El amor más grande
“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). El amor “más grande” es el amor de Dios; es Dios mismo. Todo amor meramente humano es limitado, parcial, finito. Sólo el amor de Dios consigue transformar el amor humano y vencer sus límites. “En esto consiste el amor – nos dice San Juan - : no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo, como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).
Es decir, la realidad del amor, su esencia, no se define partiendo de los hombres, sino partiendo de Dios. San Agustín dice que “aunque nada más se dijera en todas las páginas de la Sagrada Escritura, y únicamente oyéramos por boca del Espíritu Santo ‘Dios es amor’, nada más deberíamos buscar”. Saber que Dios es amor es el conocimiento fundamental, porque equivale a saber quién es Dios y qué es el amor.
El amor da vida. Dios da vida. La creación brota de la sobreabundancia del amor de Dios. Dios quiso compartir libremente con nosotros la plenitud de su ser, y por eso nos ha creado: “Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas”, escribe Santo Tomás de Aquino. La vida temporal es un regalo de Dios. Luchar contra la vida, destruir la vida, atentar contra la vida, es oponerse a Dios y olvidar el vínculo creatural que nos une a Él.
La redención, la obra maravillosa por la que Dios nos da un nuevo comienzo, capaz de vencer el poder del mal, es, asimismo, efecto de la misericordia de Dios. Esa misericordia, ese amor compasivo, se hace visible en la entrega que Cristo hace de su propia vida en la Cruz a favor de todos nosotros. Frente a la ley del pecado y de la muerte, frente al círculo diabólico de culpa y venganza, violencia y contra-violencia, surge la ley nueva, el mandamiento nuevo del amor.
El amor da vida. Vida temporal, vida redimida y vida eterna. Dios es fiel a su amor creador. Dios, que ama ilimitadamente, eternamente, da la vida eterna, aquella vida que consiste en una participación, por pura gracia y para siempre, en la misma vida de Dios.
La Iglesia se convierte, en medio del mundo, en Pueblo de la vida, en Pueblo para la vida, que tiene como misión anunciar a Jesucristo, Autor de la vida, ayudando a frenar la cultura de la muerte – que parece invadirlo todo: las costumbres, los criterios, las leyes – y a hacer avanzar la cultura de la vida.
“Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor”, nos dice Jesús. Entre estos mandamientos está el quinto que nos dice: “No matarás”. Guardar los mandamientos exige hacernos cargo del otro, de cada persona, que ha sido confiada por Dios a nuestra responsabilidad. El “otro”, el prójimo – el pobre, el anciano, el enfermo, el no nacido – es para nosotros Cristo: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).
Guillermo Juan Morado
1 comentario
Sólo así permanecemos en Cristo y el Hijo de Dios, que vino para que no olvidáramos la Ley de Dios y no la tergiversáramos, estará siempre con nosotros.
Dejar un comentario