Indulgencia Jubilar
La Iglesia celebra el bimilenario del nacimiento del Apóstol San Pablo. El Papa Benedicto XVI ha querido, con este motivo, dedicar “un año jubilar especial, del 28 de junio de 2008 al 29 de junio de 2009” al Apóstol de las Gentes (cf “Homilía en la Basílica de San Pablo extramuros”, 28 de junio de 2007). El Papa señalaba algunos objetivos de cara a este Año: las celebraciones litúrgicas en honor de San Pablo; las iniciativas culturales; los proyectos pastorales y sociales; el impulso ecuménico y las peregrinaciones.
El “jubileo” hace referencia directa a la indulgencia plenaria, solemne y universal, concedida en ciertos tiempos y en algunas ocasiones. Es decir, el bimilenario de San Pablo es ocasión de perdón, de remisión de las penas, de misericordia. La “indulgencia jubilar” tiene que ver con esta inclinación de la Iglesia, reflejo de la propensión divina, a la clemencia, a la compasión.
Primeramente la Santa Sede, a través de la Penitenciaría Apostólica, y, después, los distintos Obispos del mundo han ido promulgando sendos decretos que concretan las condiciones para ser beneficiarios de esta indulgencia jubilar. Como elementos básicos se requiere, para obtener esta remisión de la pena temporal correspondiente a los pecados ya perdonados por el sacramento de la penitencia en cuanto a la culpa, los siguientes: Confesarse, comulgar, rezar por las intenciones del Papa y excluir cualquier afecto al pecado. Además, es preciso visitar un templo declarado “templo jubilar” y participar en una celebración litúrgica o en un ejercicio piadoso en honor del Apóstol en los días señalados por la autoridad de la Iglesia.
Para un no católico, todo esto carece de sentido. Para un católico, no. Un católico recuerda las palabras de Jesús a Pedro: “Lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo”. Y este poder de atar y desatar se refiere, ante todo, al perdón. Podemos decir que Jesús invistió a Pedro, y a sus sucesores, de la facultad más característica del anuncio del Reino de Dios: el perdón.
El pecado, la desobediencia voluntaria a la ley de Dios en materia grave, tiene una doble dimensión: la culpa y la pena. La culpa es la imputación a alguien de una determinada acción como consecuencia de su conducta. Si yo cruzo, con mi coche, un semáforo en rojo y provoco un accidente de tráfico, es evidente que la “culpa” del siniestro es mía. La culpa del pecado se perdona en el sacramento de la Penitencia. Dios es el Juez y Él puede absolver, y lo hace por medio de sus ministros: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis les quedan retenidos”, dice el Señor Resucitado.
Pero no sólo cuenta la “culpa”, la responsabilidad de una acción negativa, sino que también tiene un papel la “pena”. Un accidente puede acarrear consecuencias, más allá del hecho en sí mismo: el pesar del conductor que ha sido imprudente, los daños causados a terceras personas, el desorden creado en el tráfico. A nivel espiritual sucede algo análogo. Un pecado siempre comporta “daños colaterales”; introduce un desorden que afecta a la relación con Dios, con los demás y con uno mismo. Este desorden debe ser reparado. No basta con asumir la culpa, hace falta restaurar lo dañado. La “pena” es el castigo que merece la culpa y su finalidad es reparar el mal causado.
¿Cómo se perdona la “pena” que merecen nuestros pecados? Se perdona en esta vida, mediante actos de misericordia, o en la otra vida, en el purgatorio. Pero la Iglesia tiene la facultad de aplicar el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos. Es decir, puede liberar de la pena temporal debida por los pecados.
En todo este delicado tema jugamos con la analogía del lenguaje. El lenguaje humano nos permite expresar con verdad lo que se refiere a la relación del hombre con Dios, pero siempre debemos ser conscientes que la desemejanza es mayor que la semejanza.
¿Con qué podemos quedarnos al oír hablar de un Año Jubilar? Con la idea básica de que Dios perdona. Y que lo hace, de modo ordinario, a través de su Iglesia. A donde no llegamos nosotros – y solos no llegamos a ningún lado – llega la intercesión de Cristo y la oración de la Iglesia que Cristo, su Cabeza, hace propia. Con esta serena confianza que brota de la fe podemos en verdad alegrarnos de la Indulgencia Jubilar.
Guillermo Juan Morado.
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