Navidad, signo y misterio

He tenido ocasión de visitar el magnífico “Belén Monumental” instalado en Vigo, en la “Casa das Artes”. Se trata de un “Belén Napolitano”, un estilo que se distingue por la atención al detalle, tanto al representar las escenas principales del nacimiento de Jesús como los momentos cotidianos que caracterizan la vida de los hombres. El belén es un “hermoso signo” – “admirabile signum” -, que, como dice el papa Francisco en una carta apostólica, causa siempre asombro y admiración.

El hermoso signo del belén remite al Signo por excelencia, que es Jesucristo. Por su Encarnación, el Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, “haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre”, dice san Pablo. Todo en la vida de Jesús es signo de su misterio: desde los pañales de su natividad hasta el vinagre de su pasión y el sudario de su resurrección. Él es Dios hecho hombre, el universal concreto, el Todo en el fragmento.

El Invisible en él se hace visible; el Eterno, temporal; el Todopoderoso, débil. Quien ve a Jesucristo, ve al Padre: “Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino”, enseña el Concilio Vaticano II. No hay que ir muy lejos para encontrar a Dios, ya que su misterio, su gloria, resplandece en la humildad de un recién nacido.

La Navidad, la encarnación, nos recuerda que es imposible pensar a Dios – que, como vio san Anselmo, es lo más grande que puede ser pensado – sin pensar al hombre. Y viceversa, tampoco se puede pensar al hombre sin pensar a Dios. Volvamos al último concilio: “el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. […] Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza su vocación. […] En él la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida; por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime”.

En un momento de crisis antropológica, en el que no llegamos a veces a saber formular correctamente qué somos y quiénes somos, la Navidad nos invita a contemplar, a escuchar, a adorar, a acoger el sentido que se nos dona como un regalo novedoso e inesperado. La antigua cristología de la Iglesia hablaba del “admirable intercambio”: El Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre “para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios”, comenta san Ireneo de Lyon, uno de los primeros teólogos cristianos.

La grandeza de nuestra vocación, lo sublime de nuestra dignidad, la amplitud de horizontes que se nos abren para recorrer con confianza el camino de la vida… De todo ello nos habla el significante y el significado de la Navidad. Para percibir la riqueza del signo y del misterio es necesario dejarse conmover, deponiendo toda soberbia, ya que solamente la sencillez exterior e interior hace al corazón capaz de ver. “Debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones”, recomendaba Benedicto XVI. Merece la pena intentarlo.

Guillermo Juan Morado.

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