6.12.14

Las colinas y los valles

¿Cómo podemos preparar la venida del Señor a nuestras vidas? Mediante la escucha de la predicación y la penitencia. El que predica la Palabra del Señor, como Isaías y Juan el Bautista, hace rectos los senderos posibilitando que esa Palabra llegue al corazón de los oyentes para penetrarlos con la fuerza de la gracia e ilustrarlos con la luz de la verdad.

 

La predicación es un anuncio de consuelo y de alegría: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén” (Is 40,1). El contenido de este anuncio es la alegría causada por la presencia de Dios: “aquí está vuestro Dios. Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza, su brazo domina” (Is 40,9-10).

 

Juan el Bautista, que - como dice San Jerónimo - es el amigo del Esposo que conduce a la Esposa a Cristo, es la voz que grita en el desierto llamando a preparar el camino al Señor, predicando la conversión, anunciando la llegada del “que puede más que yo” (Mc 1,7).

 

La predicación de la Palabra de Dios es la proclamación del “Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1). El Evangelio es la “Buena Noticia” que tiene como objeto central la persona misma de Jesús, Mesías e Hijo de Dios. Jesús es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad: “El Hijo mismo es la Palabra, el Logos […] Ahora, la Palabra no solo se puede oír, no solo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret” (Benedicto XVI, Verbum Domini, 12).

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3.12.14

El corazón, la verdadera realidad del hombre

El corazón designa el centro de la persona. El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que “el corazón es la sede de la personalidad moral”. No tener corazón equivale a ser insensible, a carecer de alma. Un “corazón de bronce” significa ser duro e inflexible, incapaz de apiadarse. En cambio, tener un “corazón de oro” indica benevolencia y generosidad. “Tocar el corazón” de alguien supone mover su ánimo para el bien.

 

El corazón, decía Romano Guardini, es “la verdadera realidad del hombre”. El hombre no es, por separado, espíritu y materia, sino que es “espíritu encarnado”; es alma y cuerpo a la vez: “Solo por el corazón vive el espíritu humanamente y vive humanamente el cuerpo del hombre. Solo por el corazón el espíritu se convierte en alma y la materia en cuerpo y solo por él existe, pues, la vida del hombre como tal con sus dichas y sus dolores, sus trabajos y sus luchas, miserable y grande al mismo tiempo”.

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29.11.14

Despertar del sueño

El profeta Isaías expresa el deseo ardiente de la venida del Señor (cf Is 63,16-19; 64,2-7). El pueblo atraviesa una situación dolorosa, ya que está desterrado en Babilonia, y dirige su mirada a Dios: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”. La memoria de la fe fundamenta este deseo: “Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él”.

 

Ante este recuerdo brotan dos actitudes: por una parte, la aflicción por la propia infidelidad, la conciencia de que “nuestras culpas nos arrebatan como el viento”; pero, por otra, la oración confiada: “Vuélvete por amor a tus siervos”. Dios ama a su pueblo, nos ama a cada uno. Él es nuestro Padre, su nombre es “Nuestro Redentor” y  todos somos obra de su mano.

 

Como Israel, cada uno de nosotros ha de profundizar en este deseo de que Dios venga a nuestras vidas. La memoria de la llegada de Cristo en la Navidad, el recuerdo de su Pascua, la experiencia de sabernos amados y perdonados por Él suscitan también en nuestros corazones el arrepentimiento y la confianza: “Oh Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79).

 

Vinculada al deseo está la esperanza de la manifestación definitiva de nuestro Señor Jesucristo (cf 1 Cor 1,3-9). Se trata de una espera activa, de un compromiso que ha de traducirse en nuestras vidas, ya que debemos ser irreprensibles en el tribunal de Jesucristo. Pero esta exigencia no debe asustarnos, porque el Señor nos da su gracia: “Él os mantendrá firmes hasta el final”, dice San Pablo. Dios es fiel y no dejará que nos falte nada para corresponder a su llamada, a la vocación cristiana.

 

Jesús nos pide vigilancia: “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento” (Mc 13,33).  Jesucristo es el dueño de la casa que puede venir en cualquier instante: “El hombre que saliendo a un viaje largo dejó su casa es Cristo, quien, subiendo triunfante a su Padre después de la resurrección, dejó corporalmente la Iglesia, sin privarla por eso de la protección de la presencia divina”, comenta San Beda.

