10.02.16

Una recensión de "La obediencia del ser", para la revista "Telmus"

LA OBEDIENCIA DEL SER
GULLERMO JUAN MORADO
CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA

COLECCIÓN EMAÚS Nº 127       ISBN978-84-9805-871-0

 

Si dijésemos que una de las principales cualidades que hacen recomendable el breve ensayo La obediencia del ser es el hecho de poner al alcance del católico actual, inmerso en un mundo duramente secularizado, materia para dar -y darse- razón de su fe, apenas estaríamos haciendo justicia a las posibilidades del libro. Efectivamente, el católico que desea vivir coherentemente experimenta con demasiada frecuencia zozobra y ansiedad, sea a causa del abierto y constante ataque social, sea del sutil y casi impalpable cuestionamiento de la aceptabilidad de la fe. Pues bien, he aquí una obra asequible, que impugna con sencillez, pero con la solvencia teológica propia de este autor, buena parte de los motivos de inquietud que acechan al católico medio.

A esta necesidad contribuye en especial la parte segunda (“La fe que se interroga”), que se compone de nueve capítulos cuyos títulos, en forma de pregunta (“¿Qué significa creer?”, “¿Es responsable creer?”, “¿Hay razones para creer?”, “¿Hay contradicción entre ciencia y fe?”, etc), además de mostrar su enfoque pedagógico, dan cuenta de una evidencia a la que se refiere el autor en su introducción: “Es propio de un ser racional interrogarse. La fe lo hace. No ahorra ninguna pregunta” (p. 14).

Pero otros motivos animan a recomendar la lectura de La obediencia del ser. Por ejemplo, y no es el menor, que este ensayo es un ejemplo de cómo se pueden conjugar la lectura espiritual que preludia a la oración y la solidez teológica que apela al intelecto, sin por ello llegar a ser un tratado inalcanzable para el lector medio. Y una de las circunstancias que contribuyen a esta asociación es la manifiesta voluntad de estilo del autor; voluntad, por cierto, bien cumplida, y que no estorba a la claridad.

No es  que no sea frecuente encontrar libros espirituales bien escritos, pero sí lo es que además concedan a la belleza del decir un lugar central, como sin duda ocurre aquí; lo atestiguan los mismos títulos de los capítulos, a veces escogidos entre los más felices hallazgos expresivos de otros autores espirituales (así, “Cada cual va en pos de su apetito” -san Agustín-;  “La gran luz de la que proviene toda la vida”,  “Luces cercanas” -Benedicto XVI - ; “El adalid de los sabios” -Libro de la Sabiduría-; o el mismo título de la obra La obediencia del ser, oportuno giro de Romano Guardini para definir la adoración); pero también, en general, el estilo cuidado que mide y pesa la inflexión atinada del tono de cada capítulo, el equilibrio de la frase, el adjetivo que destaca y el adverbio que matiza, todo lo cual es muy de agradecer cuando, además de contenido, el lector busca solazarse en las cosas de Dios.

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2.02.16

Las Candelas: Salir al encuentro de nuestros hermanos

La certeza de que Dios se acerca es motivo de reconocimiento, de júbilo y de anuncio agradecido. Dios, en Jesús, se ha aproximado a cada uno de nosotros.

Él viene y nosotros hemos de salir, también, a su encuentro: “Llevamos en nuestras manos – comenta san Sofronio – cirios encendidos, ya para significar el resplandor divino de aquel que viene a nosotros – el cual hace que todo resplandezca y, expulsando las negras tinieblas, lo ilumina todo con la abundancia de la luz eterna -, ya, sobre todo, para manifestar el resplandor con que nuestras almas han de salir al encuentro de Cristo”.

“Salgamos al encuentro de Dios”, nos exhorta ese santo. Salir es un verbo que nos invita a conjugar el papa Francisco: “Todos somos invitados a aceptar esta llamada: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (Evangelii gaudium, 20).

Salir significa “anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo” (Evangelii gaudium, 23).

Todo este éxodo misionero tiene como finalidad el encuentro: “Haz que también nosotros salgamos al encuentro en la persona de nuestros hermanos”, pide la liturgia de la Iglesia en la fiesta de la Presentación del Señor.

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30.01.16

Cuando la “pretensión” es tomada como “presunción”

Una expresión técnica que se usa en cristología es “la pretensión de Jesús”. Con esta expresión, no se busca significar que Jesucristo sostuviese una aspiración ambiciosa o desmedida a ser reconocido como lo que no era, sino todo lo contrario: con su pretensión, Jesús daba muestras de lo que era en realidad.

El Señor, con su conducta, con su predicación, con su llamada al seguimiento, con la manifestación de su relación única con el Padre… nos está diciendo quién es Él realmente: El Hijo de Dios hecho hombre para salvar a los hombres.

