24.01.15

Los grandes hombres

En su Diario S. Kierkegaard escribió que, buscando “aquello que Dios en el fondo reclama de mí”, experimentaba “tanto placer y tan íntimo consuelo en contemplar a los grandes hombres, quienes, habiendo encontrado una perla semejante, dan por ella todo lo demás (Mt 13,42), hasta la propia vida”.

 

Un pensamiento similar, en un contexto diferente, nos transmitía uno de los profesores que tuve en la Universidad Gregoriana, el P. Michael Paul Gallagher, S. I. Sobre los temas de futuras tesinas o tesis recomendaba algo muy oportuno: “Estudiad a un grande”.

 

Realmente con esos trabajos académicos no es tanto lo que el autor aporta al mundo, salvo excepciones, sino lo que el que ha de recorrer ese itinerario aprende de otros, particularmente de los grandes.

 

La historia - y el presente -  de la Iglesia están llenos de grandes hombres. Yo creo que un buen motivo de credibilidad, que inclina la balanza a favor de la verdad del Cristianismo, es la inmensa pléyade de los santos; de grandes cristianos, de grandes hombres.

 

En esta pequeña barca, que siempre parece a punto de hundirse, se han enrolado Pedro y Pablo, Agustín y Tomás de Aquino, Francisco y Buenaventura, Tomás Moro y J.H. Newman, entre muchos otros y otras, como Teresa de Jesús.

 

Otro de mis profesores, el P. Heinrich W. Pfeiffer, S.I,. cuyo curso sobre las fuentes teológicas que inspiraron las pinturas de la Capilla Sixtina ha sido uno de los más brillantes que yo he seguido en mi vida, recoge en un libro suyo – La Capilla Sixtina. Iconografía de una obra maestra – una inscripción que puede leerse en la cúpula de la iglesia romana de San Eligio degli Orefici: “Astra Deus nos templa damus Tu sidera pande” (Oh Dios, Tú nos das los astros, nosotros te dedicamos templos, Tú nos concedes generosamente las estrellas).

 

La bóveda celeste que los templos renacentistas reproducen en sus bóvedas, de azul y dorado, no es un cielo oscuro, sino un cielo repleto de estrellas. Esas estrellas son los santos, los grandes hombres que se han dejado tocar y modelar por el poder nuevo de la gracia. En ellos, en esas estrellas, resplandece la luz de la gloria del Resucitado. Esas estrellas nos iluminan y nos acompañan.

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22.01.15

Creación y evolución, y no creacionismo y evolucionismo

Estamos cerca de la fiesta de Santo Tomás de Aquino. Como ha escrito Benedicto XVI, Santo Tomás, en un  momento de enfrentamiento entre dos culturas, la pre-cristiana de Aristóteles y la cultura cristiana clásica; en  un momento en que parecía que la fe debía rendirse ante la razón, “mostró que van juntas, que lo que parecía razón incompatible con la fe no era razón, y que lo que se presentaba como fe no era fe, pues se oponía a la verdadera racionalidad; así, creó una nueva síntesis, que ha formado la cultura de los siglos sucesivos” (“Audiencia  General”, 2.Junio.2010).

 

En cierto modo, esta situación vivida por Santo Tomás se reproduce en nuestra época. La ciencia, con todo su impulso, con toda su exactitud, parece imponerse, hasta con su ateísmo metodológico. La ciencia – en el sentido lógico y empírico -, las ciencias naturales, no saben nada de Dios. Ni saben ni pueden saberlo, ya que Dios no es un objeto más del conocimiento científico-natural. Dios no es un objeto, Dios es siempre un Sujeto.

 

Entre ciencia (natural) y teología no existe homogeneidad. Son dos tipos de discursos muy diferentes. Entre ciencia y fe, entre ciencia y teología, se requiere la mediación del pensamiento filosófico, que aúna, o pretende hacerlo, rigor y universalidad. Los límites de la ciencia que confinan con la fe no son científicos, son filosóficos.

