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15.02.18

Un libro que hay que leer: R. Spaemann, “Meditaciones de un cristiano. Sobre los Salmos 1-51”, BAC, Madrid 2015, 412 páginas.

Recomendar la lectura de un libro de Robert Spaemann equivale a no arriesgar nada. Todo lo que dice este filósofo alemán es digno de ser tenido en cuenta. En su día, he comentado en este blog la impresión causada en mí por su autobiografía “Sobre Dios y el mundo” (2014).

Ahora me hago eco de un primer volumen – son dos – de sus “Meditaciones de un cristiano. Sobre los Salmos 1-51”. Es un ensayo más que notable. Y proporciona una perspectiva sobre los Salmos de un metafísico que no deja de serlo y que, quizá por eso mismo, es un creyente que se ha esforzado en pensar la fe.

Hace apenas dos días me comentaba un sacerdote sobre otro que, en su momento, dirigió una revista teológica. Sostenía, este primer sacerdote, que, a la hora de elegir los textos a publicar en la revista, el segundo daba prioridad a los que planteaban un fondo de teología natural, de fundamentación racional de la fe.

Me parece que es un criterio muy acertado. La razón y la fe no pueden ir por separado. Han de converger. Pero, para hacerlo, han de coincidir en un mismo sujeto. El diálogo fe y razón solo se solventa en un mismo sujeto: Newman, Ratzinger, Spaemann. Son sujetos extraordinarios, pero, para que no olvidemos la vigencia de la humildad, Dios pone en nuestro camino a sacerdotes, o a autores, menos famosos, pero no menos formados.

Yo le hablaba a mi paciente interlocutor – él, también cura – de mi convencimiento de la sabiduría acumulada en los “Salmos”; de lo difícil que es progresar en su conocimiento. Y él, sin ningún alarde, me dijo: “Los he traducido todos del hebreo, para comprender qué decían”.

No puedo traducir del hebreo ni un solo Salmo. Yo no sé hebreo. Pero los Salmos no están escritos solo para los hebreos. Los Salmos hablan al corazón y ayudan a descifrar las estructuras más básicas de lo humano.

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13.02.18

Miércoles de Ceniza: "Ahora, convertíos a mí de todo corazón"

El adverbio “ahora” modifica, en el sentido de hacerla más urgente, la llamada a la conversión: “Ahora – oráculo del Señor - , convertíos a mí de todo corazón” (cf Jl 2,12-18), “ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación” (cf 2 Cor 5,20-6,2). El cambio profundo de la vida, tan hondo que atañe al corazón, no es un programa que se pueda posponer de modo indefinido, sino que ha de emprenderse en el momento actual, “ahora”.

El teólogo Romano Guardini definió la adoración – el reconocimiento de la soberanía de Dios, de su grandeza, de su gloria – como “la obediencia del ser”. En el hombre, esta obediencia de lo creado puede convertirse en un auténtico cumplimiento de la voluntad divina, siguiendo el modelo de Jesús, “hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,8). La adoración es obediencia y la obediencia no se detiene ante la muerte. La obediencia tiene la forma de Cristo, la forma de la cruz.

La Cuaresma nos exhorta a vivir el ahora. Nos impulsa a no buscar excusas que eviten reconocer a Dios como Señor. Nos empuja, suavemente, a morir para poder vivir de verdad. Nos invita, en suma, a adecuarnos a lo que Dios, desde el principio, ha querido que fuésemos: imagen y semejanza suya.

En cierto modo, la Cuaresma es, como la obediencia, un camino, un itinerario, que conduce a la realidad de nosotros mismos. Y esta efectividad se encuentra no en los mundos de la fantasía, sino en la concreta existencia de Jesús, el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios hecho hombre. La peregrinación hacia Dios, el sendero que conduce a Él - la fuente de la misericordia - , es una tierra conocida. Recorrer esa vía es seguir a Jesucristo. Caminar con Él y ser sostenidos por Él en el camino, en el Via Crucis.

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10.02.18

Monseñor Alberto Cuevas, sacerdote y periodista

Entre los muchos dones que he recibido de Dios me gustaría destacar la ayuda y el ejemplo – también la amistad – que me han brindado otros sacerdotes. A estas alturas de mi vida veo claramente que han sido muchísimos. Y con ellos, como con quienes en el fondo me han querido y ayudado, soy y seré siempre un desagradecido. No porque no valore esa amistad, sino porque uno se queda corto a la hora de corresponder a la misma.