El Evangelio proclamado en este IV Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 4,21-30) deja constancia de una confusión, de un equívoco grave: Quienes lo escuchan en la sinagoga de Nazaret confunden su “pretensión” – los indicios que apuntan a su entidad – con la “presunción”, con una especie de exhibición de orgullo (cf Benedicto XVI, “La infancia de Jesús”).

Es curioso que quienes tenían los ojos clavados en Él y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca, fuesen los mismos que se escandalizaron de que fuese “el hijo de José”. Es decir, a Jesús se le acepta, en un primer momento, pero, enseguida, se le rechaza. A fin de cuentas, ¿de qué podía presumir el hijo de un carpintero?

Los mismos que lo aclamaban, en menos de nada, se vuelven en contra de Él, furiosos; lo echan del pueblo y desean despeñarlo desde un precipicio. Así de voluble es el aplauso del mundo, incluso el aplauso de los “buenos” – se supone que a la sinagoga de Nazaret iban piadosos judíos - . 

Jesús, frente a este rechazo, no retrocede: “se abrió paso entre ellos y seguía su camino”. El Verbo encarnado nos supera desde arriba, desde la perspectiva de Dios. No entra en nuestros pequeños cálculos de conveniencia; no busca la aprobación a toda costa o los titulares elogiosos de la prensa. Él viene a lo que viene: a ser testigo de la verdad.

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27.01.16

La fe viene de la predicación: Las homilías de Benedicto XVI

El sacerdote Pablo Cervera Barranco ha tenido el acierto de recopilar las homilías, o las mini-homilías del “Ángelus”, del papa Benedicto XVI. Me refiero al volumen titulado: “El Año litúrgico predicado por Benedicto XVI. Ciclo C”, edición preparada por Pablo Cervera Barranco, BAC, Madrid 2015, 502 páginas, ISBN 978-84-220-1851-3, 23 euros.

Es un libro que da gusto leer. Y que puede ayudar a todos: a los que han de predicar la homilía y a los que han de alimentarse de esa predicación. Tenemos que ser muy conscientes de la importancia de la predicación. La Palabra que suscita la fe viene de “fuera”, aunque tenga “dentro” de nosotros un anclaje. San Pablo, en la Carta a los Romanos, lo expresa con enorme claridad: “la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo” (Rom 10,17).

Para anunciar lo que no proviene de nosotros, sino de Dios, es preciso recibir el envío que faculta para esa misión y que procede de la autoridad de Cristo. Esta potestad se transmite, a través de la Iglesia, mediante el sacramento del Orden.

El mandato misionero de Cristo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20), no se puede cumplir sin evangelizar, sin predicar, sin anunciar la Palabra.

La homilía no es la única forma de predicación, pero es la más importante, porque tiene su contexto en la liturgia y forma parte de la liturgia.

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22.01.16

“Al enemigo, ni agua”

Eso dice el refrán popular: “Al enemigo, ni agua”. Obviamente, es una máxima que, desde la perspectiva cristiana, no se puede asumir en su literalidad. Un cristiano ha de amar a sus enemigos – también a los que se manifiestan como tales – y ha de rezar por su conversión.

Yo creo que era Camilo José Cela – no lo puedo asegurar – quien decía que jamás mencionaba, en un artículo de réplica, a quien lo había puesto a escurrir. Y hacía muy bien. No tiene sentido que cualquiera, con afán de notoriedad, ataque a otro – más relevante -  para que, el otro, el atacado, en su defensa, haga publicidad a favor de quien le provoca.

En el mundo del “arte”, la provocación es fácil. No todos los artistas son Picasso, ni Leonardo da Vinci, ni Antonello da Messina. Muchos otros, son nada, pero – conscientes de esa inanidad -  quieren, persiguen, la notoriedad. Para ser algo, o alguien, ante los ojos del mundo. Que tampoco es para tanto: unos titulares en la prensa, unas noticias en la televisión y poco más. Así es la vida.

Resulta muy barato, para conseguir el “minuto de gloria”, meterse con la Iglesia, blasfemar y hasta profanar lo más sagrado, como la Eucaristía. Aunque no cabe darle la razón, a priori, al profanador: Él, el profanador, puede decir que es la Eucaristía, pero, yo, al menos, en principio, no me creeré lo que diga. Habría que probarlo ¡Ya solo faltaría que diésemos patente de veracidad a los mayores mentirosos del mundo!

¿Qué hacer si sucede algo así? Pues manifestar toda la repulsa posible. Acudir a los tribunales. Denunciar ese hecho, que es absolutamente intolerable. Pero, pienso yo, no decir el nombre del autor del mal, salvo que sea imprescindible, y solo donde sea imprescindible decir ese nombre.

Es perfectamente normal protestar contra una profanación, pero sin que, con la protesta, hagamos del profanador una celebridad. En vez de mencionar su nombre, podremos optar por escribir: “un pobre hombre”, “un provocador”, “alguien que no respeta nada”, etc.

En los tribunales, sí. Con nombre y apellidos. En los medios, no. No se merece, ese tipo de personas, ser noticia.

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