Domingo de Ramos: La Pasión de Dios

El Domingo de Ramos abre la Semana Santa. Es el primer acto de un drama divino y humano que, atravesando el Calvario, desemboca, al tercer día, en la mañana de Pascua. La piedad popular, tras el gozo de las aclamaciones del Domingo de Ramos, tiende a acentuar los misterios de dolor del Nazareno, compartidos por su Madre, la Virgen de los Dolores: “Del Calvario subiendo a la cumbre/ el reo divino a su madre encontró,/ y una espada de filos agudos/ del Hijo y la Madre hirió el corazón”, canta un Via Crucis popular al contemplar la cuarta estación.

No obstante, si queremos transitar del signo al misterio, de lo que “aparece” a lo que “es” en realidad, el subrayado no debería centrarse en la cantidad del dolor sufrido – por otra parte, ¿quién podría medirlo? – sino en la singularidad del Doliente. La Semana Santa nos interroga acerca de la identidad última de Jesús y, simultáneamente, si estamos atentos, nos la revela. El Doliente no es un hombre más, sino el Hijo de Dios hecho hombre, consustancial con el Padre por su divinidad y consustancial con nosotros por su humanidad. Solo si es verdadero Dios y verdadero hombre se podrá decir que con su muerte vence la muerte; solo si es Dios y hombre, el amor se manifestará en él como más fuerte que la muerte.

El amor es el problema fundamental de la existencia humana. Su esencia resulta paradójica: “El amor – escribe Joseph Ratzinger – requiere perpetuidad, imposibilidad de ser destruido, más aún, ‘es’ un grito que pide perpetuidad pero que no puede darla; un grito que demanda eternidad, pero que está enmarcado en el ámbito de la muerte, en su soledad y en su poder de destrucción”. Solo si Jesús es personalmente idéntico al Hijo eterno del Padre ha podido, padeciendo la muerte, permanecer en relación viviente con el Padre y transformar la separación de Dios – es decir, el pecado y la muerte - en acceso a Dios, en unión con él; en amor que vence a la muerte. Algo así pudo percibir el oficial romano testigo de la ejecución de Jesús: “El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: ‘Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios’ ”.

El “paso” por la muerte, el tránsito que conduce de la muerte a la vida definitiva, solamente lo pudo dar el Hijo de Dios en cuanto que, por su Encarnación, sin dejar de ser Dios, se hizo verdaderamente hombre, capaz de cargar con el peso aplastante de nuestro pecado y de asumir el sufrimiento, absolutamente inconmensurable, de la distancia de Dios. Sí, el Hijo de Dios es el Nazareno que conoce la fatiga, que experimenta la amargura de la tristeza y del abandono. En él, Dios nos salva entrando en la historia. Nada nuestro le puede resultar ajeno.

La Semana Santa nos lleva a pensar en qué consiste ser Dios y en qué consiste ser hombre. En la antigüedad cristiana, Arrio – frente a quien reacciona el Concilio Ecuménico de Nicea - no comprendía cómo Dios podía mantener su unidad y unicidad siendo, a la vez, Padre de Jesucristo. Tampoco llegaba a entender cómo Dios seguiría siendo divino de ser verdad la pasión de su Hijo. El racionalismo de Arrio, resistente a aceptar la novedad de Jesucristo, era incapaz de reconocer que toda la Trinidad – un Dios único, pero no solitario – está comprometida en la pasión de Jesús: “El que ha padecido es uno de la Trinidad”.

El que es más grande, Dios, no rehúsa hacerse pequeño, convertirse en muerto y sepultado, identificando su omnipotencia con el don de su amor, este sí, más fuerte que la muerte. La resurrección de Jesús así lo manifiesta: El hombre no está abocado a la muerte para siempre, sino que en la Pasión de Dios se le da acceso a la vida auténtica, aquella que, fruto del amor, ya no está amenazada ni por el dolor ni por la muerte.

 

Guillermo Juan-Morado.

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