Permanecer
“Permaneced en mí y yo en vosotros” (Juan 15, 4) nos dice Jesús. La relación entre el Señor y cada uno de nosotros viene caracterizada en este pasaje del Evangelio por la “permanencia”, por el “estar”, por el “mantenerse”. A nosotros, que vivimos en la cultura de la liviandad, de los compromisos pasajeros, de la continua movilidad, nos resulta difícil comprender el significado de la permanencia. Apenas permanecemos en ningún sitio. En otras épocas, el hombre prácticamente moría donde nacía y asumía compromisos definitivos, inalterables: con su tierra, con su casa, con su familia, con su trabajo.
Hoy se nos empuja, de algún modo, a lo contrario: al cambio, a la variación. Casi todo lo que conforma nuestra existencia está amenazado por la inestabilidad: el trabajo, que puede perderse; los amigos, que van y vienen; el matrimonio, que no siempre es para toda la vida; el hogar, que puede quebrarse y deshacerse. En la cultura de la liviandad, el terreno firme se escapa debajo de nuestros pies y nos quedamos sin fundamento, sin asidero, sin valores que valgan siempre, sin normas que orienten, sin palabras que mantengan su significado.
La vida religiosa no está exenta de este riesgo; se ve también amenazada por el capricho y por la inconstancia; asediada por la tentación de elegir una “religión a la carta”, donde se escogen, según el propio gusto, las creencias, las formas de culto, los mandamientos que se van a cumplir, sin importar lo que Jesús ha enseñado y lo que la Iglesia, intérprete de la revelación, nos propone con la autoridad recibida de Cristo.
Sin embargo, el plano de la fe es el plano de la permanencia, de la estabilidad. El profeta Isaías recoge unas palabras que tienen una validez permanente: “Si no creéis no tendréis estabilidad” (Isaías 7, 9). Frente al vacío existencial, frente a ese liviano flotar en la nada, la fe exige apoyarse en Dios, fundar en Él el propio ser, edificar sobre la roca firme que es nuestro Dios (cf Isaías 26, 4).
Si contemplamos la vida de Jesucristo veremos como está edificada sobre la solidez de Dios; su existencia es un continuo remitirse al Padre, hasta el punto de poder decir “yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (Juan 14, 11). Jesús está en el Padre; vive por el Padre (Juan 6, 57); permanece en el Padre. La relación de permanencia define, pues, la vinculación indisoluble de Jesús con el Padre. Un lazo que no ha podido romper ni siquiera la muerte y un lazo que la Resurrección hace eterno e indestructible.
El Señor quiere establecer con nosotros, por pura gracia, una unión tan sólida e indestructible como la unión que, por naturaleza, tiene Él con el Padre. Es decir, el Señor, el Hijo de Dios, quiere hacer posible nuestra filiación. Esta realidad se lleva a cabo por la incorporación a Cristo, por nuestra permanencia en Él. La metáfora de la vid y los sarmientos ilustra cómo ha de ser esta unión: una unión vital y fecunda, que da fruto abundante.
La Iglesia, el nuevo Israel, la viña del Señor, se edifica sobre la comunión con Jesucristo; una comunión que es obra del Espíritu Santo. El libro de los Hechos de los Apóstoles deja constancia de que la Iglesia “se iba construyendo y progresaba en la fidelidad del Señor y se multiplicaba animada por el Espíritu Santo” (cf Hechos 9, 26-31). Lo que da estabilidad a la Iglesia es la fidelidad, la permanencia. Ése es el verdadero camino del progreso. La Iglesia no avanza cuando se adapta al imperativo de la moda, a las demandas de los tiempos, sino cuando crece en fidelidad a su Señor.
La fidelidad a Jesucristo se traduce en creer y amar: “éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó” (cf 1 Juan 3, 18-24). En el amor fiel y en la fe se juega la permanencia. Como escribió San Beda: “Ni podemos amarnos unos a otros con rectitud sin la fe en Cristo; ni podemos creer de verdad en el nombre de Jesucristo sin amor fraterno”.
La Eucaristía, sacramento de la Pascua, es el sacramento de la permanencia en el Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”. Que el Señor nos conceda, por este sacramento, permanecer unidos a Él para dar fruto en abundancia. Amén.
Guillermo Juan Morado.
10 comentarios
Yo no conozco a nadie que cite a San Agustin pero si conozco a mucha gente que creen en los psicologos y psiquiatras,el zodiaco o el yoga.
Las “conquistas” del humanismo secular son eso, la democracia, los derechos humanos,las libertades individuales,la no discriminacion por cualquier estado o condicion, la abolicion de la tortura y de la pena de muerte, la libertad de expresion, la libertad de desplazamiento, el tiempo libre,la cultura del ocio, la liberacion de la mujer y su igualdad con el varon, los avances en medicina, el aumento de la esperanza de vida etc… sin duda, y con estos datos, el presente y el futuro pertenece a la espirtualidad laica. El Concilio Vaticano II reconoce que hoy un “nuevo humanismo” emerge con fuerza.