Podría citar nombres y nombres: D. Vicente, D. Benito, D. Bienvenido… Y tantos otros, compañeros de camino y de etapa de viaje, tantas veces acabada porque tocaba, quizá, bajarse del autobús. No por no durar toda la vida las amistades dejan de ser lo que fueron. En lo que me compete a mí, si he sido amigo de alguien, lo he sido sin reservas, a pesar de mis límites y defectos.

Pero toca hablar de D. Alberto Cuevas, “sacerdote y periodista”. Y no hay en él, y no lo hay en absoluto, contradicción entre un título y otro. “Sacerdote” es equivalente a “mediador” y “periodista”, en cierto modo, también. Un periodista establece una mediación entre la realidad – lo que acontece – y nuestra toma de conciencia de eso que sucede – la noticia - . D. Alberto ejerce esa mediación con una enorme habilidad y con una enorme finura. Él es así. No finge, sino que le sale de dentro.

D. Alberto, que – dicho sea de paso – ha tenido la gentileza de prologar uno de mis libros: “La obediencia del ser. Reflexiones sobre la vida cristiana”, Barcelona 2015, es una persona a la que siempre he admirado.

Él quizá no lo recuerde, pero yo sí, perfectamente, cuando escribió, el 29 de junio de 1991, el día de mi ordenación presbiteral, un artículo en “Faro de Vigo” titulado “Cuatro sacerdotes al Ángelus”. Un título que respondía – ahí está la buena mediación – a la realidad: Sobre las 12.00 horas de ese día, mis compañeros y yo, éramos ordenados sacerdotes por Monseñor Cerviño en la Concatedral de Vigo.

Y D. Alberto ha estado siempre, para mí y para todos, cuando le pedíamos que una noticia de nuestra parroquia fuese “noticia” para muchos más. Y él estaba – y está – para hacer este milagro posible.

A mí me ha servido de puente entre mis artículos y los medios de comunicación. Yo estoy enormemente agradecido a los periódicos de mi ciudad – a “Faro de Vigo” y a “Atlántico Diario” – y a los demás medios. Pero si me han ayudado tanto, si me han dejado asomarme a sus páginas, ha sido, en buena parte, gracias a D. Alberto.

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2.02.18

La Presentación del Señor

María y José llevaron a Jerusalén a Jesús “para presentarlo al Señor” (Lc 2,22). Jesús es el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad inaugurando así un culto nuevo: el culto espiritual, la ofrenda al Padre de la propia existencia.

En este culto, al que estamos llamados, no tenemos que ofrecerle de modo prioritario cosas a Dios, sino que hemos de ofrecernos a nosotros mismos, tratando de cumplir, con obediencia, su voluntad en nuestras vidas.

Realmente es Dios Padre quien, en el templo, nos presenta a su Hijo, a través de las palabras proféticas – guiadas por el Espíritu Santo – de Simeón y de Ana: Jesús es la luz de Dios que viene para iluminar el mundo. Él es la “luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,32).

La luz es lo que nos permite vivir en la apertura, sin quedar relegados a la cerrazón de las tinieblas: “La luz es tanto como el ‘ser’. La ‘noche’, la opacidad total, es la muerte” (R. Spaemann). Dios es Aquel que, en Cristo, viene a nuestro encuentro para abrir para nosotros un futuro con su luz.

Sería triste que, pudiendo ser conducidos por la luz, nos conformásemos con ir de un lado para otro bajo la antorcha de una caverna o persiguiendo fuegos fatuos, renunciando a comprendernos a nosotros mismos, declinando la posibilidad de entender nuestro destino.

Acercándose a nosotros, Dios nos guía hasta la salida de la gruta y nos expone a la luz del día para poder ver con los ojos de la fe la novedad de su presencia luminosa: “la figura de Jesús, el Sol de Justicia, y el cielo en el que vive, y la  brillante Estrella de la mañana que es su Madre bienaventurada, y la plácida Luna que representa a su Iglesia, y los silenciosos astros, que son los hombres santos en camino hacia el eterno reposo” (J.H. Newman).

