Una Parroquia no es el Cielo
Me divierte, a veces – otras, me divierte mucho menos - , leer acerca de las expectativas de los feligreses con respecto a los párrocos, o acerca de las expectativas de los párrocos con respecto a los feligreses.
Si de algo estoy convencido es de que nada, ni casi nadie, es perfecto y, también, de que todo podría ir a peor, o, por la gracia, a mejor. Y todo es todo: el matrimonio, la familia, el trabajo, la parroquia, y el mundo en su conjunto.
Todo es mejorable y todo puede empeorar. Me niego a creer que lo que más nos haga felices en la vida, o lo que más nos amargue, sea cómo va una parroquia.
Ni la vida del párroco ni de la de los feligreses de la parroquia depende, en última instancia, de cómo funcione la parroquia. La vida del párroco, me imagino, estará anclada en razones más profundas: en la certeza de que su ministerio, a pesar de los pesares, merece la pena, ya que Cristo lo ha querido. Y la de los feligreses, como la de los párrocos, estará basada en la fe en Dios.
Cristo, para salvar a los hombres, cuenta con los hombres, con los apóstoles y sus sucesores, y con quienes ayudan a los sucesores de los sucesores. Pero, todos ellos, desde Pedro hasta el último cura, no dejan de ser ministros, servidores, del Señor. ¿Necesarios? Sí, porque Cristo lo ha querido. ¿Imprescindibles? Nominalmente, al menos, ninguno.
Y los feligreses han de ser, como sus párrocos, seguidores de Cristo. Ni más ni menos. Y los feligreses tienen, casi en su totalidad, cosas en las que pensar con más urgencia que en sus párrocos. No me imagino a un feligrés normal agobiado porque su párroco trace, al final de la Misa, con escasa perfección, la bendición final sobre los fieles. No me lo imagino. Prefiero no hacerlo.