La confesión y la promesa
¿Quién es Jesús? A lo largo de la historia, y también en el presente, esta pregunta se plantea muchas veces. Si acudimos a una librería encontraremos distintos libros sobre Jesús. Sobre él escriben historiadores, filósofos y novelistas. La respuesta a la pregunta sobre su identidad depende, en buena medida, de los presupuestos de los que parta quien se aproxima a su figura. Para unos, Jesús es un maestro religioso, un reformador moral, un hombre de Dios; un personaje, en todo caso, admirable y desconcertante.
El Evangelio deja constancia de una respuesta que no brota de la pura indagación humana, sino de la revelación de Dios: “eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”, dice Jesús a Simón (Mateo 16, 17). Es decir, la verdad última sobre Jesús, el conocimiento de su auténtica identidad sobrepasa las posibilidades meramente humanas. Hace falta un conocimiento más amplio: el conocimiento de la fe; un saber que se apoya en la revelación de Dios y que es fruto de su gracia.
Simón, movido por la gracia, da la respuesta adecuada: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. La respuesta a la pregunta por la identidad de Jesús equivale, pues, a la confesión de fe. Jesús es el “Hijo de Dios vivo”. Es verdad que en el Antiguo Testamento se da el título de “hijo de Dios” a los ángeles, al pueblo elegido, a los hijos de Israel o a los reyes. Son éstos “hijos de Dios” en un sentido adoptivo; porque entre Dios y ellos se establece una relación de una peculiar intimidad. Jesús es el “Hijo” en un sentido más fuerte. Su filiación divina es trascendente: Él es el Hijo que conoce al Padre, distinto a los siervos que Dios envió a su pueblo, superior a los ángeles. Él es el “Hijo amado”, el “Hijo Único de Dios”. Y por eso la Iglesia, basándose en la fe confesada por Pedro, profesa en el Credo: “Creo en Jesucristo, su Único Hijo, nuestro Señor”. Jesús es el Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, hecho hombre.
Pedro, en su confesión, reconoce a Jesús como Hijo y como “Cristo”, como “Mesías”. Indica así cuál es la misión de Jesús: Él ha sido enviado por el Padre, y Ungido por el Espíritu, para instaurar definitivamente el Reino de Dios. Él es el Mesías sufriente que ha venido “a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mateo 20, 28).
El Señor vincula a la confesión de Pedro una promesa: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”. Este poder de “atar y desatar” es un don que se transmite a los sucesores de San Pedro, a los Obispos de Roma: “El Obispo de la Iglesia Romana, en quien permanece la función que el Señor encomendó singularmente a Pedro, primero entre los Apóstoles, y que había de trasmitirse a sus sucesores, es cabeza del colegio de los Obispos, Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal en la tierra” (cf CIC 331; Lumen Gentium 18).
Con palabras de San Pablo podemos alabar a Dios por esta confesión de Pedro y por la promesa de Cristo de edificar sobre la roca de su fe la Iglesia santa. Todo ello entra en el designio salvador de Dios: “Él es el origen, guía y meta del universo. A Él la gloria por los siglos. Amén” (cf Romanos 11, 36).
Guillermo Juan Morado.
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A Él la gloria por los siglos.
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