El Señor del Universo viene a nuestro encuentro con la Encarnación de su Hijo. Se hace presente en el templo de la Iglesia cada vez que celebramos la Eucaristía, que es “fuente y culmen de toda la vida cristiana”, de todo el culto espiritual. Jesús es el Rey de la gloria que entra en su santuario, como canta el Salmo 23.

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26.01.18

"Entusiasmo", de Pablo d'Ors

  1. Ya hace años había leído con gran interés la novela “Las ideas puras” (Barcelona 2000), finalista del premio Herralde y primera obra ampliamente conocida, y muy alabada, de Pablo d’Ors, un sacerdote y novelista que, en ese libro, abordaba la relación entre pensamiento y vida o, para ser más exactos, entre pensamiento, literatura y vida.Pablo d’Ors es un sacerdote de mi generación – él nació en 1963, tres años antes que yo – y, quizá por esa coetaneidad, me resultó simpático. Era sacerdote, escritor de éxito. Compartíamos sacerdocio y edad. Él se diferenciaba de mí por su talento literario, uno de los dones, quizá el que más, que me ha fascinado siempre, pero que no se me ha otorgado en una medida ni remotamente comparable a la suya. Incluso recuerdo haber asistido, hace años –no mil, pero casi – a una conferencia pronunciada por él en el Club Faro de Vigo. Muy bien pronunciada. Pero, pese a mis límites, no soy nada envidioso, y en esto coincido con d’Ors, estoy dispuesto a alabar en los otros las cualidades que más admiro: la inteligencia, la capacidad de escribir bien, la bondad, la sensibilidad ante la belleza y muchas otras.
  2. La novela que tiene como autor a Pablo d’Ors y como título: “Entusiasmo. Mi despertar espiritual” no es un ensayo filosófico, ni una autobiografía, sino algo intermedio, que traza puentes, entre un género y el otro: es, sustancialmente, una obra literaria. Para Pablo d’Ors, la literatura no es pura ficción, ya que lo que somos está determinado también por lo que imaginamos y por lo que, en última instancia, contamos y relatamos. El escritor crea un mundo literario que posee una enorme fuerza porque, con base en su propia vida, nos proporciona claves para leer la nuestra. Soy consciente de que, si se tratase de un artículo académico, tendría que justificar con citas de Pablo d’ Ors – o de su aparente máscara literaria, real y ficticia, Pedro Pablo Ros – cada cosa que adelanto, casi como una afirmación. Pero un post, o una contribución periodística, es ni más ni menos que eso. No se puede decir todo en tan pocas palabras. La novela merece la pena ser leída. Porque está muy bien escrita y porque yo, en esta recensión, quiero creer que la literatura puede ser un punto de encuentro entre pensamiento y vida. Y puede ser una invitación, si es buena literatura, a descubrir la fe desde la vida.
  3. Si esta obra fuese una autobiografía, la leería con satisfacción, pero no se la recomendaría a nadie. Si fuese un tratado filosófico, haría quizá lo mismo. Es una obra “pontificia”, mediadora. Puede que lo que ha escrito Pablo d’Ors en alguno de sus artículos haya sembrado la duda. Y puede que él, que es un cura muy suyo, que confronta como problema de fondo el ideal de cura y la singularidad de cada cual, no haya sido capaz de disipar las dudas, ni lo sea, probablemente, en esta novela. Pero él, o su alter ego, Pedro Pablo Ros, nos deja la posibilidad de elegir entre una de dos alternativas: la de de traicionarse o de la ser un genio. Yo no sé si, Pedro Pablo o Pablo solo, traiciona sus ideas o falsifica su vida. O si vive en la dualidad. O si no lo hace, para bien de su coherencia. Pero sí sé lo que leo – gracias, quizá, al alcance mediador de lo literario, que es más que la mera suma o yuxtaposición de pensamiento y vida -.
  4. Como conclusión cito solamente dos pasajes de su novela, que no le servirán – estos dos pasajes, solo ellos, para entrar ya, sin más, en el cielo, pero que tampoco harán estos dos pasajes, igual solo estos dos, que vaya alquilando una parcelita en el infierno -. Ante todo, porque, primeramente es un novelista y solo, quizá, ese relator es únicamente el trasunto, en este caso para bien, del biografiado.

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