23.02.15

Una Parroquia no es el Cielo

Me divierte, a veces – otras, me divierte mucho menos - , leer acerca de las expectativas de los feligreses con respecto a los párrocos, o acerca de las expectativas de los párrocos con respecto a los feligreses.

 

Si de algo estoy convencido es de que nada, ni casi nadie, es perfecto y, también, de que todo podría ir a peor, o, por la gracia, a mejor. Y todo es todo: el matrimonio, la familia, el trabajo, la parroquia, y el mundo en su conjunto.

 

Todo es mejorable y todo puede empeorar. Me niego a creer que lo que más nos haga felices en la vida, o lo que más nos amargue, sea cómo va una parroquia.

 

Ni la vida del párroco ni de la de los feligreses de la parroquia depende, en última instancia, de cómo funcione la parroquia. La vida del párroco, me imagino, estará anclada en razones más profundas: en la certeza de que su ministerio, a pesar de los pesares, merece la pena, ya que Cristo lo ha querido. Y la de los feligreses, como la de los párrocos, estará basada en la fe en Dios.

 

Cristo, para salvar a los hombres, cuenta con los hombres, con los apóstoles y sus sucesores, y con quienes ayudan a los sucesores de los sucesores. Pero, todos ellos, desde Pedro hasta el último cura, no dejan de ser ministros, servidores, del Señor. ¿Necesarios? Sí, porque Cristo lo ha querido. ¿Imprescindibles? Nominalmente, al menos, ninguno.

 

Y los feligreses han de ser, como sus párrocos, seguidores de Cristo. Ni más ni menos. Y los feligreses tienen, casi en su totalidad, cosas en las que pensar con más urgencia que en sus párrocos. No me imagino a un feligrés normal agobiado porque su párroco trace, al final de la Misa, con escasa perfección, la bendición final sobre los fieles. No me lo imagino. Prefiero no hacerlo.

 

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13.02.15

Una conferencia de Rafael Navarro Valls

Hace pocos días, en concreto el 10 de este mes, hemos tenido en el Instituto Teológico de Vigo al profesor Rafael Navarro Valls, en una conferencia organizada por el Instituto con la colaboración de la Biblioteca Teológica de Vigo.

 

Ha sido un placer escuchar a un hombre culto y sabio disertar sobre “El ejercicio del poder en la Casa Blanca y el Vaticano: de Obama al Papa Francisco”.  Una temática que responde a una de sus últimas publicaciones: “Entre dos orillas. De Barack Obama al Papa Francisco”, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2014, 324 pp.

 

El libro que acabo de mencionar es una recopilación de artículos publicados en el diario “El Mundo” y en otros medios. Son textos lúcidos y muy bien escritos que combinan el rigor de alguien que sabe pensar con la facilidad para expresar de un modo asequible, muy periodístico, aquello que se desea comunicar.

 

La primera parte de la obra está dedicada a Obama. A su primer mandato, a sus referentes – entre ellos, aunque cause sorpresa, R. Reagan –, a las primarias republicanas, a su confrontación con Mitt Romney, a su segundo mandato y a la evocación de los hermanos Kennedy.

 

La segunda parte comenta el final del pontificado de Benedicto XVI, resaltando lo que Navarro Valls llama “la grandeza de un final”: “la renuncia de Benedicto XVI ha sido un acto de fortaleza, no de debilidad. Un acto profundamente cristiano, pero también profundamente humano” (p. 216).

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3.02.15

Dios nos dé paciencia

Si algo me cuesta cada vez más es ser paciente. Por mi ministerio, soy sacerdote y párroco, cada día supone un desafío, una ocasión de ejercitarme en esa virtud. Pero un desafío al que no es fácil responder a la altura a la que habría que responder – y es Cristo el que marca esa altura -.

 

La paciencia es la capacidad de soportar o de padecer algo sin alterarse. Y esa capacidad me sobrepasa. Reconozco que, externamente, a veces, no siempre, puedo parecer ser paciente, pero no lo soy. Y lo que más me altera, pienso, no son las graves contradicciones  de la vida – tampoco he soportado tantas – sino las pequeñas contradicciones que, a mi juicio, serían perfectamente evitables.

 

El ver que una nimiedad – a mi parecer – se podría corregir con un átomo de inteligencia y con una micra de voluntad no se corrige, me causa un profundo desasosiego. El constatar que, muchas veces, la lógica, incluso en sus principios básicos, no parece regir me desorienta enormemente.

 

La paciencia, dicen, consiste también en la facultad de esperar cuando algo se desea mucho. Y es obvio que tenemos que esperar. Yo creo que esperamos de otros más o menos en la misma medida en la que otros esperan de nosotros. Al menos, si trazásemos un promedio. Pero los promedios son los puntos en lo que algo se divide por la mitad o casi por la mitad. Lo problemático es no la mitad, sino el casi.

 

Cada cual espera de un modo diferente; que es algo así como recordar la sabia máxima, referida a la Trinidad: “Cada Persona es su amor”.

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28.01.15

Homilía en la fiesta de Santo Tomás

I. En el libro de la Sabiduría encontramos una plegaria que Santo Tomás de Aquino habrá hecho suya y que nosotros, asimismo, podemos hacer nuestra: “Que Dios nos conceda hablar con conocimiento y tener pensamientos dignos de sus dones, porque Él es el mentor de la sabiduría y el adalid de los sabios” (Sab 7,15).