¿Que queda de la teologia confesional?… apenas nada.
Y lo que queda nadie se lo toma en serio.
¿Es que va a decir usted que todos esos avances salen de los horóscopos, los divanes de los psicólogos y psiquiatras? Y el yoga... ¿qué tiene de secular? ¿acaso no es una técnica con claro origen religioso?
Ya lo dijo Chesterton. Cuando el hombre deja de creer en Dios, pasa a creer en cualquier otra cosa.
El secularismo no valora al hombre en su calidad de hecho a imagen de Dios. Pasa a ser sólo un animal inteligente. Su dignidad depende de consensos sociales, que cambian como veleta impulsada por el viento. No hay tierra firme en el humanismo secularista. Es pura zona pantanosa en la que cualquier paso en falso acaba con la destrucción de civilizaciones enteras. Que la mayoría pueda estar de acuerdo con eso no cambia la realidad. Es como la teoría de las moscas y la mierda. En este caso las moscas son los que viven apartados de cualquier aspiración trascendental y la mierda es la cultura de la muerte que se impone desde clases elitistas que disfrazan su verdadero rostro tras la máscara de una democracia prostituida.
Lo que nos cuentas me sugiere uno de los males de nuestro tiempo, también entre gentes de iglesia : el "activismo". En el blog de ALEX NAVAJAS (a ver si Luis es capaz de animarlo a colaborar aquí, sería un lujo) hablamos del tema hace unas semanas.
Por experiencia propia y ajena, he aprendido que a veces "el activismo" esconde el miedo a "cambiarnos a nosotros mismo".
Y es que cuando, haciendo examen de conciencia, bajamos a nuestras alcantarillas, no nos suele gustar lo que vemos. Ah! y que es muy fácil acomodar la conciencia a esas realidades poco edificantes...
Cuando hablo de "activismo" quiero decir que hay quien , para evitar enfrentarse a uno mismo, cae en una carrera frenética para "cambiar" el mundo. La cosa suele acabar mal, claro. No podemos huir de nosotros mismos eternamente.
El activismo es lo contrario a lo que nos pide el Señor. El Señor lo que nos pide, según entiendo yo, es que PRIMERO nos cambiemos a nosotros mismo, nos pide la fidelidad a nosotros; luego, después, seremos instrumentos eficaces para cambiar el mundo.
Vivimos tiempos de tranpantojos, de vanidades, de superficalidad, de cosas efimeras, de dietas y aprendizajes SIN esfuerzos... ; me ha gustado el sustantivo que utilizas "LIVIANIDAD".
Menos mal que tenemos la roca de Pedro.
Beda se refiere a la inseparabilidad, para un cristiano, entre fe y amor. Aunque todo amor verdadero remite a Cristo.
Blogger: puede ampliar este párrafo,(lo veo demsiado condensado), gracias.
No sé si el comentario de Carlo va o no con acritud, pero ¡qué razón tiene!...
Decir esto que, en apariencia puede resultar difícil para los espíritus dados al mundo y a lo mundano no es, para los que nos consideramos hijos de Dios, nada imposible. Es más, cuando Cristo permanece en nosotros y hacemos lo que Él nos dice (como dijo Su Madre en las bodas de Caná), entonces, nosotros permanecemos en Él como Dios quiere: con amor, con servicio, con entrega, con misericordia.
Por otra parte, hablar de espiritualidad laica es manifestación de algo que no puede ser: pura imitación de lo que nunca conseguirá los que se oponen a lo religioso y tratan de, simplemente, copiar lo que tiene de bueno lo religioso (que es todo) para
decir que también pueden ser, al fin y al cabo, religiosos... pero laicos.
No me negarán que tal es una forma de comportarse bastante infantil y patética.
Antaño la permanencia era estar en un lugar anclado. Algo fácil en las sociedades tradicionales, ¿pero en la era globalizada actual, en la que el punto más lejano lo tenemos a 24 horas en avión?, ¿tiene sentido esta visión?. Más que una permanencia en el lugar físico deberíamos hablar de una permanencia en el lugar espiritual.
¿ Y qué decir de los avances psicológicos? ¿es qué acaso no tenemos derecho a nuestro desarrollo personal, condición irrenunciable a nuestra dignidad humana?. ¿No tenemos derecho a vivir nuestra vida sin ataduras temporales?, en todo caso que sean ataduras ideales. Es lo que oí una vez a un señor: el Amor es eterno, pero un día está en Encarna, otro en Carmen, otro en María....
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