La fuerza y la energía
Uno de los significados de la palabra “espíritu” es ánimo, valor, aliento, brío, esfuerzo. Cuando nos falta el “espíritu” nos sentimos languidecer. No solamente puede debilitarse el cuerpo - por ejemplo, en la enfermedad -, sino que también el “espíritu” puede abatirse.
Aunque mejoremos nuestras condiciones de vida – la vivienda, el bienestar material, la comodidad –, si nuestro espíritu no está fuerte, entonces no encontraremos la felicidad. Incluso teniéndolo todo, nos parecerá que las cosas, y que la misma existencia, no merecen demasiado la pena.
El “espíritu” es también un modo de denominar nuestra alma. Los hombres somos seres “espirituales”, dotados de “espíritu”; es decir, llamados a un fin sobrenatural, destinados, desde la creación, a ser elevados, por pura gracia, a la comunión con Dios.
La solemnidad de Pentecostés nos recuerda que la fuerza y la energía interior nos viene de Dios, y que la realización de esa capacidad de nuestra alma de ser elevada al plano de lo divino es también una obra de Dios, del Espíritu de Dios.
Dios, que nos ha creado, ha querido comunicarse a nosotros para salvarnos. Esta comunicación de Dios a los hombres ha tenido lugar por el envío de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que, con su Pascua, nos ha redimido, rescatándonos del pecado y de la muerte y haciéndonos partícipes, por la resurrección, de su vida nueva. Pero la obra de Jesucristo es inseparable del envío del Espíritu Santo.
Dios no solamente ha querido morar entre nosotros por la Encarnación de su Hijo, sino que ha querido también habitar dentro de nosotros, por la efusión de su Espíritu. El Espíritu Santo es lo más íntimo de Dios, porque Dios es, en su esencia, amor y el Espíritu Santo es, en el seno de la Trinidad, el amor personal de Dios, el amor en persona, la persona que es el amor (cf Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, 10).
El Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo y, queriendo Dios dárnoslo todo, no sólo nos ha enviado a su Hijo, sino que ha hecho de su amor personal un don, el don del Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo derraman en nuestros corazones.
Por la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, “la Iglesia se manifestó públicamente delante de la multitud, empezó la difusión del Evangelio entre las gentes por la predicación, y por fin quedó prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por la Iglesia de la Nueva Alianza, que en todas las lenguas se expresa, las entiende y abraza en la caridad y supera de esta forma la dispersión de Babel.” (Ad gentes, 4).
El Espíritu Santo es la fuerza de Dios que nos permite amar como Dios ama, con ese amor hasta el extremo que se simboliza en el Sagrado Corazón de Jesús. El Espíritu Santo, la Persona-amor, infunde en nuestros corazones la caridad, que es el principio de la vida nueva, y que fructifica en las obras nuevas y en los frutos nuevos del amor, la alegría, la paz, la comprensión, la servicialidad, la bondad, la lealtad, la amabilidad, y el dominio de sí (cf Gálatas 5, 16-25).
Es el “Espíritu de la Verdad” que nos guiará hasta la verdad plena (cf Juan 16, 13), pues Él concede la luz a los sucesores de los Apóstoles para que anuncien la verdad entera del Evangelio de Cristo, enseñando a todas las gentes, y nos concede a nosotros el gusto de aceptar y creer la verdad (cf Dei Verbum, 5).
Robustecidos por el Espíritu Santo, nuestro espíritu se llenará de coraje, de valentía, para testimoniar a Cristo en medio del mundo. Y nuestra alma, elevada por el Espíritu Santo a la comunión con la Trinidad Santísima, vivirá en la fe, en la esperanza y en el amor, alentando en nuestras vidas las obras nuevas de los hijos de Dios.
Guillermo Juan Morado.
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