 

“Lo que parecía razón incompatible con la fe no era razón”. Ni lo era, en los tiempos de Santo Tomás, ni lo es en los nuestros. Muchas veces se hace pasar por razón, y por ciencia natural, lo que no es tal. Por ejemplo, el evolucionismo, como interpretación última de lo real, como visión filosófica que excluya, de raíz, la existencia de un fin, no es un resultado que la ciencia, o la razón, nos obligue a aceptar como evidente.

 

“Lo que se presentaba como fe no era fe, pues se oponía a la verdadera racionalidad”. Y esto ha pasado, ayer, y puede seguir pasando hoy. El creacionismo no puede hacer de menos los resultados científicos y, si los toma en cuenta, o si presenta resultados alternativos, ha de evaluarlos en su propia consistencia de datos científicos, sin pretender, aunque sea de modo solapado, establecer una especie de atajo que lleve, casi forzadamente, de lo que parece fe sin serlo a lo que parece ser ciencia, quizá sin serlo tampoco.

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21.01.15

Claro que es necesaria la hermenéutica

Hay quien defiende que se evite la lectura, en la liturgia, de determinados pasajes de la Biblia que pueden resultar sorprendentes,  inconvenientes o chocantes con la mentalidad actual. Y hay, también, quien, perseverando en esa misma línea de pensamiento, afirma que entender la palabra de Dios no precisa de hermenéutica.

 

Pues no estoy de acuerdo ni con la primera aseveración ni con la segunda. Y diré por qué. La liturgia es el marco más adecuado para proclamar la  Palabra de Dios. En la liturgia se hace vivo y actual el diálogo de Dios con su Pueblo, con la Iglesia. Quien participa en la celebración es uno que forma parte del “nosotros” de la Iglesia; es uno que cree junto a los demás creyentes, y no solo por su cuenta, y que sabe que la norma de su fe, el modelo de la misma, es la fe de la Esposa de Cristo: “No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”, pedimos en la Santa Misa.

 

¡Claro que hay textos bíblicos que nos sorprenden y nos desconciertan! Hay páginas oscuras, que contienen violencia e inmoralidades. Y hay un motivo que lo explica: la revelación bíblica está arraigada profundamente en la historia. Y la historia no ha sido, ni es, un camino de rosas. También hoy hay comportamientos oscuros, inmoralidad y violencia. Estas zonas de sombra están ahí, en la realidad del mundo, y nos desafían, para poder superarlas. Pero no se superan negándolas o silenciándolas.

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20.01.15

Otra vez el papa

Acabo de imprimir la “Conferenza Stampa” del papa Francisco en el vuelo de regreso de Manila a Roma. Me han salido nueve páginas. Muchas más no empleó Einstein cuando propuso la teoría de la relatividad general.

 

Hay que ser un genio para, a bordo de un avión, contestar a once preguntas, sobre temas muy diversos. El papa hace el esfuerzo y es de agradecer que lo haga. Pero ese esfuerzo, muy loable, entraña riesgos. La voracidad de la comunicación no es muy amiga de los matices; sí lo es de los titulares.

 

Y, claro, no es lo mismo lo que pueda decir cada uno de nosotros que lo que diga el papa. Y, sometiéndose a esos exámenes por parte de la prensa mundial, tendría que ser un “súper-papa” para salir siempre airoso en todo; hasta en el fondo y en la forma.

 

No parece que sea el caso. Suele salir bien parado, pero no siempre – porque es imposible – sale bien de esa especie de reválida que ha querido pasar ante los medios.

 

El viaje a Sri Lanka y a Filipinas ha sido todo un éxito. El papa se ha conmovido en este viaje. Y no solo en este viaje. Le ha emocionado, por ejemplo, que alzasen a los bebés para que él, el papa, los bendijese. Los padres y las madres decían con ese gesto: “Este es mi tesoro, mi futuro, mi amor, por él vale la pena trabajar, por él vale la pena sufrir”.  Así lo ha sentido el papa. Así lo ha contado.

 

Al igual que le ha impresionado ver a madres que no se retraían a la hora de mostrar a sus hijos enfermos o con discapacidades: “Es mi niño, es así, pero es mío”. El papa se ha conmovido con un pueblo que sabe sufrir.