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22.11.14

La justicia y la gracia

Jesucristo, Rey del Universo, lleva a su consumación el plan salvador de Dios. Él es el supremo Pastor, Rey y Juez de todos los hombres, tal como había profetizado Ezequiel (cf Ez 34,11-17). Jesucristo nos acompaña todos los días de nuestra vida; nos guía por el sendero justo y nos conduce a la casa del Padre (cf Sal 22).

 

Él es el Rey del mundo y el Señor de la historia. Quiere reinar en el mundo reinando en nuestros corazones. “Nosotros, y solo nosotros, podemos impedirle reinar en nosotros mismos y, por tanto, podemos poner obstáculos a su realeza en el mundo: en la familia, en la sociedad y en la historia", comenta Benedicto XVI.

 

Aunque no es de este mundo, el reino de Cristo tiene implicaciones en este mundo. Su mensaje no puede reducirse a una cuestión puramente privada, sino que posee una dimensión social. Toda la organización de la vida social y política debe estar sometida al reino de Cristo, reconociendo la soberanía de Dios y la dignidad de los seres humanos.

 

Nuestra salvación personal, pero también la salvación del mundo, depende de nuestra correspondencia a la gracia, que se traduce de modo concreto en la decisión de practicar la justicia y no la iniquidad, de abrazar el perdón y no la venganza, el amor y no el odio. Como enseña el Concilio Vaticano II: “Quiere el Padre que reconozcamos y amemos efectivamente a Cristo, nuestro hermano, en todos los hombres, con la palabra y con las obras, dando así testimonio de la Verdad, y que comuniquemos con los demás el misterio del amor del Padre celestial” (Gaudium et spes, 93).

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15.11.14

Aprovechar el tiempo

La parábola de los talentos (cf Mt 25,14-30) nos invita a aprovechar el tiempo que nos queda antes de la segunda venida del Señor y, en todo caso, antes de nuestro definitivo encuentro con Él en la muerte. Si pensamos que la llegada del Señor está muy lejos podemos sucumbir a la tentación de la indolencia, de la pereza. Pero, a su vuelta, el Señor va a pedirnos cuenta de nuestra vida, de lo que hemos hecho con ella. Los dos siervos que han obrado con responsabilidad son llamados a participar del gozo con su señor. En cambio, el siervo inútil debe permanecer afuera.

 

Una importante tarea que se nos ha confiado es el trabajo: “La Iglesia halla ya en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra”, recordaba san Juan Pablo II en la encíclica Laborem  exercens (n. 4). El trabajo tiene su origen en el orden creador de Dios y, aunque por el pecado original se convirtió en fatiga y dolor, ha sido asumido por Cristo para redimirlo. Citando a San Josemaría Escrivá, Benedicto XVI enseña que “al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no solo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora” (31.3.2007).

 

Toda actividad humana ha de ser, pues, ocasión para desarrollar los talentos personales poniéndolos al servicio del bien común en espíritu de justicia y de solidaridad. Servimos a Dios en medio de la actividad cotidiana y no al margen de ella. No puede existir para un cristiano una disociación entre el trabajo, la vida de familia, las relaciones sociales y el cultivo de la vida espiritual. Todo está unido, porque somos, en la globalidad de nuestro ser personal, destinatarios de la llamada divina a ser santos, a hacer fructificar en nuestra existencia los dones de la gracia.

 

Naturalmente, la parábola de los talentos no avala una burda “teología de la prosperidad” que identifique sin más éxito mundano con bendición divina. La riqueza es, en sí misma, un bien; pero un bien secundario. La riqueza se convertiría en un obstáculo si se antepusiese a Dios y al servicio del prójimo, erigiéndose en una especie de ídolo capaz de impulsar todas las energías de nuestro egoísmo. La codicia no solo nos hará perder el alma sino que, a largo plazo, como podemos constatar tantas veces, supone una auténtica amenaza para el verdadero desarrollo económico (cf Benedicto XVI, Caritas in veritate, 32).

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