Lo esencial es el esencial
Con una afirmación admirablemente sintética: “Lo esencial es el esencial” resumía Joseph Ratzinger, en la introducción a Romano Guardini, The Lord (Washington 1996), la comprensión de este último acerca de la esencia del cristianismo.
A delimitar lo propiamente cristiano dedicó Guardini un ensayo, La esencia del cristianismo, publicado por primera vez en 1929. El elemento diferencial de lo cristiano no se puede reducir al horizonte de la racionalidad moderna. El cristianismo es algo más, y algo distinto, de la plena expresión de la condición humana. Y también algo más y algo distinto de la sola noticia de Dios como Padre y del Reino como amor.
La subjetividad moderna, en la versión de Feuerbach o en la de von Harnack, no puede alcanzar el núcleo de lo cristiano: “Lo propiamente cristiano no puede deducirse de presupuestos terrenos, ni puede determinarse por medio de categorías naturales, porque de esta suerte se anula lo esencial de él […] Lo cristiano contradice el pensamiento y la dicción naturales, para las cuales todas las cosas, sea cual sea la diferencia entre ellas, se reúnen bajo las mismas categorías últimas, constituidas por la lógica y la experiencia” (R. Guardini, La esencia del cristianismo).
Años más tarde, en 1968, publicó Joseph Ratzinger su Introducción al cristianismo. Lecciones sobre el credo apostólico. Para responder a la pregunta: ¿qué es el cristianismo?, Ratzinger intenta una comprensión e interpretación del Credo, en el que se sintetiza la fe de la Iglesia. Se trata de presentar la fe de siempre, con un estilo misionero, conjugando la actualización de esas fórmulas con la fidelidad a algo que no sea crea, sino que se recibe de los anteriores testigos del Señor. La base estable de la propia existencia está en lo invisible y en lo recibido, por encima de lo visible y de lo hecho, por encima de la utilidad y de la exactitud de los resultados del pensar factible.
Ambos autores, Guardini y Ratzinger, son modernos; pero ambos son católicos. La norma y el criterio no es el pensamiento de tal o cual autor o época. La norma y el criterio es Jesucristo. Y tal concreción provoca escándalo. “El momento decisivo en el orden de la salvación es, sin embargo, Cristo mismo. No su doctrina, ni su ejemplo, ni la potencia divina operante a su través, sino simple y escuetamente su persona. Este hecho despierta afirmación apasionada, fe y seguimiento, pero también y en la misma medida, protesta contra la ‘blasfemia’. La raíz de la protesta se encuentra precisamente en la circunstancia de que una persona histórica pretende para sí una significación decisiva para la salvación”, nos dice Guardini. Y Ratzinger señala en la unión entre el Logos y la sarx el quicio del escándalo: “la fe dice que Jesús, un hombre que murió crucificado en Palestina hacia el año 30, es el Cristo (Ungido, Elegido) de Dios, el Hijo de Dios, el centro de la historia humana y el punto en el que esta se divide”.
La fe supera los límites de lo humano. Por eso, para creer es necesario convertirse, nacer de nuevo, estar dispuestos a encontrar como puro regalo lo que nosotros, por nuestras solas fuerzas, no podríamos hallar nunca. Aunque en ese regalo se nos ofrezca aquella realidad que nos plenifica y que despliega ante nosotros el futuro de Dios.
Vivimos en tiempos de desconfianza, de relativismo, de entronización del deseo, de individualismo, de la imposición de la fuerza del poder sobre la verdad del ser. De la originalidad del cristianismo brota una llamada que puede cambiarlo todo. Jesús nos dice: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32). Esa verdad es amor y paciencia, apertura y perdón. Esa palabra es Jesucristo, que lo dice todo incluso cuando calla.
La Iglesia apuesta hoy, en obediencia al Señor, por la prioridad de la evangelización y por la sinodalidad como estilo constitutivo de nuestro ser cristianos. No perderemos el Norte si la guía sigue siendo Jesucristo y la novedad del Evangelio. Lo esencial, lo que preserva de la confusión, es el esencial, lo que solo la Iglesia y nadie más puede dar: “Te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno: levántate y anda” (Hch 3,6).
Guillermo Juan Morado.
Los comentarios están cerrados para esta publicación.