Jubileo y esperanza
El papa ha hecho pública la bula de convocación del Jubileo de 2025: “La esperanza no defrauda” es el título, tomado de unas palabras de san Pablo, de este documento. El Jubileo es un año de gracia, un camino, una peregrinación de esperanza, que el romano pontífice convoca cada veinticinco años. El primero de ellos se celebró en 1300, aunque ya existía algún precedente; por ejemplo, el Jubileo compostelano, cuando la fiesta de Santiago coincidiese en domingo, concedido en 1122 por Calixto II.
San Agustín decía que “nadie, en efecto, vive en cualquier género de vida sin estas tres disposiciones del alma: las de creer, esperar y amar”. La gracia de Dios eleva nuestra condición creada y nos permite albergar una esperanza que nace del amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz, que se fundamenta en la fe y que es irradiada, como una luz que ilumina la existencia, por el Espíritu Santo. Y con la esperanza, Dios nos otorga la paciencia que, dice el papa, “ha sido relegada por la prisa”, por el acuciante “aquí y ahora” que hoy hace de esta virtud una realidad extraña.
Es preciso reavivar la esperanza y ofrecer signos de esperanza, sabiendo atender a todo lo bueno que hay en el mundo. Signos de paz en medio de la guerra; de entusiasmo a la hora de contemplar la vida, en medio de una cultura marcada por la disminución de la natalidad y por la pérdida – desesperanzada - del deseo de transmitirla. Signos de esperanza para los presos, para los enfermos, para los jóvenes, para los migrantes y los más débiles, para los ancianos y los pobres. Signos que van unidos a invitaciones apremiantes, o llamamientos a la esperanza, por parte del papa como la urgencia de acabar con el problema del hambre y la condonación de las deudas de los países que nunca podrán saldarlas.
En 2025 se cumplen 1700 años del concilio de Nicea (325), que expresó como verdad de fe la plena divinidad de Cristo, “de la misma naturaleza” del Padre, como seguimos profesando en el credo de la misa.
La Carta a los Hebreos emplea la imagen del ancla para aludir a la esperanza que, junto con la fe y la caridad, sintetiza la esencia de la vida cristiana. El ancla proporciona una guía fiable; una orientación, una dirección, una finalidad; en definitiva, un sentido. Apunta a la vida eterna. Sin esta referencia, “la dignidad humana sufre lesiones gravísimas —es lo que hoy con frecuencia sucede—, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación”, nos dice el papa citando el concilio Vaticano II.
Frente al realismo de la muerte está el anuncio de Jesús muerto y resucitado, vencedor de la muerte, y el don de la vida nueva que se nos regala en el bautismo, anticipo del “octavo día”, del triunfo de la resurrección. Los mártires testimonian el vigor de esta esperanza en la vida eterna; es decir, en la plena comunión con Dios, en la felicidad realizada en el amor. La advertencia del Juicio, como momento último de verdad, no puede opacar la misericordia del Juez, de Cristo, que nos quiere sus amigos, ni tampoco restringir el alcance de la indulgencia, que repara en los vivos y en los difuntos los posibles efectos residuales del pecado. El sacramento del perdón – de la penitencia – se une así, en el deseo misericordioso de Dios, a la plenitud del perdón sin límites de la indulgencia y nos impulsa a abrirnos al perdón.
María, la Madre de Dios, es el testimonio más alto de esperanza, la Estrella del mar que en los múltiples santuarios marianos que pueblan el mundo nos conduce a Cristo, a la esperanza que no declina: “Dejémonos atraer desde ahora por la esperanza y permitamos que a través de nosotros sea contagiosa para cuantos la desean”, nos exhorta el papa.
Guillermo Juan Morado.
Publicado en Atlántico Diario.
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