 

Hablar con conocimiento y tener pensamientos dignos de los dones de Dios son características que corresponden a un gran hombre. La dignidad, la grandeza, la excelencia, tiene como base la humildad; el reconocimiento de que Dios es, no una competencia molesta, sino “el mentor de la sabiduría y el adalid de los sabios”.

 

En su Diario S. Kierkegaard escribió que, buscando “aquello que Dios en el fondo reclama de mí”, experimentaba “tanto placer y tan íntimo consuelo en contemplar a los grandes hombres, quienes, habiendo encontrado una perla semejante, dan por ella todo lo demás (Mt 13,42), hasta la propia vida”.

 

Un pensamiento similar, en un contexto diferente, nos transmitía, a los alumnos, uno de los profesores que tuve en la Universidad Gregoriana. Sobre los temas de futuras tesinas o tesis recomendaba algo muy oportuno: “Estudiad a un grande”.

 

Realmente con esos trabajos académicos no es tanto lo que el autor aporta al mundo, salvo excepciones, sino lo que el que ha de recorrer ese itinerario aprende de otros, particularmente de los grandes.

 

La historia - y el presente -  de la Iglesia están llenos de grandes hombres. Yo creo que un buen motivo de credibilidad, que inclina la balanza a favor de la verdad del Cristianismo, es la inmensa pléyade de los santos; de grandes cristianos, de grandes hombres.

 

En esta pequeña barca, que siempre parece a punto de hundirse, se han enrolado Pedro y Pablo, Agustín y Tomás de Aquino, Francisco y Buenaventura, Tomás Moro y J.H. Newman, entre muchos otros y otras, como Teresa de Jesús.

 

Otro de mis profesores recoge en un libro suyo una inscripción que puede leerse en la cúpula de la iglesia romana de San Eligio degli Orefici: “Astra Deus nos templa damus Tu sidera pande” (Oh Dios, Tú nos das los astros, nosotros te dedicamos templos, Tú nos concedes generosamente las estrellas).

 

La bóveda celeste que los templos renacentistas reproducen en sus bóvedas, de azul y dorado, no es un cielo oscuro, sino un cielo repleto de estrellas. Esas estrellas son los santos, los grandes hombres que se han dejado tocar y modelar por el poder nuevo de la gracia. En ellos, en esas estrellas, resplandece la luz de la gloria del Resucitado. Esas estrellas nos iluminan y nos acompañan.

 

Pienso en todo esto en la fiesta de Santo Tomás de Aquino. Alguien poco simpatizante del Catolicismo y de Santo Tomás dijo, con humor británico y a la vez descreído, lo siguiente sobre este santo: “Aun en el caso de que cada una de sus doctrinas fuera errónea, la Summa [se refiere a la Summa contra Gentiles] quedaría como un imponente edificio intelectual”. No es poco elogio, viniendo de quien viene, Sir Bertrand Russell.

 

Muchos años después de que se escribiese el Diario de Kierkegaard, el teólogo italiano Pierangelo Sequeri recomienda en su breve, y profundo ensayo, Contra los ídolos posmodernos, un consejo pedagógico que agradaría al filósofo danés: “hacedles frecuentar [a los jóvenes] la mente de los ‘grandes’. Todo lo demás, antes o después, es tedio”.

 

¡Vayamos a los grandes. Vayamos a Santo Tomás. Vayamos a los humildes, que son, siempre, los más sabios!

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26.01.15

Grecia, ¿tragedia o esperanza?

En la tragedia griega la lucha entre libertad y necesidad termina necesariamente en un desenlace funesto. Así lo han establecido los grandes maestros: Esquilo, Sófocles y Eurípides.

 

Cuando estudié Ética, quizá para que comprendiésemos lo que Nietzsche llamó la genealogía de la moral, el profesor nos animaba a leer tragedias griegas. Yo escogí una de las peores, de las más trágicas, Medea, de Eurípides. Medea, que mata a sus propios hijos.

 

Claro que yo no sé exactamente cómo han ido, y mucho menos cómo irán, las cosas en Grecia. La llamada “Troika” – la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional - , ¿mantienen con vida a un enfermo casi terminal o, por el contrario, aceleran su muerte, sin ninguna esperanza de recuperación?

 

Los expertos dirán. Algunos dicen que, sin ese soporte vital – la Troika y sus rescates - , Grecia va no hacia la agonía, ni se mantendrá en la misma, sino que se precipitará hacia la muerte. Otros piensan que, ya en la UCI, es legítimo ensayar otras terapias. Otros, tal vez, esperan una especie de milagro de la “medicina política”. Una pócima que, casi sin ensayar, obre prodigios.

 

Todo puede ser, no sé. Todo puede oscilar entre la victoria, la niké - la justicia - , o la ananké, la necesidad o, incluso, la fatalidad.

 

Ya lo veremos. Ya veremos si triunfa la razón o la pasión, lo real o lo deseable, aunque utópico. Ya veremos si quienes dicen poder cambiar el destino son capaces de cambiarlo para el bien.

 

Mejor será apostar por el drama que por la tragedia. El drama evoca situaciones difíciles. Nos lleva al límite, pero no aboca necesariamente en la tragedia. El Cristianismo es dramático, no trágico. Trágico es, por ejemplo, Unamuno cuando olvida la esperanza que, al menos en principio, puede ser compatible con el drama.

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