Dicen que un (futuro) cardenal quiere vestirse de papa

Yo no sé dónde he leído que a san John Henry Newman, al ser creado cardenal, le preguntaron: “¿Qué es más importante, ser cardenal o ser santo?”. Newman contestó, advierto que mi memoria no es un acta notarial, que ser santo tiene que ver sobre todo con Dios mientras que ser cardenal es algo más humano.

Todo está relacionado. Newman lo sabía. Lo humano y lo divino. Lo humano como signo, como “sacramento”, de lo divino. A esto le llamaba, el santo cardenal inglés, “el principio místico o sacramental”, según el cual la realidad visible tiene un carácter de signo y remite siempre más allá de sí misma. Lo visible, físico o histórico, es una manifestación sensible de realidades mayores. Algo similar sostenía Maurice Blondel en su “ex libris”: “Per ea quae videntur et absunt ad illa quae non videntur et sunt”; es decir, “por las cosas que se ven y no son, a las que no se ven y son”. Así es, hasta el punto que el Concilio Vaticano II dice en “Lumen Gentium”: “la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”, “la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino”.

La Iglesia es sacramental, simbólica. Lo cristiano es sacramental. Lo visible remite a lo invisible. El significante al significado.

Si la Iglesia está estructurada jerárquicamente, y esto por voluntad de Cristo y no por mero “consenso” humano, no acaba de ser fácil de entender que se trate de borrar, en el significante – y, a la larga, en el significado –, esta constitución. Por ejemplo, en la liturgia. El sacerdote que preside la celebración de la Santa Misa se reviste de unas vestiduras especiales – el alba, la estola, la casulla – no porque sea, él mismo, más importante que los demás cristianos, que no lo es, sino que por el sacramento recibido – el del orden sacerdotal – representa a Cristo como cabeza de la comunidad, de la Iglesia. Una asamblea sin cabeza no es una asamblea litúrgica, sino una especie de ser deforme.

Un sacerdote, y un obispo, no representa a Cristo cabeza de la comunidad solo en la celebración litúrgica, sino que lo representa siempre, en todo tiempo y lugar. Por eso el canon 284 del Código de Derecho Canónico dice: “Los clérigos han de vestir un traje eclesiástico digno, según las normas dadas por la Conferencia Episcopal y las costumbres legítimas del lugar”.

Un cardenal no es un súper-sacerdote o un súper-obispo. Los cardenales de la Iglesia Romana “constituyen un Colegio peculiar, al que compete proveer a la elección del Romano Pontífice, según la norma del derecho peculiar; asimismo, los Cardenales asisten al Romano Pontífice tanto colegialmente, cuando son convocados para tratar juntos cuestiones de más importancia, como personalmente, mediante los distintos oficios que desempeñan, ayudando al Papa sobre todo en su gobierno cotidiano de la Iglesia universal” (c.349).

El traje eclesiástico de los cardenales es idéntico al de los sacerdotes o al de los obispos. Varía si se trata de un traje para ir por la calle – sotana, fajín y esclavina – o si se trata de un traje o hábito coral para asistir a funciones del culto – sotana, roquete, muceta, etc. -. Lo que cambia es el color: negro, para los sacerdotes; morado, para los obispos; color púrpura, para los cardenales. Eso, para las grandes ocasiones, normalmente. En la vida cotidiana basta – para cardenales, obispos o sacerdotes – con la sotana o el clerygman. Y si cardenales, obispos o sacerdotes son religiosos, pueden usar, en el día a día, su hábito propio.

En esta jerarquía de los colores – de lo visible a lo invisible – el blanco ha venido a significar el papado. Dicen que fue san Pío V, dominico, el que, bajo el revestimiento papal, optó por seguir usando su hábito blanco. Y, tal vez por ello, desde ahí, el papa suele vestir de blanco.

Un (futuro) cardenal que quiera vestir de blanco, el color del papa, no parece un ejemplo de humildad – sin entrar a juzgar sus intenciones -. Más bien parece querer significarse. Si no desea vestirse de cardenal – al menos en el Consistorio de su creación – lo tiene muy fácil: que renuncie a serlo. El mundo, la Iglesia, el Colegio cardenalicio y casi todo es mucho más grande que cada uno de nosotros. Quizá, así lo veo, ese realismo sea el principio de la humildad.

Guillermo Juan-Morado.

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