¿Y si nos olvidamos un poco de la figura de los padrinos?
Creo que la costumbre nos está condicionando excesivamente. Está muy bien que haya padrinos del Bautismo, pero no es esencial que los haya. Se puede, perfectamente, celebrar el Bautismo sin padrinos.
El Código de Derecho Canónico dice: “Canon 872: En la medida de lo posible, a quien va a recibir el Bautismo se le ha de dar un padrino, cuya función es asistir en su iniciación cristiana al adulto que se bautiza, y, juntamente con los padres, presentar al niño que va a recibir el Bautismo y procurar que después lleve una vida cristiana congruente con el Bautismo y cumpla fielmente las obligaciones inherentes al mismo”.
“En la medida de lo posible”. Y puede ser posible o no serlo. Y, a la vez, se señala muy claramente cuál es la función del padrino, en el caso del Bautismo de un niño: “juntamente con los padres, presentar al niño que va a recibir el Bautismo y procurar que después lleve una vida cristiana congruente con el Bautismo y cumpla fielmente las obligaciones inherentes al mismo”.
En el día a día de la vida parroquial una cuestión, en sí misma menor, como la de los padrinos, proporciona, a veces, dolores de cabeza. No es preciso que haya padrinos, pero si los hay han de cumplir unos requisitos.
Estos requisitos no surgen de los caprichos del párroco, sino de la lógica propia de esa función de los padrinos. Un padrino no es un eventual sustituto de los padres. No lo es. Es otra cosa: es como una guía, o un modelo, de vida cristiana para el neófito, para el recién bautizado.
No existe un derecho universal a “ser padrino”. No. Los padres y el párroco y, en última instancia, el Obispo, han de decidir si una persona puede ser algo así como una guía para la vida cristiana del recién bautizado. Y es evidente que no vale cualquiera. A mi modo de ver, no vale para padrino quien, entre otras cosas, no vaya a Misa cada domingo.