InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Categoría: General

19.01.19

¿Mundo y mal?

“No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno” (Jn 17,15). Esta súplica forma parte de la llamada “oración sacerdotal” de Jesús. Creo que esta petición señala un horizonte a seguir en la vida: No es preciso “huir” del mundo, sino solo “huir” del mal.

No veo como meta de un cristiano la aspiración a crear comunidades apartadas de los tiempos y de la historia. Tampoco creo que el Señor nos llame a una suerte de “guerra santa”, a una especie de “reconquista”. No. Jesús nos llama a creer, a vivir en conformidad con nuestra fe y a anunciar la Buena Noticia, que es Él en persona.

Tenemos, los cristianos, que experimentar el gozo de Caná, de las bodas de Caná, del vino nuevo que allí se sirve. Este vino nuevo es el mejor. Solamente si uno está ebrio se inmuniza ante la posibilidad de captar esa mejoría. Pero no necesitamos estar ebrios. El cristianismo, la vivencia de la fe, debe bastarnos para no confundir lo bueno con lo peor. Y debe bastarnos esa evidencia para sentirlo así y para transmitirlo así.

El “mundo” no es sin más - sería un simplificación inadmisible - el reino del mal. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI dice en su libro “Jesús de Nazaret” sobre san Francisco de Asís: “con la fundación de la Tercera Orden aceptó luego la distinción entre el compromiso radical y la necesidad de vivir en el mundo”. Aceptar la propia tarea en el mundo no puede ser óbice para aspirar a la más íntima comunión con Cristo, a “tener como si no se tuviera” (cfr. 1 Cor 7,19).

No me imagino, como católico, hacerme “menonita” o “amish” para ser cristiano. Ni tampoco espero que, como católico, Dios dicte directamente una norma de cómo ha de ser la sociedad o el Estado. Como escribe Ratzinger-Benedicto: “los ordenamientos políticos y sociales concretos se liberan de la sacralidad inmediata, de la legislación basada en el derecho divino, y se confían a la libertad del hombre…”.

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5.01.19

La humildad y la importancia de los signos

Al igual que los Magos siguieron la estrella (cf Mt 2,2), nosotros – y todos los hombres – necesitamos signos que nos guíen hacia Dios. Sin ellos, sin esas señales, no podríamos caminar por los senderos del mundo ni, mucho menos, ir más allá, trascendiéndolos hacia lo Alto. Somos espíritu y materia, alma y cuerpo. Somos, parafraseando a un filósofo, “animales divinos”.

Los signos que Dios nos dispensa para que nos aproximemos a Él son, por lo general, muy discretos. Hace ya un tiempo que vengo meditando sobre ello; sobre esta discreción y sencillez. El beato Newman dice, al respecto, que quienes no perciben la omnipotencia de Dios y de su providencia – una percepción que el amor y la santidad de vida crean dentro de nosotros – “no deben extrañarse al descubrir que los signos o motivos humanos del cristianismo no realizan una función para la que nunca fueron destinados: la de recomendarse a sí mismos del mismo modo que la revelación” (“Sermones Universitarios”, XI, 22).

Solo Dios se recomienda a Sí mismo y solo Él es fundamento de la fe. Pero esta fe es también humana y necesita “pruebas” humanas que garanticen, no su fundamento último, sino su conformidad con la responsabilidad intelectual, moral y social del creyente. Y estas “pruebas” o “motivos” son siempre humildes. Pero son, a la vez, “signos” mediante los cuales Dios nos salva. La estrella es uno de ellos. Parece espectacular, pero quizá no lo fuese tanto. No arrastró a las masas, solo los Magos se dejaron conducir por ella.

El mismo Niño es también, en su humanidad, “envuelto en pañales”, un signo muy discreto, pero lo suficientemente potente para postrarse ante Él, reconociendo en ese Niño a Dios, y ofrecerle todo lo que ellos, los Magos, eran y tenían. Ante ese Niño, los Magos experimentaron la salvación que viene de Dios.