 

Se ha conmovido – no en este viaje, sino siempre – con los pobres, condenando la cultura del descarte; la proximidad entre los restaurantes de lujo y la miseria; una proximidad física, compartiendo la misma geografía urbana.

 

Ha condenado, también, la colonización ideológica; es decir, el condicionar una ayuda a quien lo necesita, exigiendo como contrapartida inexcusable aceptar un determinado modo de ver el mundo y la vida.

 

Ha elogiado a Pablo VI por haberse opuesto al neo-malthusianismo .

 

Ha reforzado la necesidad de ser prudentes, porque la prudencia es una virtud de la convivencia humana. Si provocamos a los demás, podemos recibir una reacción no justa, pero a la postre humana. Por eso la libertad de expresión ha de ser prudente y educada: la libertad ha de estar acompañada de la prudencia.

 

Luego ha mencionado los países que quiere visitar próximamente: EEUU, quizá México, y tal vez Ecuador, Bolivia y Paraguay.

 

Ha condenado, con palabras muy claras, la corrupción, que es una forma de robar al pueblo.

 

Ha clarificado por qué no recibió en Roma al Dalai Lama. Y ha reiterado la petición a los líderes religiosos musulmanes para que condenen el terrorismo.

 

Y ya, casi al final, la pregunta sobre la concepción de los niños, teniendo en cuenta la supuesta relación entre crecimiento de la población y pobreza en un país como Filipinas. Y ahí el papa, sin decir nada en contra de la enseñanza católica, quizá se ha expuesto demasiado a ser malinterpretado. Ha defendido la paternidad responsable, aunque empleando una imagen que, por expresiva que sea, no deja de ser inoportuna: “Algunos creen que – perdónenme la palabra – para ser buenos católicos debemos ser como conejos”.

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El carpintero de Nazaret, la ciencia y el fanatismo

Aun a riesgo de agotar la paciencia de Atlántico Diario y de sus lectores, no me resisto a contestar al artículo titulado “Vano empeño”, cuyo autor vuelve a mencionarme, esta vez no por mi nombre, sino por mi cargo. Como lo hace, en lo personal, con cortesía yo quisiera contestar en el mismo tono, que, ciertamente, no es incompatible con un indudable grado de discrepancia.

 

Estoy de acuerdo con él en varias cosas. En primer lugar, en el reconocimiento y en la admiración por el “carpintero de Nazaret”, Jesucristo, que no escribió nada, pero que nos enseñó a poner la otra mejilla, a amar a nuestros enemigos y a querer al prójimo como a uno mismo. Haciendo referencia al amor de Cristo se toca el ser mismo de Dios, ya que, como dice San Juan, “quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4,8).

 

Pero difícilmente podríamos mantener ese compromiso, de amar hasta a los enemigos, sin que un amor más fuerte que el nuestro, el amor de Dios, nos sostuviese. Por eso los cristianos creemos en la gracia, en que la relación con Dios ensancha nuestro corazón para que podamos amar como Dios ama y, sobre todo, para que podamos seguir amando como Dios ama a pesar de nuestras decepciones y cansancios.

 

Hay otro punto de acuerdo: el mutuo aprecio por la ciencia. Mi amable interlocutor cuestiona el “creacionismo”. Yo también, aunque con menor virulencia que él. Cabe advertir, para que sepamos de qué hablamos, que no es lo mismo profesar la fe en la creación – es decir, sostener que el fundamento último del mundo no es el azar o la casualidad, sino la voluntad de Dios – que defender el llamado “creacionismo” que, en sus diversas variantes, interpreta de un modo literalista la Biblia. Difícilmente encontrará nadie a pensadores católicos que se apunten a esa tendencia de pensamiento.

 

La mayoría de los católicos estamos de acuerdo en que es absurdo contraponer “creacionismo” y evolucionismo. Y lo es por dos motivos, básicamente: Existen pruebas científicas a favor de la evolución y, al mismo tiempo, admitir la evolución no equivale, sin más, a excluir a Dios. La teoría de la evolución es muy interesante, pero no anula la pregunta por una Razón creadora, por Dios.

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