el agua que posteriormente recibiría, tanto el jazmín como su vecino el geranio, bueno, los geranios, pues había tres, uno de cada color: rojo, rosáceo y blanquirrojo.

Ana, sin embargo, parecía abstraída, al menos eso le pareció a Eulogio, ella sonrió, y besó a su hijo, cambiando la expresión al verle tan contento, le respondió que estaba pensando en su padre, y, era cierto, pero solo un poco, todavía estaba asimilando la tempestad que se habia originado en su espíritu y la sacudida tremenda de todo lo conocido por medio de Judith; de momento calló y no dijo nada al respecto.

La tarde avanzaba y Judith, dado el intenso trabajo de los varones decidió adelantar la cena, pues observó cómo a Eulogio se le iban los ojos sobre un queso de oveja, curado en aceite de oliva y una hogaza de pan tierno, de la hornada vespertina y que, aun, dejaba un olor a horno que estimulaba los jugos gástricos; así pues cogió unos pepinos del huerto, los troceó, y, aliñados con sal los dispuso en una fuente de cerámica a los que añadio el queso loncheado, unas aceitunas conservadas en salmuera, bien enjuagadas. Una jarra de miel y unos buñuelos caseros, de los que cada uno se sirvió a voluntad, pusieron fin a la cena, estaba oscureciendo, y, Judith le dijo a Mohse que la acompañara a dar un recado a “sus primos”, Ana entendió a quien se refería: los seguidores de Ioshua bar Iosef.

Cuando quedaron solos Ana llamó a Eulogio, que había ido al gallinero a recoger la puesta vespertina de las gallinas, y, ya entraba con media docena de huevos, era un muchacho muy diligente pues estaba deseoso de contar y contar su recorrido, sin embargo se contuvo por la tarea.

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20.10.10

Santidad femenina

La Iglesia, escribía Juan Pablo II en “Mulieris dignitatem”, “manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina”. Y Benedicto XVI se suma a esta acción de gracias por tantas mujeres santas recordando, en las últimas audiencias de los miércoles, el perfil de algunas de ellas que vivieron en la Edad Media: Santa Hildegarda de Bingen, Santa Clara, Santa Matilde de Hackeborn, Santa Gertrudis, la Beata Ángela de Foligno y Santa Isabel de Hungría.

Mujeres fuertes y cultas, como Hildegarda de Bingen, la llamada “profetisa teutónica”. Hildegarda se ocupó de medicina y de ciencias naturales, así como de música, al estar dotada de talento artístico. Destinataria de visiones místicas, siempre se mostró dispuesta a someterse a la autoridad de la Iglesia. Este es, anota el Papa, “el sello de una experiencia auténtica del Espíritu Santo, fuente de todo carisma: la persona depositaria de dones sobrenaturales nunca presume de ellos, no los ostenta y, sobre todo, muestra una obediencia total a la autoridad eclesial. En efecto, todo don que distribuye el Espíritu Santo está destinado a la edificación de la Iglesia, y la Iglesia, a través de sus pastores, reconoce su autenticidad”.

Benedicto XVI resalta la agudeza con la que Santa Hildegarda desarrolla el tema del matrimonio místico entre Dios y la humanidad realizado en la Encarnación. “La teología – añade - puede recibir una contribución peculiar de las mujeres, porque son capaces de hablar de Dios y de los misterios de la fe con su peculiar inteligencia y sensibilidad. Por eso, aliento a todas aquellas que desempeñan este servicio a llevarlo a cabo con un profundo espíritu eclesial, alimentando su reflexión con la oración y mirando a la gran riqueza, todavía en parte inexplorada, de la tradición mística medieval, sobre todo a la representada por modelos luminosos, como Hildegarda de Bingen”.

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