La memoria de Dios
La celebración del aniversario de la muerte de un cristiano es un ejercicio de memoria, de recuerdo, de evocación. Recordamos a aquel ser amado que ha dejado este mundo. Recordando, haciendo memoria, intentamos, guiados por un instinto natural, que el que ha muerto no haya muerto del todo. Nuestro recuerdo equivale a una protesta frente a la aniquilación: “Juzga [el hombre] con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte” (Gaudium et spes 18).
Pero la memoria humana, siendo grandiosa, es también débil y limitada. Nuestra memoria dura lo que duramos nosotros, y no tenemos nunca la garantía de perpetuar el recuerdo. ¿Quién se acordará de los que nosotros recordamos cuando pasen los años, los siglos, los milenios? Lo más probable es que nadie. El paso del tiempo es un enemigo poderoso que acaba por borrar todas las huellas.
Pero la memoria del hombre no es toda la memoria. Más poderosa que la nuestra es la memoria de Dios. San Agustín, en su esfuerzo por comprender el contenido de la fe, descubrió una analogía, una semejanza, entre las facultades del alma y el misterio de Dios. El alma humana es una sola, pero tiene tres facultades: la memoria, el entendimiento y la voluntad. De modo análogo, el único Dios es Padre e Hijo y Espíritu Santo.
La celebración litúrgica es un ejercicio de memoria. En la plegaria eucarística, en la oración central de la Santa Misa, se celebra el memorial de la muerte y de la resurrección de Jesucristo. No sólo el recuerdo, sino el memorial; es decir, el recuerdo que hace presente y actual aquello que se recuerda. Cuando se celebra la Santa Misa, por la fuerza del Espíritu Santo, la muerte y la resurrección del Señor no son meramente evocadas, sino que son sacramentalmente actualizadas. Lo que el hombre no puede alcanzar por sí mismo, que es vencer el paso del tiempo, lo puede Dios, dueño y señor de todos los tiempos.
La Liturgia apela directamente a la memoria de Dios en favor de los difuntos: “Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos los que han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro”. Ya que nuestra memoria es frágil, perecedera, caduca, nos dirigimos al Padre, poniendo nuestra petición en los labios de Cristo: “Acuérdate”. Tú que has creado el tiempo, Tú que eres el Autor de la vida, Tú que has vencido a la muerte: ¡Acuérdate!. ¡Abárcanos en tu recuerdo y haz presente y actual, por tu poder misericordioso, lo que para nosotros sólo sería pasado! ¡Da vida a los que han muerto! Tú, que eres el Amor más fuerte que la muerte.
El Evangelio, al narrar la muerte de Jesús, nos dice que de su costado traspasado brotaron la sangre y el agua (cf Juan 19,34). Del Corazón de Jesús, de su amor redentor, mana la sangre y el agua; la Eucaristía y el Bautismo. Nuestra limitación la vence el Bautismo, que nos hace hijos de Dios. Nuestra mortalidad la vence la Eucaristía, el alimento que nos da la vida eterna.
Los santos apelaban a la memoria de Dios por intercesión de María:
“Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!,
que jamás se ha oído decir que ninguno
de los que han acudido a vuestra protección,
implorando vuestra asistencia y reclamando
vuestro socorro, haya sido desamparado.
Animado por esta confianza, a Vos también acudo,
¡oh Madre, Virgen de las vírgenes!,
y gimiendo bajo el peso de mis pecados
me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana.
¡Oh Madre de Dios!, no desechéis mis súplicas,
antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente.
Amén”.
No desechéis mis súplicas. Acoged benignamente la pobre petición que nace de un corazón como el nuestro, y convertidla en vuestra propia súplica para que la memoria de Dios siga dando la vida a los que hemos amado en esta tierra, para que podamos amarlos, con un amor nuevo, en el cielo.
Guillermo Juan Morado.
2 comentarios
Pues esta noche ya tengo "novedad" para la oración.
Grcaias
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