Ucrania
Nunca he visitado Ucrania. Tampoco Rusia. Lo más cerca que estuve de ambos países fue cuando viajé a Polonia – en dos ocasiones – y a Rumanía – una sola vez -. Ucrania, casi por casualidad, ha estado presente en mis lecturas últimas. El admirable libro “La liebre con ojos de ámbar”, de Edmund de Waal, recorre varias ubicaciones, que son marco y trama a la vez, de vivencias personales, familiares e históricas: París, Viena, Tokio… y, al final, entre otras ciudades, Odesa: “Nadie me había contado que era tan hermosa – escribe de Waal sobre Odesa – […] que había catalpas en las aceras, que por las puertas abiertas se veían patios, suaves escaleras de roble, que había casas con galería”.
Yo no sé cómo era Odesa, ni cómo es ahora, ni cómo seguirá siendo, en el supuesto de que siga siendo. No obstante, el hilo de la lectura, el nexo que, en buena parte, nos une al universo, me ha guiado hasta Irène Némirosvky; en concreto a “Los fuegos de otoño”. Esta extraordinaria escritora nació en Kiev, en 1903, y murió en Auschwitz, en 1942. Huyendo, su familia, de la revolución bolchevique, Irène se educó en París. La Segunda Guerra Mundial cambió su destino – lo “interrumpió”, con el carácter definitivo que tienes algunas “interrupciones” – para morir asesinada en Auschwitz.
Nos quedan sus obras. Para mí, ahora, “Los fuegos de otoño”. Una novela que recrea el final de la Primera Guerra Mundial, el París de entreguerras y los tambores que anunciaban la Segunda Guerra Mundial. Una grandísima escritora ucraniana.
Sobre la guerra de Rusia contra Ucrania, no tengo demasiado que decir. Sé que es “complicado”; pero también sé que este adjetivo, “complicado”, sirve de comodín para cualquier cosa. En mi caso, no. No sirve. Tal como lo veo, a nivel personal, no hay excusas: Un Estado soberano invade por la fuerza otro Estado soberano e independiente. Y esto contradice cualquier legalidad. Encima cuando uno de los Estados – Rusia - es una potencia mucho más fuerte que el Estado invadido – Ucrania -. Vendrán miles, o cientos, o decenas, o unidades, de intelectuales advirtiendo de mil cuestiones de la “logica minor”. No me convencen.
Ucrania es también una especie de mosaico del cristianismo. Hay comunidades cristianas ortodoxas vinculadas al Patriarcado de Moscú. El metropolitano Onofre Bezerovsky, primado de la Iglesia Ortodoxa de Ucrania en comunión con el patriarca de Moscú, ha expresado su condena de la invasión rusa y ha llamado al pueblo a rezar por los soldados y a resistir.
Lo mismo ha hecho el arzobispo Epifanio, de la Iglesia Ortodoxa de Ucrania en comunión con el Patriarca de Constantinopla. Su pronunciamiento pide al clero y a los fieles que recen “por Ucrania, por la victoria y por nuestros soldados”, e insta a la comunidad internacional a “obligar a Rusia y a Bielorrusia a detener la agresión inmediatamente”.
No de menor relevancia es la voz del arzobispo mayor greco-católico de Ucrania, Sviatoslav Shevchuk, quien no duda al implorar: “¡Oh Dios, salva a Ucrania! ¡Oh Dios, salva a nuestros hijos e hijas! ¡Oh Dios, dale fuerza al ejército ucraniano para detener esta ola mortal que se abalanza sobre Ucrania! Oh Dios, bendice a tu pueblo y salva a tu gente”.
Según el patriarca de Moscú, Kirill, “este trágico conflicto se ha convertido en parte de una geopolítica más amplia, cuyo objetivo principal es debilitar a Rusia”.
El papa Francisco se muestra moderado, aunque sin faltar a la verdad: “En Ucrania corren ríos de sangre y lágrimas. No se trata solo de una operación militar, sino de una guerra, que siembra muerte, destrucción y miseria”. Envió a ese país a dos cardenales, a Krajewski y a Czerny, como gesto de cercanía y de compromiso. Sin olvidar el trabajo diplomático del cardenal secretario de Estado, Pietro Parolin.
Todo es complicado, sin duda. Y, a la vez, simple. No es de recibo que un Estado soberano invada otro. Esto no tiene pase. Pero, quizá, me escandaliza aun más que algunos que se presentan como cristianos justifiquen de algún modo este atropello. Da la sensación de que, en su odio a Occidente, a esta civilización nuestra tan en declive en determinados asuntos, tienden a convalidar cualquier cosa, hasta una invasión.
El régimen de Putin no tiene ninguna lección moral que dar al mundo. Ni el de Putin ni el de Xi Jinping. Ni Rusia ni China son el “reino de Dios” en el mundo. Quizá porque el reino de Dios “no es de este mundo”. Tampoco lo es Occidente – Europa y EEUU, por resumir -. Pero quizá tampoco, Europa y EEUU, pretendan serlo.
La distancia entre las democracias occidentales y el “reino de Dios” es enorme. No podría ser de otro modo (es la “reserva escatológica”, que se dice en teología). Pero, con todos sus límites, con sus niveles de decadencia, que son muchos y muy profundos, lo que llamamos “Occidente” sigue siendo, con sus contradicciones, mucho más respetuoso con la dignidad de la persona humana, con sus derechos y con sus libertades que otras alternativas.
Habrá que mejorar Occidente. Para bien de todos. Sin confundirse de “adversario”. Para que Odesa siga siendo Odesa y para que “los fuegos de otoño” no oscurezcan de nuevo a Europa y al mundo.
Guillermo Juan Morado.
Publicado en Atlántico Diario.
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