El culto y la cultura
La cultura nos permite situarnos críticamente en el mundo. La “cultura” y el “culto” están íntimamente asociados. El hombre es aquel ser terreno que crea cultura, y que se deja modelar por la misma. Es, asimismo, el ser que da culto, que tributa honor a Dios y a lo sagrado.
Cultura y culto han estado estrechamente unidos en el proyecto de vida del monacato. No es, por consiguiente, extraño que el Papa, en el discurso pronunciado en el Colegio de los Bernardinos, haya vinculado de nuevo ambos conceptos, que están en el origen de la teología occidental y, en definitiva, de la construcción de Europa.
¿A qué nos conduce el culto? El culto nos lleva a lo esencial; a lo definitivo que está detrás de lo provisional. Y lo esencial es Dios. El culto es la meta y, a la vez, la escuela de la búsqueda de Dios. San Benito hablaba del “oficio divino” para referirse a la oración litúrgica, al culto de la Iglesia. Ser monje consistía – y consiste – en aprender y ejercitar ese oficio. Y ser monje no es más, pienso yo, que un trasunto de lo humano, una representación ideal de aquello en lo que consiste ser hombre.
Para que el “culto” sea posible se hace necesaria la “cultura”; es decir, el hombre ha de ser hombre para poder escuchar a Dios y para poder responderle. Y esta capacidad de escucha y de respuesta, esta aptitud para ser un “animal divino”, exige la palabra. Los antropólogos nos recuerdan la conexión íntima que existe entre hominización, pensamiento y lenguaje. Y entre lenguaje y cultura. La teología transmite a su modo el mismo mensaje. Dios se comunica mediante la palabra porque, ya al crearlo, ha hecho del hombre un potencial interlocutor suyo. El servicio de Dios, ha dicho el Papa, comporta “la formación de la razón, la erudición, por la que el hombre aprende a percibir entre las palabras la Palabra”.
El culto requiere la cultura. Y la cultura la crítica; el examen y el juicio. Cultura y culto se oponen, pues, al fundamentalismo; a la confusión entre la letra y la alegoría. Pero también en otro punto coinciden culto y cultura. Ni uno ni otro son fenómenos puramente individuales o subjetivos. Ambos tienden a la comunión; a la comunión con Dios, ciertamente, pero también a la comunión con los demás hombres. No hay cultura sin sociedad. No hay culto sin Iglesia. Y sin cultura ni culto – pese a Sartre - tampoco hay libertad.
El culto necesita, hemos dicho, de la palabra; en buena medida es palabra. Pero es también “oficio”; trabajo. El hombre lógico y el “homo faber” son un único hombre, porque ha sido creado a imagen del Dios que habla y del Dios que “trabaja”; del Dios que crea. Y la Liturgia une a este hombre y a este Dios, al único hombre y al único Dios. La Liturgia lleva la cultura a su fin; la convierte en culto: “la Liturgia cristiana – nos dice el Papa – es invitación a cantar con los ángeles y dirigir así la palabra a su destino más alto”. En este cántico se realiza la “crítica” suprema, el ajuste adecuado al verdadero criterio. La Liturgia es la “música digna de Dios” y, al mismo tiempo, “verdaderamente digna del hombre”.
Culto y cultura se unifican en el misterio de Cristo; en la “presencia de la Razón eterna en nuestra carne”. En la fe se encuentran “la humildad del hombre que responde a la humildad de Dios”.
No hay culto sin cultura. Tampoco cultura sin culto: “Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo hoy aún el fundamento de toda verdadera cultura”.
Lo máxima expresión de la cultura es arrodillarse ante Dios, y abrir así los oídos del corazón para captar, en el “culto razonable” - en “la logiké latreia”, que diría San Pablo - , la música de la Creación; su armonía, su melodía y su ritmo. La alternativa es el mero ruido, siempre idolátrico.
Guillermo Juan Morado.
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