Sabios consejos

He vuelto a leer la exhortación apostólica del papa san Pablo VI “Evangelii nuntiandi”, sobre la evangelización del mundo contemporáneo. El texto fue publicado en Roma en 1975, en el décimo aniversario de la clausura del concilio Vaticano II.

Han pasado ya cuarenta y siete años, pero, a mi modo de entender, el documento sigue siendo actual. Algo así sucede con los clásicos, que envejecen muy bien, ya que consiguen que, incluso mucho tiempo después de que hayan sido escritos, resulte provechoso frecuentarlos de nuevo.

El capítulo siete expone las condiciones fundamentales que harán que el anuncio del evangelio sea no solo posible, sino también activo y fructuoso. En un determinado momento, el papa se fija en la persona misma de los evangelizadores.

Y la primera exigencia que señala es la necesidad del testimonio, de la coherencia entre lo que se predica y lo que se vive, si se busca que el anuncio sea creíble: “el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente como si estuvieran viendo al Invisible”. Sin esta señal de coherencia, las palabras terminarían por resultar vanas e infecundas.

Un segundo requisito es la búsqueda de la unidad. Si lo que se proclama aparece desgarrado por querellas doctrinales, polarizaciones ideológicas o arbitrarias condenas recíprocas, los destinatarios del mensaje se sentirán desorientados y escandalizados. Lo que une es, no el afán de prevalecer sobre los otros, sino la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad.

Quien evangeliza, y se trata de la tercera circunstancia que ha de estar presente, ha de saberse servidor de la verdad; una verdad que hace libres y que procura la paz del corazón: “La verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo”. Hay que buscar la verdad que debe transmitirse a los demás, sin que este compromiso quede oscurecido por el deseo de agradar, de causar asombro o de aparentar.

Ofrecer la verdad y conducir a la unidad es un signo de amor, que es la fuerza que impulsa toda tarea evangelizadora. Otros signos de este amor – cuarta exigencia- es el respeto a la situación espiritual y religiosa de la persona que se evangeliza: respeto a su ritmo, a su conciencia, a sus convicciones. Y con el respeto, el cuidado de no herir a los demás, así como el esfuerzo desplegado para transmitir certezas sólidas necesarias para la vida.

Es todo un programa, válido no solo para la evangelización, sino para todo empeño humano: para la vida familiar y social, para la educación y para la política. ¿Se imaginan cómo cambiarían las cosas si en la relación de unos con otros triunfasen esas exigencias: coherencia, unidad, servicio a la verdad y amor – entendido, este último, ante todo, como respeto- ?

Quizá no esté en nuestra mano que estos criterios rijan el mundo; pero sí lo está, en cierta medida, que guíen nuestra existencia personal. Naturalmente, algo siempre se nos escapa. No logramos ser, con frecuencia, lo que, en momentos de lucidez, querríamos ser.

Por eso el papa Pablo VI indica la importancia de la ayuda de Dios: “No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo”. Sin esa fuerza divina capaz de invertir la tendencia del egoísmo nada es posible. Ni el logro personal, ni la familia, ni la sociedad, ni el Estado.

Sabios consejos que para encarnarse en lo cotidiano necesitan algo así como el fervor de los santos.

 

Guillermo Juan Morado.

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