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29.12.18

La importancia de destacar la estructura sacramental de la fe

I. El alcance de lo que significa la “estructura sacramental de la fe”, a la que se refiere el papa Francisco en Lumen fidei 40, puede ser ilustrado, en un primer momento, con ayuda de la categoría de sacramentalidad, esencial para la comprensión no solo de los sacramentos, sino de todo lo cristiano.

Desde esta perspectiva, la revelación, la fe como respuesta humana a la revelación, y la credibilidad de ambas, son vistas de un modo mucho más concreto y personal. La sacramentalidad remite a lo invisible desde lo visible, a lo divino desde lo material.

Dios llega hasta nosotros, entra en el espacio y en el tiempo, en la particularidad de la historia, para facilitarnos el acceso al exceso de su bondad. Así sucede ejemplarmente en el Bautismo y en la Eucaristía.

Para creer nadie está llamado a huir de la singularidad propia o a negarla, sino a abrirse a la novedad de Dios que irrumpe en lo humano manteniendo la unidad y la diferencia, en una cercanía en la que la proximidad no lleva consigo, como recuerda Calcedonia, ni confusión ni separación.

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28.12.18

La necesidad de “contra-imágenes”

Como hemos señalado, el olvido de la naturaleza sacramental de la fe entraña el riesgo de incurrir en la desacralización y en el funcionalismo. A la imaginación en la que se despliega la fe le corresponde velar por la utopía de lo posible.

Ya Pascal reconocía esta función heurística, indagadora, de la imaginación consistente en explorar lo posible. Una tarea hacia la que se muestra sensible, como también hemos indicado, una parte del pensamiento posmoderno.

Aportar una “contra-imaginación”, “contra-imágenes”, de alcance ético que desactive lo que de inhumano está vehiculado por el imaginario mediático, es una obligación inseparable de la fe. Una obligación necesaria para evitar la separación entre verdad y libertad, así como entre antropología y teología.

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27.12.18

La virginidad de María, un misterio que resuena en el silencio de Dios

Cada año nuevo comienza bajo la protección maternal de la Santísima Virgen: “concédenos – le pedimos a Dios en la Santa Misa – experimentar la intercesión de aquélla de quien hemos recibido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida”.

Dios da a todo bien principio y cumplimiento, en la historia de la salvación y en nuestra propia historia personal. Y un reflejo de ese principio y de ese cumplimiento lo tenemos en Santa María, la Inmaculada, la Madre de Dios, la Asunta en cuerpo y alma a los cielos.

San Pablo sintetiza en una frase la relación que vincula a María con Jesús: “nacido de una mujer” (Ga 4,4). El Hijo de Dios ha venido a la tierra en una humanidad como la nuestra; una humanidad que recibió de Dios a través de la Virgen. De Ella asumió el cuerpo sagrado dotado de un alma racional que, en la Encarnación, se unió perfectamente a la Persona divina de Cristo. Jesucristo es, a la vez, verdadero Dios y verdadero hombre.

La concepción virginal de Jesús es indicio de su identidad, de su condición divina y humana. Él es el Hijo de Dios hecho hombre. Fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, sin intervención de varón. Sólo en la fe podemos adentrarnos en la comprensión de este misterio, que va más allá de las posibilidades humanas, pero no de las posibilidades de Dios.

San Ignacio de Antioquía acusaba al “príncipe de este mundo”, el Demonio, de querer ignorar tres misterios esenciales de la vida de Cristo: la virginidad de María, el nacimiento de Cristo como verdadero hombre y la realidad de su muerte en la Cruz, “tres misterios resonantes que se realizaron en el silencio de Dios”.

La Iglesia no se cansa de alabar a Dios en la solemnidad de Santa María, siempre virgen, “porque ella concibió a tu único Hijo por obra del Espíritu Santo, y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro”.

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